Como pasó con A.N.I.M.A.L. y Carajo, Marcelo “Corvata” Corvalán vuelve a empezar de cero con una banda –Arde la Sangre– y otra vez con la Argentina sumergida en una crisis social
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Hay un recuerdo tenue, difuso, de un posible póster de Alejandro Lerner con instrumentos colgados en la pared, aunque puede ser que lo hayamos incepcionado en la escena por tener el dato de que el estudio El Pie, donde tuvo lugar la conversación, era del autor de “Volver a empezar”. La remera de Corvata Corvalán era de una banda. Era algo punk, o de Iron Maiden. O no era de una banda, pero era mayormente negra: una apuesta jugadísima considerando el personaje. La gorra la confirmamos porque, cuando se la sacó, la bocha que hoy ocupa el lugar de las lanas que alguna vez le conocimos generó su cuota de sorpresa. En un momento circuló un café, parece. Pasaron cinco minutos y ya se hizo cuesta arriba el yeite cagatintas de sentarse en el bar de la esquina y anotar detallitos periféricos para anclar la charla en tiempo y espacio (el “jangueo”, definieron los Babasónicos en esta misma revista hace mil años). No es tanto que falle la cabeza sino más bien que recalentó: hablar con el ex bajista y cantante de A.N.I.M.A.L. y Carajo puede ser una experiencia extenuante en un buen sentido, una a la que entrás por laburo y de la cual salís, por ejemplo, con dudas vocacionales. “Si no me preguntan yo no salgo a evangelizar, pero se termina notando”, dice Corva sobre su fe cristiana. Y es cierto, y se aplica a todo: no es explícito en ninguna prédica, pero su manija se filtra en los intersticios de tu cerebro hasta que no te queda otra más que preguntarte “¿y cuándo fue la última vez que yo me entusiasmé así con algo?”.
Lo que lo tiene eléctrico por estos días es El comienzo, el EP en vivo con cuatro temas con el que se presentó Arde la Sangre, la banda (el cuarteto, para variar) que formó durante el encierro y de la que no se filtró una palabra –ni en los medios ni entre los fans– hasta que Corvata primero tiró un enigmático en Instagram y poquito después confirmó todo. La misma carpa que había caracterizado la despedida de Carajo, el grupo que se le mancó justo un año antes del 20° aniversario: a mediados de enero de 2020 abrimos las redes y nos encontramos con un comunicado que decía “elegimos quedarnos con lo bueno, con los mejores recuerdos, sabiendo que dimos lo mejor siempre y lo entregamos todo” y “un final no es una muerte”, el público preguntaba si era una joda mala y los periodistas salimos a chequear si no los habían hackeado. Y no, era así nomás: no había más Carajo.
“Como yo meto todo en los proyectos –mi vida, mi corazón, mi tiempo y mi físico–, hay un duelo. Digo ‘qué frustración, la puta madre’. Mi sueño es ser una de esas bandas que nunca cambian, que son los mismos siempre. Como U2: qué linda banda”, dice. Semanas después del comunicado final, Marcelo Corvalán le daba descanso a Corvata y se echaba a purgar el pasado reciente en un campo en Entre Ríos. Así, sin plan, empezó a nacer de nuevo: “Me pasó una cosa muy loca de estar abajo de un árbol en el río disfrutando el momento con una tristeza enorme adentro, con una guitarra, y sentía que todo lo que tocaba era nuevo. Parecía que nunca en la vida había tocado un Mi: tocaba y era ‘guau, cómo suena esto’. Entonces pensaba ‘esto lo tengo que canalizar’”.
Lo que salió fue Corvex, una movida demasiado casera y descontracturada como para llamarla proyecto solista (“quizás algún día dentro de unos años me subo a algún lugar y las toco, o quedarán ahí”) que ya tiene tres canciones en su canal de YouTube. En busca de un socio para darles forma a esas ideas, Corvata se encontró con Luciano Farelli, guitarra y voz de Parteplaneta, y después de cambiar figuritas (“yo le hago escuchar bandas muy de los 90 que él no conocía y él me hace escuchar bandas nuevas, artistas re dark que le gustan a él”) quedó planteada la necesidad, al principio vaga y bastante utópica teniendo en cuenta el contexto, de “hacer algo juntos”. Todo eso iba a terminar meses más tarde en Arde la Sangre, pero todavía faltaba un reencuentro.
Habría que estudiar si es predisposición psicológica o casualidad, y probablemente ni él se haya dado cuenta, pero Corvata se tomó por costumbre echar a rodar una banda en medio de casi todas las últimas grandes crisis argentinas, como si le picara una obligación moral de cargarse de ese ímpetu que dijimos que transmite para aportárselo al compatriota en desgracia que lo necesite. Es dato, no opinión: llegó a A.N.I.M.A.L. en el 92 y debutó al año siguiente con Acosados Nuestros Indios Murieron al Luchar, en pleno hot sale del menemismo. Con Carajo actuó por primera vez el 25 de mayo de 2001, fecha patria del año diabólico, un regalito para la hipótesis. Y ahora de nuevo, en la catástrofe pandémica, repite esa y otra conducta más: la de traerse un integrante de su grupo anterior.
En Carajo tocaba la batería Andy Vilanova, que se fue de A.N.I.M.A.L. junto con él. En Arde la Sangre el repetido es Tery Langer, guitarrista, con quien Corva retomó diálogo una vez pasado el duelo, en medio de la cuarentena. “Hablamos, me decía ‘tengo ganas de hacer algo’, yo le decía ‘dale, yo también, pero quiero una banda, tocar metal, lo que a todos nos gusta, ya tengo ganas otra vez, ya descansé’. Y con todo lo que estaba pasando tenía como veinte letras escritas: ‘Sacate la mierda’, un poroto”, dice.
Cuando empezaron a ir y venir los primeros esbozos de temas, la premisa con Tery fue: si nos suena, se tacha. “Tuve que hacer un gran esfuerzo para decir ‘boludo, hay que empezar de cero’”, explica Corvata. “Él no para de tirar ideas, componer, es un musicazo y un virtuoso, y yo a un montón de cosas le decía ‘esta no, esta se parece bastante a Carajo’. O ‘esto es re original, esto no lo habíamos tocado, yo nunca canté arriba de estas melodías’”. Había, sí, un objetivo vieja escuela: “¡Que vuelvan los 90!”, repetían como arenga, invocando el espíritu de un Pantera, de un Fear Factory, de un Machine Head. El baterista Nacho Benavides (ex Sentencia Previa) llegó por recomendación de un amigo para completar la formación y listo: a la distancia, por Zoom, sin una papeleta que los reconozca como trabajadores esenciales y les permita reunirse, eran una banda de rock.
Bajo la sombra del bien me fortalezco para continuar/ desde la profundidad, tomando impulso para despegar/ vamos a ver, vamos a andar, vamos a reconciliar/ y deshacer la soledad que quiere separarnos”, canta Corvata en “Fuego del cielo”, el cuarto track de El comienzo. El Marcelo que en la penumbra de El Pie gesticula y sonríe y cuenta cosas como quien te quiere convencer para que veas una película y amontona palabras con una calma envidiable y te involucra en la charla más de lo normal habla de eso: de agazaparse para saltar más alto sin que importe mucho si sos un cachorro o un tigre viejo. Cae de maduro que sufre horrores lo que languidece y es adicto a lo que florece: por eso esta compulsión por barajar y dar de nuevo cuando la mano viene floja en lugar de fumarse el gris por conveniencia como dicta la comodidad que algunos disfrazan de profesionalismo. “Lo disfruto, pero no es algo que yo busco, que yo elijo. Cada vez que armo una banda es para toda la vida. Cuando entré a A.N.I.M.A.L. dije ‘esto es para toda la vida’. No se dio. Con Carajo lo mismo. Lo que pasa es que cada proyecto, cuando empieza de cero, es un momento único: todo es virgen, todo es ganancia, no hay historia”, dice. Y lo dice justamente él, que de alguna manera logró embutir dos o tres vidas en poco menos de cincuenta años.
“Yo hago siempre el chiste de ‘papá, yo fui de Canning y Corrientes a Sunset Boulevard’”. En la calle de Los Ángeles que va de Figueroa Street hasta la Pacific Coast Highway zafó por poco de caer preso por mear atrás de unos tachos. Hasta ahí lo llevó el rock pesado.
Eran los primeros 80 y el pibe Corvalán escuchaba lo que había: Miguel Mateos Zas, Los Abuelos de la Nada, Los Twist, hasta que cayó a sus manos un disco de los Ramones y otro de The Cure y se le abrió una puerta que no se le cerró más: “Yo sentí ‘estos cantan la posta, todos los demás cantan pelotudeces’... [canta el tema de Los Twist] ‘sos una rica banana’... todo bien, es divertido pero estos cantan la posta. Decía ‘loco, están diciendo cosas que pasan en el mundo’. Veía un arte de tapa de Dead Kennedys y decía ‘fuá, cuánta data me estás tirando’. Eso me dio un lugar de pertenencia”. De ahí a la pata local con Massacre Palestina, Attaque 77, Mal Momento, Descontrol, Comando Suicida, Conmoción Cerebral. “Hay un mundo de gente que está en esta, es antisistema, sabe cosas”, pensaba. Salía a patear de Warnes a plaza Serrano (“era nuestra salida de un sábado a la noche, no un boliche”) y confraternizaba con otros skaters: así conoció a Los Parásitos, la tribu del lado de allá de parque Centenario, donde paraba Luciano Scaglione (de Attaque desde el 92), que le pasó vinilos de Metallica y Slayer, lo evangelizó con Motörhead y le metió la vida en una licuadora vendiéndole su primer bajo. “Me preparé. Horas, años en mi habitación, hasta que tuve la oportunidad de grabar mi primer disco con A.N.I.M.A.L. Yo ya estaba preparado acá y acá [se señala la cabeza y el pecho]. Yo pensaba ‘el día que me toque la oportunidad no la voy a cagar. Me voy a tocar todo, sé lo que tengo que decir en una nota, sé cómo me tengo que parar, sé cómo me tengo que parar en un escenario, yo ya sé’”. Corte, y volvemos a Norteamérica a fines de la misma década. Corvata ahora tiene 29 años y viene de grabar “Highway to Hell” con Lemmy para Usa toda tu fuerza (1999).
“Siento que Dios me regaló el broche de oro con A.N.I.M.A.L. que fue esa última gira en el 2000. Te juro que en un momento miraba alrededor y decía ‘si no tengo que tocar más, no toco más’”, dice. No solo había grabado con el viejo: al estudio Indigo Ranch había caído a zapar Robert Trujillo, hizo base con Jimmy DeGrasso (Megadeth, Ozzy Osbourne, Alice Cooper), Christian Olde Wolbers de Fear Factory metió un contrabajo en “Loco Pro”: los posters de repente se le movían alrededor. “En la gira Warped Tour me acuerdo de estar en la cola para la comida con [la leyenda del skate] Steve Caballero y decirle ‘pasá pasá, vos primero’ y que me diga ‘no, hay para todos’. Miraba y estaban los Millencolin, los ex Sublime, Papa Roach, Green Day, Mighty Mighty Bosstones, NOFX… me hablaban en inglés y yo no entendía un carajo. Me decían ‘te contaron un chiste, reíte boludo’ y yo hacía ‘jajaja’. No sabía nada, estaba extasiado. La mejor droga que podía haber era estar ahí con esos chabones”. Y entonces renunció.
Los rumores eran aviones a chorro y él los desmintió una tarde en Day Tripper, el programa de Juan Di Natale en Rock & Pop: “Quiero dejar aclarado que no hubo ninguna pelea entre Andrés y yo, porque por ahí se anduvo diciendo que nos cagamos a trompadas y no es verdad en absoluto. Gracias a Dios, nunca llegamos a eso. Hay cosas que solo sabemos nosotros dos y que nos llevaremos a la tumba. Ante todo predominaron el diálogo y la buena onda”.
Lo que pasó, dice ahora, era que la brújula señalaba cualquier cosa menos el norte y no se contemplaba la posibilidad de desensillar hasta que aclarara: “No se podía parar, porque los compromisos y no sé. Estábamos por cambiar como el quinto baterista y dije ‘boludo, tenemos que parar, yo no puedo más. No paré nunca desde que empezamos, está todo buenísimo pero qué vamos a hacer’. Y que te digan que no…”.
El primer comentario en la última foto de Arde la Sangre en el Instagram de Corva al cierre de esta edición es de su ex socio en A.N.I.M.A.L. “Groso loquito muy bueno. Lo mejor”, dice Andrés Giménez entre emojis, de lo cual podemos inferir que si había broncas se curaron con los años. “Con el paso del tiempo yo tuve un reencuentro como corresponde con Andrés. Pasaron años en que yo no le daba bola, no hablábamos, estábamos cada uno en lo suyo. Demasiado ocupado él con A.N.I.M.A.L. y yo empezando Carajo y no nos veíamos”, dice Corvata. Su renacer espiritual a mediados de los 2000 le hizo ver las cosas con otra perspectiva: “Todo eso me animó a dar el paso de tirar una soga y decir ‘che loco, ¿está todo bien? Perdoname vos a mí, la calentura, todo lo bueno que vivimos, qué loco que éramos tan pendejos y mirá lo que hicimos, recorrimos medio planeta’. Sin redes sociales, sin nada. Fuimos a hacer la América y la hicimos. Esas cosas buenas te unen para siempre”.
Hablando de unirse: de vuelta al año del Covid-19, pasaban los meses de cuarentena y la banda que no tenía ni nombre no existía más que en un Drive y sus integrantes se habían visto las caras una sola vez, medio a las apuradas. Hasta que en agosto de 2020, al fin, el meeting fue en una sala, con instrumentos, para transpirar. “Nos juntamos a terminar de componer y que esas canciones suenen, y la verdad es que estuvo buenísimo. Hicimos catorce canciones en limpio que nos volaron la cabeza”, dice Corvata. Ahí nació Arde la Sangre e inevitablemente terminó de morir Carajo: si todavía quedaba un hilo de duelo quedó aplastado por una de esas bolas de intensidad de las que ya hablamos.
“No te sabría dar una respuesta concreta, es una suma de un montón de cosas”. El fin del trío con Andy y Tery no es dos más dos como con A.N.I.M.A.L. No faltaron ni camaradería ni esfuerzos para que el barco no se hunda: de callados, sin que se enteraran más que los íntimos, hasta hicieron terapia de grupo. “Nuestros problemitas los hablábamos adentro y a la hora de ser profesionales lo éramos, y la verdad es que somos amigos pero dijimos ‘bueno, pasó’. Es un Tetris que a veces no funciona”, dice.
El éxito, opina Corvata, fue uno de los factores que los desgastó, y esto que suena como el white people problem definitivo no lo es tanto, si tenemos en cuenta que la abundancia separó más bandas que la escasez. “La verdad es que sí, te marea. La palabra para definir este ascenso, el éxito, la fama… es ‘vértigo’. A algunos el vértigo los seduce, les encanta. Y a otros los asusta”, dice Marcelo, que aprendió a convivir con estos conflictos tan deseados cuando todavía no tenía ni treinta años: “A mí me pasó que la onda tenga que ver con lo artístico: ‘Bueno, ahora tenemos que dar mejor show, más luces, más temas, en lugares mejor preparados, los discos tienen que ser cada vez mejores, que venga Lemmy a cantar, grabar en Estados Unidos’. Con Carajo era ‘ahora vamos a hacer el Luna Park con una pantalla que les vuele la peluca a todos, que se coman la película, el mejor show de metal de la Argentina’. Quizás eso nos ayudó a no caer en las boludeces de la fama y el éxito”.
Un buen parámetro para entender el star system argentino y para medir el arrastre popular del rock por fuera del nicho en 2021 es saber qué grado de fama maneja un tipo de cuarenta y pico con treinta años de carrera, que pasó por dos bandas de heavy metal con las que tocó en estadios y está lanzando una tercera. De movida en Instagram tiene 48.000 seguidores: bastante más que un usuario de a pie pero bastante menos que un influencer promedio. Uno puede suponer con cierta seguridad que no se le abalanzan en la calle las hordas de fans como a Ricky Martin, pero por otro lado hay otro factor que no se puede ignorar: la –llamémosle– “función social” de A.N.I.M.A.L. y Carajo, dos grupos que para los adolescentes de los 90 y los 2000 trabajaron mucho más como muletas emocionales que como entretenimiento. En el 98, mientras al futuro se le caía un pedazo por día, A.N.I.M.A.L. les decía a los chicos “sube todo lo que puedas, llega hasta donde tú quieras, nunca mires para abajo y sigue siendo un loco, loco, loco”. En 2004, con las heridas del estallido todavía abiertas y el individualismo ponderado como única salida tras el fiasco del “que se vayan todos”, Carajo proclamaba “no nos traicionemos más, el odio venganza querrá, y si te atrapa te comerá, si estás distraído te come ya”. De alguna manera, dos generaciones de pibes raros argentinos aprendieron a no aflojar y a no salvarse solos repitiendo letras de Corvata, y todo eso genera un tipo de vínculo que excede al “ídolo”.
“El estilo de música y las cosas que cantamos hicieron que nuestro público sea super sano, super respetuoso, super creíble y todos los que vienen en ese plan vienen con la mejor. Pero bueno, llega un momento en el que estás en el shopping tratando de que tu hija se pruebe unas zapas y te tocan desde atrás y está el chabón con el papel y te mira y no te dice nada. ‘Hola’, digo. Y te dice ‘perdón, usted, ¿en qué banda toca?’. Yo empiezo a mirar dónde está la cámara oculta. ‘No sé, por qué me preguntás’. ‘¿Cómo te llaman a vos?’, me dice. ‘Corvata’. ‘Ah, ese, Corvata, ¿no me firmás’?. No sé si sabe a quién le está pidiendo. Automáticamente cualquiera de mis dos hijas se da vuelta y dice ‘papá, qué mala onda que le ponés, sonreíle aunque sea al pibe, firmale con onda’. ‘Pero hija, ni siquiera sabía cómo me llamaba, capaz se está confundiendo, si él no me dice…’. ‘Dale papá, si sabés que sos re conocido’”. No es que papá no sepa que es re conocido: es que hace todo lo que puede por no internalizarlo, muy probablemente a modo de autodefensa: “Yo digo que qué bueno que me pase eso, no estar pendiente de la fama. Yo soy bastante tímido aunque no parezca, nunca me metí en la música por la fama, ni siquiera quise cantar. Yo estaba feliz a un costadito saltando y haciendo la mía. Pero bueno, parte del crecimiento te lleva a ocupar esos lugares más protagonistas, la dedicación también da sus frutos por ese lado y bueno, acepto el lugar que me toque. Sé que la gente me tiene cariño y soy el referente de muchos”.
Lo loco es que –dice– el narcisismo rockero te alcanza igual, por más rápido que corras, y no necesariamente te va a pegar por el lado de flashear ser el David Bowie de Villa Crespo: “Lo que me pasó es que esto es un trabajo de 24 horas, 365 días, los años que dure la banda, y entonces llegaba a casa y no estaba en casa: estaba con la cabeza en el show que se venía, en lo que le tengo que decir mañana a tal pibe de la producción para que no se olvide, en las notas que me quedan, y eso –a todo músico le pasa– genera una distancia con tu propia familia”. Y ahí sí, no hay fracaso musical que se compare con no estar para los que están siempre: “Duele mucho cuando pasa eso porque es el peor reclamo que te pueden hacer. Yo conocí a Nancy, mi mujer, hace 24 años. Mi tercera novia oficial y ahí estamos. Lo que menos quiero perder es eso. A veces la cagás igual o creés que sos el mejor padre y no lo sos. No culpo a la banda, pero sí por ese lado te pega el ego”.
Su renacer cristiano allá por 2004 lo rescató bastante de todo eso (“es una revolución interior que a uno le toca vivir, uno siente que despierta espiritualmente, que nace a algo que estaba ahí olvidado. Pero como en todo sos bebé de pecho, vas creciendo y se aprende: estoy entrando a la adolescencia de mi fe”, dice), pero igual: hay que frenarlo a Corvata cuando pone primera. Ahora, con Arde la Sangre justo en ese momento donde “todo es virgen”, con el sistema nervioso anegado de endorfina por la sola idea de volver a construir, se enfrenta al desafío extra de estrenar una banda de rock en tiempos de distancia y protocolos.
La solución que se les ocurrió fue que el debut grabado fuese un poco también el debut en vivo: “Fuimos al estadio Malvinas Argentinas el 29 de diciembre: un día antes de que lo devuelvan porque se terminaba la concesión. Dijimos ‘necesitamos un espacio grande, fondo negro, la banda en el medio, ir y tocar y hacer la sesión, cuatro temas, que los filmen, eso’”. De ahí que El comienzo se escuche en Spotify y se vea en YouTube: la intención era presentarse con la menor cantidad de filtros posible: “¿Cómo le demostrás a la gente quién sos, cómo tocás? Al final terminó siendo la mejor opción para que nos conozcan, lo más real y transparente. Una banda tocando. Y la verdad es que salió bárbaro”.
Para “Hijos del dolor” escribió “vive quien perdió, por tocar fondo y volver” y cuando habla sobre Arde la Sangre –el proyecto que le sacó el luto por otra banda que era para siempre y no fue– apoya su propia moción: “Es una tercera oportunidad que se me da en la vida y hay que valorarla”. De ahí toda esa rosca que apabulla y contagia y deja a cualquier interlocutor como dice Nick Hornby en 31 canciones que lo dejó haber visto a Patti Smith en vivo: con ganas de “leer, escribir, pintar, ir a una galería, o correr rápido”. Así, los detalles del “jangueo” se desdibujan y solo queda el plan de una futura cerveza para hablar sin grabadores de aquel encuentro con Lemmy. ¿O eso también nos lo habremos inventado después?