Desde su irrupción en los efervescentes 80, el carismático músico catalán es un emblema de la mejor tradición rockera ibérica
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Un caso aparte, un personaje, y también una figura. Desde sus casi dos metros de estatura, Loquillo mira sin superioridad y con su vozarrón mide cuidadosamente cada palabra y cada frase que pronuncia. “Me considero un artista de rock español, porque mezclo todas mis referencias en mi lengua materna, y así empiezan a moverse las cosas”, explica de entrada el músico que debutó en los bares de La Rambla de Barcelona, cantando versiones en spanglish del repertorio clásico de Chuck Berry y de Gene Vincent frente a un público de marinos norteamericanos.
Un sofocante día de sol de mediados de agosto, en pleno verano europeo, Loquillo recibe a Rolling Stone en un parador a pocos kilómetros de Ciudad Real, al sur de Madrid. Con 39º a la sombra, Loquillo habla y piensa al mismo tiempo. Piensa en el concierto que debe dar esa misma noche en una sala con capacidad para 5.000 personas, pero que solo tendrá mil espectadores debido a la falta de un dispositivo sanitario eficaz: “Desafortunadamente, aquí no tenemos herramientas que permitan que los artistas trabajemos en condiciones razonables de seguridad”, se lamenta. “En vez de dos horas y media, el concierto de esta noche va a tener que ser de una hora cuarenta y cinco, y como en España no hay ‘pase sanitario’, ¡solo nos permiten ocupar una cuarta parte de la sala!”.
Pero a pesar de las draconianas medidas sanitarias impuestas por la pandemia, el espectáculo cautivará al público, que con barbijo y atornillado a su butaca ovaciona a este cantante único en su género, un ex basquetbolista profesional que por la potencia de su actuación recuerda a Bruce Springsteen o Bob Seger, con algo del lirismo de Jacques Brel y del lenguaje corporal de Johnny Hallyday.
La historia de Loquillo –José María Sanz Beltrán, Barcelona, 1960– presenta todos los ingredientes de una buena biografía rockera, con un padre estibador en el puerto de Barcelona que, hacia el final de la Guerra Civil Española, fue confinado en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, de donde logró escapar para sumarse a la Resistencia, antes de ser arrestado y enviado a una prisión de la España franquista.
“Después vino mi debut en los bares, la campera negra, el trabajo como encargado de prensa de Charlie Records y, sobre todo, como periodista”, en particular para la edición española de Rolling Stone, revista de la cual fue tapa en varias ocasiones y para la que entrevistó, entre otros, a Miguel Ríos, uno de los primeros rockeros españoles.
“Pero yo quería ser una rock & roll star”, agrega usando el título de uno de sus grandes éxitos. “En aquel entonces, en España todos los grupos cantaban en inglés, y yo me dije: ‘Si acá hacemos rock, mejor cantar en una lengua que todo el mundo entienda y hablar de lo que pasa acá, ¡no a 10.000 kilómetros!’. Crecimos escuchando a Celentano y a Johnny Hallyday, que cantaban en sus idiomas. ¿Entonces por qué yo tenía que hablar de Tennessee, de Nueva York? Yo hablo del Tibidabo, del barrio de El Clot, donde crecí, de mi ciudad o de Madrid. Yo cuento lo que pasa en mi calle y lo canto en mi lengua. Y la identificación del oyente es evidente: se lo apropia y lo relaciona con su historia personal. Y sobre todo eso permite que la canción perdure en el tiempo y que no parezca de otra época”.
Firmó contrato con un sello discográfico sin tener siquiera banda ni repertorio, solo por su actitud rocanrolera. “Así que armé una banda exprés con Sabino Méndez, compuse algunas canciones y agregué covers reescritos en español. Y quedó todo ahí… porque tuve que hacer el servicio militar, que en esa época eran dos años. Me tocó Marina, así que me embarcaron, pero dos canciones de ese disco que habíamos grabado a las apuradas se volvieron hits, como ‘Rock’n’roll Star’.
Cuando regresó a casa, Sabino había formado un grupo que luego se convertiría en Los Trogloditas, que acompañarían a Loquillo en sus años de gloria. “¡Y todo lo demás es historia!” Loquillo y Los Trogloditas fueron una de las bandas más relevantes de la movida española en los 80 con su mezcla de rockabilly, punk y pop y se anotaron hits veloces como ‘Cadillac solitario’. Su disco en vivo ¡A por ellos…! que son pocos y cobardes sigue siendo el más vendido de la historia del rock español. “Ese título tiene su historia. Paco Ibáñez dio con la frase. Paco es traductor de Georges Brassens al castellano. Canté ‘La mala reputación’ en ese mismo recital en vivo, pero en versión rock, antes de interpretarla a dúo con Paco en el Teatro Alcalá de Madrid. Yo había ido a verlo como un fan más, con mis discos bajo el brazo para que me los firmara, y su dedicatoria fue esa frase famosa, que reservé para el disco en vivo porque es fantástica”.
Llenó todos los estadios y teatros de España y muchos en América Latina, destino natural para la exportación del rock hispánico, aunque el término latino aún le resulta incómodo. “Cuando uno de mis discos fue nominado en los Premios Grammy, en Estados Unidos, en la categoría ‘Discos latinos’, me morí de risa. ¿Latino?, les pregunté. ¿Alguien me lo explica, por favor? Son como el agua y el aceite: yo hago rock, no música latina, rock español, sí, europeo, sí, pero latino, ¡no! Y agregaría que soy barcelonés, no catalán. Uno es antes que nada de su ciudad”, dice entre risas.
Curioso por naturaleza, Loquillo se interesó por el rock, los mods y los punks: la efervescencia creativa mundial, la llegada de nuevos géneros musicales, la evolución tecnológica… le interesaba todo. Y lo fascinaban las fusiones musicales entre el glam, el country. “Escuchaba de todo, los grandes éxitos, descubría a nuevos artistas, sobre todo norteamericanos, porque yo estaba cerca del mundillo de los motoqueros; el jefe de los Hell’s Angels de Barcelona es el padrino de mi hijo. Así que escuché mucho su música, de Waylon Jennings a Kris Kristofferson o Willie Nelson. Todo ese sonido ‘outlaw’, fuera de la ley, me inspiró mucho. Recuerdo que en 1992 fui a hacerle una entrevista al director de la revista Popular 1 en Nashville y Memphis, siguiendo los rastros de los grandes hombres del country. De hecho, ahí decidí adaptar en castellano ‘Man in Black’ –'El hombre de negro’– de Johnny Cash. Eso también permitió demostrar que el country no es solamente música de viejos reaccionarios. Después de ese viaje, pasé a hacer cosas más adultas, y también más escritas. Y sobre todo, comprendí que debía asociar la música de Cash o de Kristofferson con textos como los de Brassens, Jacques Brel o Léo Ferré. Ahí encontré un camino nuevo. Esa mezcla nueva nos llevó a ponerle música a un texto inédito de Jacques Brel, ‘Avec élégance’, traducido al castellano como ‘Con elegancia’, una canción que nunca había sido grabada”.
A principios de los 90, todo lo que explotaba musicalmente sirvió de inspiración para el español, en particular Willy DeVille, que mezclaba su rock con referencias creoles y de Nueva Orleans. “Era un momento de cambio en mi carrera y en 1993 decidí dejar a un lado el rock, porque por una parte no teníamos nada más para probar y, por otra, ya no hacíamos este trabajo por pasión, estábamos destruidos 24 horas por día e hicimos todas las estupideces que pueden hacer los rockeros, una especie de Pánico y locura en Las Vegas, de Hunter S. Thompson… Tenía que tomar un poco de distancia: empecé a trabajar con un poeta brillante, Gabriel Sopeña, y me dediqué a la poesía contemporánea”.
Otro planeta, incluso otra galaxia. Entonces, en paralelo con la poesía, lo atrajo el teatro: “En Francia mi modelo era Yves Montand. Era mi inspiración: cantaba, bailaba, actuaba en comedias y era un hombre muy comprometido políticamente. Encontré un nuevo rumbo, y al seguir ese camino, yo sabía que un día u otro volvería a hacer rock, algo que se concretó en 1998″. En primer lugar con Los Trogloditas hasta 2001, donde protagonizó un regreso fulgurante con un nuevo éxito, “Feo, fuerte y formal”, antes de dejar el grupo y largarse como solista: “Volví a empezar de cero a los 45 años, pero había vuelto a tomar las riendas de mi carrera, una jugada difícil”.
Entonces, Loquillo se embebió de cine, de literatura, de poesía, de teatro y, por supuesto, de música. “Y el resultado fue una especie de Frankenstein cultural”, bromea. Y se puso a escribir mucho. Escribió cinco libros, sin olvidar su otra pasión, el cine, donde produjo dos películas sobre la situación de las mujeres durante los años negros de la Guerra Civil y el régimen de Franco. En Barcelona y en San Sebastián, donde empezó a vivir a partir de 2004, concurría a las salas de cine-arte para ver películas de Godard, Truffaut o Melville, y escuchaba la Nova Cançó catalana y la nueva canción francesa.
“Si hubiera nacido en Sevilla, seguramente habría hecho flamenco-rock. Pero como nací en Barcelona, por su tradición de ciudad abierta y de rock urbano, no me quedó otra alternativa, aunque en mi barrio se escuchaba más rumba que a Los Sírex”.
Loquillo es un amante de la cultura francesa y, en particular, del gran rockero francés Johnny Hallyday, al que descubrió a fines de la década de 1960. “Era lo único que se encontraba en España antes de la llegada de los Beatles y de los Stones. Pero en la época en que tocaba en Barcelona me di cuenta de que los cantantes y los grupos franceses venían muy poco a España, por más que los cantautores catalanes [autores-compositores y cantantes como Lluís Llach o Joan Manuel Serrat] tuvieran mucha influencia de artistas de la canción francesa, del mismo modo en que el rock francés marcó a los primeros grupos de rock españoles como Los Salvajes. Es inexplicable que dos países limítrofes pueden vivir dándose la espalda. Cuando era chico, iba a comprar discos a Perpiñán, y los primeros que encontré fueron los de Johnny, pero también los de toda esa generación. Y como nos obligaban a aprender francés en la escuela porque el inglés estaba proscrito, también leía la revista Salut les copains y más tarde Best: la influencia del rock francés fue enorme acá en España, y se lo comenté a Johnny la primera vez que lo vi”.
Loquillo recuerda una conversación con el jefe de su sello discográfico sobre la celebridad de los artistas. “Le dije: ‘Sí, yo fui telonero de los conciertos de los Rolling Stones y de The Who en España, todo bien, pero hasta que no cante con Johnny Hallyday, no soy nadie’. Y cuando me llamaron para decirme que por fin iba a hacer un dúo con él, ¡no lo podía creer! Era el cantante más popular de Francia, aunque sus ventas en España eran casi anecdóticas. Conocer a ese hombre fue inolvidable, pasamos algunos días juntos en París, paseamos por los Champs-Élysées en su auto a 120 km/h escoltados por la policía, lo vi en concierto, grabamos dos dúos en dos momentos diferentes, uno de ellos la versión española de ‘Sarbacane’, de Francis Cabrel. Era un tipo excepcional. Con Johnny hablé mucho del tema de la popularidad, justamente, y yo le decía que actualmente te dan un disco de oro por vender 20.000 copias. En otra época, ¡si no vendías 15.000 te echaban de la discográfica!”.
Con casi cuarenta años de carrera, su imagen de rockero sigue intacta. “Nadie me invitó al mundo del rock, me metí solo. La tradición en España era que los mejores lugares eran hereditarios. Pero como yo era ‘hijo de nadie’, tuve padrinos, como Johnny en Francia, pero no tuve protectores, y eso me salvó. No cambié en lo más mínimo, porque nunca tuve que rendirle cuentas a nadie. Si uno mira cómo cambió el rock en España a partir de la década de 1990, con todos esos concursos de talentos y artistas confeccionados a medida, la verdad es que hicieron mierda todo. No hay otra palabra. Esos tipos responden a contingencias que no tienen nada que ver con la música”.
Intemporal, interclase, intergeneracional, Loquillo pertenece a esa primera y tal vez única generación que creció con el rock y cuyos hijos escuchan esa música. “En Francia, Johnny también tenía ese público intergeneracional. Fui a verlo al Stade de Francia y al Parque de los Príncipes, y en el público había cuatro y hasta cinco generaciones. ¡Hostia! ¡Ojalá en unos años pase lo mismo conmigo!”. Al parecer, lo que es normal en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, en España no lo es. “Los jóvenes de Memphis, de Madrid o de Londres compartían la misma música y la misma cultura musical, y desgraciadamente también fueron la generación que vio morir a todos los artistas con los que crecimos. Soy consciente de que pertenezco a la última generación de músicos que vivieron el rock como cultura global”.
Las canciones y el repertorio de Loquillo, construidos a lo largo de las décadas, le regalaron esa longevidad. Su hit de 1989, “Cadillac Solitario”, se convirtió en una especie de himno del rock español y se sumó a una media docena de otros títulos clásicos del repertorio barcelonés.
“Tengo cuarenta y dos años de historia del rock encima, y formo parte de la banda de sonido de la vida de mucha gente en este país. Pero uno siempre se pregunta cómo llegó a este punto. Nos arriesgamos. Aquí los canales de televisión públicos y privados están llenos de programas de cazatalentos”, con poco espacio para los “roqueros clásicos”, los que inventaron el rock made in Spain. “Hay una sola radio que pasa nuestra música, Rock FM, y también un poco en las radios públicas. La música popular no tiene una emisora exclusiva, y en todos lados pasan música ‘latina’. Escuchamos más seguido a Shakira y a Enrique Iglesias que a nuestros artistas. Pero como cantan en castellano, ¡nadie dice nada!”.
¿Con qué sueña un rockero de 60 años después de haber vivido tantas cosas? “Johnny me decía que quería grabar un disco en español porque quería conquistar el mercado de la música latina. No le tenía miedo a nada. Una vez me dijo, clavándome la mirada: ‘Hay que ir para adelante y hacer siempre algo nuevo. No te dejes atrapar por la rutina’. Hizo rockabilly, rock clásico, incluso hard-rock, no le fue del todo bien, pero siempre iba para adelante. Basta con mirar su carrera, sesenta años en la cima”.
Finalmente, el cantante vuelve a reclamar reconocimiento para el sector de la cultura en España: “Vale la pena recordar, e incluso demostrar, que en estos tiempos difíciles el rock es una fuerza poderosa, y la gente necesita recibir esa descarga de energía, porque el rock salva a las personas; los médicos salvan vidas, pero nosotros le hablamos a otro órgano. Mi música habla de algunos valores, pero no pertenezco a una generación de indignados, no hablo de un modo políticamente correcto; no me interesa, digo lo que tengo que decir y punto. Siempre pensé que el rock tiene que romper todos los esquemas y sobre todo transmitir un mensaje que recuerde que nadie está por encima de nadie. El rock celebra la vida y, por cierto, no entiendo a todos esos grupos que parecen enojados. Uno no puede subir triste al escenario y decir con cara de piedra que el mundo es una mierda total, salvo que el grupo se llame Sex Pistols… ¡Pero ellos lo hacían con odio y furor, porque el rock es eso y sobre todo eso!”.
Loquillo piensa que el Covid marcó el final del siglo XX y que el rock se convirtió en la música clásica del siglo XXI. En su opinión, el rock perdió esa cualidad que tenía, de ser una especie de banda de sonido de los grandes cambios del mundo, y ya no concita el interés de las nuevas generaciones. Pero no pierde la esperanza: “Mientras en algún lado haya un chico que lleve adentro el odio y el furor de Shakespeare, seguirá habiendo rock, más allá de la forma en que se exprese”.
Para exorcizar la epidemia y no enloquecer, durante la primera cuarentena dejó de lado un tiempo el rock –obligado por el cierre de los grandes auditorios– y presentó un espectáculo original de poesía contemporánea acompañada por músicos de jazz: “¡De ninguna manera iba a hacer una versión acústica de mis canciones!”, bromea.
Aunque le gusta hacer bromas, Loquillo no pierde de vista que la pandemia “lo ha jodido todo”. “Cuando estaba por salir de gira para promocionar mi último disco (el notable El último clásico, editado en noviembre de 2019), ¡tuve que despedir a un equipo de 35 personas! Aquí el sector de la música quedó literalmente devastado. Somos muy pocos los que logramos atravesar esta tormenta, que para mí va a durar mucho tiempo”.
Pero el otro trauma que más lo marcó en estos últimos meses es el silencio del confinamiento: “El silencio es la muerte. Lo último que debe aceptar un artista es que el mundo de la cultura quede reducido al silencio. No soportaba más ese silencio y me fui de gira. Y lo seguiré haciendo, pase lo que pase.”