Si tenés debilidad por la música en vinilo y otros formatos clásicos, este nuevo libro con relatos de no ficción es para vos
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”La melomanía es más una serie de raptos de lujuria que una serena relación sentimental”, define con precisión el músico y periodista Pablo Krantz en uno de los textos más logrados de Me cago en las disquerías, el libro que compiló otro músico, Sebastián Rubin (Grand Prix, Rubin y los Subtitulados, Los Andes), y que editó Gourmet Musical.
Me cago en las disquerías es un compendio de 17 relatos en primera persona sobre la pasión, el tormento, el placer, la excitación y otras tantas sensaciones psíquicas y físicas –hasta fisiológicas, en algún caso– que provocan los discos en este grupo heterogéneo de melómanos. Historias de disquerías clásicas y también de tugurios entrañables. De sueños que se cumplen, de encuentros fortuitos, de coleccionismos obsesivos (¿hay de otros?), de santos griales, de romances y de hallazgos inverosímiles.
Con la excusa de buscar discos y aventuras, el libro recorre el mundo desde un pequeño puesto en la feria de Camden Town, en Londres, donde atiende la chica de tus sueños, hasta un local perdido en la Patagonia con un tesoro invaluable en sus bateas. De un pueblito remoto de Colombia, con una disquería incomprobable, hasta la meca llamada Amoeba, en Los Ángeles, el Disney de los amantes del vinilo. De una jornada completa por los barrios más hipsters de Nueva York, con la mochila cargada de oro negro, hasta el placard de la casa de la abuela en Buenos Aires, donde espera, agazapado, el gran descubrimiento que va a cambiarte la vida.
Es que cuando se trata de discos y de melómanos, las millas, las postales y los idiomas se evaporan: todas las disquerías son la disquería, ese lugar donde no importa nada más que el encuentro con la música, con las tapas, con todos esos datos que no están en Google, con el polvo que se junta en esos sobres.
Los protagonistas de Me cago en las disquerías no son héroes ni villanos, son simples víctimas de este vicio tan noble. Coyotes que nunca van a atrapar al Correcaminos, que van a caer una y otra vez en su propia trampa. Por mencionar a algunos, hay un experimentado ladrón de vinilos, un empleado precarizado de una gran disquería, una hija del dueño, un músico independiente, un periodista de rock. Personas, en definitiva, como cualquier otra, cuyas vidas fueron signadas por esos objetos que para algunos serán simples adornos vintage, pero que para ellos son joyas invaluables.
Si algo queda claro después de leer estos relatos es que no importa si el disco sale 100 dólares o un euro. Si apareció en lo de un familiar o tirado en la calle. Si es de Queen, Dead Kennedys, Almendra o Parchís. Todos valen porque encierran sus propias historias y sentimientos. Todos activan los mecanismos internos y provocan ese rapto de lujuria, ese arrebato de ansiedad que le da sentido a cada centavo gastado, a cada kilómetro recorrido, a cada minuto invertido dentro de una disquería. Siempre y cuando haya un baño cerca, por supuesto.