Con Los Toreros Muertos, Pachuco Cadáver, Venus y múltiples producciones en su haber, el músico llega al fin a su primer disco en solitario
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Es viernes 13 y la noche palermitana tiene algo de fecha patria y vacunatorio vip. La planta baja del siempre vigente Podestá Super Club de Copas es el marco justo para que Guillermo Piccolini, genio y figura bastante discreta y uno de los secretos a voces mejor conservados de su generación, toque en vivo sus canciones solistas por vez primera desde la aparición de Futuro imperfecto, decantado pero coqueto disco debut.
Para la selecta audiencia al pie del cañón, la cita es ineludible, la presencialidad es menester, el arriero va. Piccolini fue miembro y socio fundador de Los Toreros Muertos, íconos de la movida madrileña y animadores de fiestas populistas; también, de Pachuco Cadáver, post art-rock minimalista en formato taxi y a la bolsa codo a codo con Roberto Pettinato. Y, desde mitad de los noventa hasta ayer nomás, fue líder planetario y media naranja al frente de Venus, junto a Marina Olmi y afiladísimas formaciones tanto porteñas como madrileñas que cada vez que se subieron a un escenario lo dinamitaban mientras abajo se armaba la pista de patinaje.
Además, a lo largo de su gira mágica y misteriosa Picco supo formar parte de cofradías musicales tan únicas en su especie como los Lions in Love, precursores absolutos del trip-hop entre otras habilidades, y Morfi Vinacho, pioneros del rock cabeza con su peluche killer show y baladas villeras. Por otra parte, produjo canciones, discos y artistas del más diverso pelaje, incluyendo Ufa! de Daniel Melingo, el debut de El Otro Yo, la explosión de Todos Tus Muertos, Man Ray, Mimi Maura, Willy Crook, La Doblada y hasta Susana Rinaldi. También hizo con Andrés Calamaro la banda de sonido de Caballos salvajes, metió teclados para Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y siguen las firmas.
Caso curioso el del ciudadano Guillermo Piccolini, a tal punto que tuvo que presentir una pandemia de corte apocalíptico para encarar su debut solista, o por lo menos eso pienso mientras intercambio saludos en la puerta de entrada. Esta noche, con el solo acompañamiento de su amigo Tito Losavio (exquisito guitarrista ex Man Ray y ex Los Twist), Picco nos viene a ofrecer su corazón, o algo así se late en el ambiente.
Contra todo pronóstico, el show arranca con los músicos enrocados, el artista convocante empuñando una guitarra electroacústica y Losavio al teclado, aunque pronto invierten los roles. Sin prisa pero sin pausa, entre guitarreada de living familiar y la vieja y querida psicodelia progresiva minimalista de toda la vida, la dupla desgrana las flamantes canciones. “Alguien te dijo ayer que fue en vano creer en la felicidad de las masas”, canta un Picco bien templado, encorbatado pero con el cuello de la camisa desabotonado, paladeando versos cercanos, curtidos, resignados, amorosos, pícaros, confesionales y hasta de protesta, entre bromas de salón, ritmos del país, ambientes aterciopelados y arpegios eternos. “Juan dice que hay que vivir siempre enamorado”, arenga, cálido y hasta hipersensibilizante, mientras Tito Losavio, la borda, respalda y devuelve paredes, tiki taka y paladar negro, y en algún momento se sube el Colo Belmonte al bombo (“es el que toca con Abel Pintos”, se escucha a alguien comentar en voz baja).
Avanzada la lista y cátedra musical, cuando el encantamiento general ya empieza a tomar forma de filtro de Instagram de esos que se ven brillitos y los aullidos de fondo característicos de la casa cobran cada vez mayor volumen, la dupla Picco & Tito empieza a mechar temas de Venus y de Pachuco, cerrando la velada con una versión intimista pero apoteósica de “Agüita amarilla”, megahit de Los Toreros Muertos, que esta noche Piccolini canta por primera vez como solista en dupla.
La presente entrevista arranca oficialmente un par de miércoles antes de la fecha en el Podestá, en pleno centro de Villa Urquiza, cuando el anfitrión nos abre la puerta de su hogar dulce hogar desde hace cuatro temporadas. Tras subir unas amplias escaleras presididas por un póster de Los Toreros Muertos extra large, accedemos al salón principal, con su arsenal de instrumentos, estudio de grabación, destornilladores, libros de música, letras y partituras. “Acá grabé, mezclé y masterizé el disco. También compuse casi todas las canciones. Todo lo que suena fue grabado por micrófono, incluso si escuchás atentamente suena algún bocinazo, algún colectivo frenando”, me confía el dueño de casa.
Le pregunto, sabiendo de sus habilidades tecnológicas y fama de deconstructor nato, si tiene estudios formales de alguna ingeniería de grabación o acústica, y me confirma que es autodidacta. “La primera vez que abrí un instrumento fue una noche tras una fecha con Los Toreros Muertos, en que una chica se me pone a bailar al lado y me tira un vaso arriba del teclado que acababa de comprar, y tocábamos al día siguiente. Más tarde en el hotel con ayuda de un asistentes lo abrimos para secarlo y repasamos tecla por tecla con el cepillo de dientes, lo dejamos abierto y al otro día funcionó. Así aprendí que a los instrumentos se los puede abrir y hacerles cosas”.
Pero vayamos al disco. “Bastante antes de la pandemia como que me había cansado del rock, o sea, no del rock en sí, pero estamos en 2021, tenemos mil años... el rock nos hizo creer que las canciones tenían que tener sí o sí una batería sonando bien alto, siendo que es una posibilidad entre tantas. Por eso, la idea que tuve desde el principio fue prescindir de la orquestación, simplificar todo al máximo, utilizar ese tiempo, que antes les dedicaba a arreglos y a sonidos, a darle más vueltas al texto y a la estructura básica de la canción, a esa cosa profunda: ya que el arreglo no iba a existir, la letra tenía que decir cosas y la estructura de acordes también tenía que bancársela solita”.
“En cuanto a lo rítmico, las canciones tienen ciertos aires folclóricos, los temas son casi un escondido, casi una baguala... Siempre fui de sentarme a improvisar al piano, y hace unos años empecé a chacarear cada vez más, me empezaron a salir cosas para ese lado, fue algo orgánico. También empecé a escuchar más folclore, Leda Valladares, Violeta Parra... Atahualpa Yupanqui siempre escuché, pero también Cuchi Leguizamón, Hugo Díaz”, asegura con un póster de The Residents de fondo.
“Claro que mi relación con estos ritmos viene de mucho antes: mis papás quisieron aprender a tocar la guitarra y, aunque no lo consiguieron, los instrumentos quedaron en casa”, cuenta sobre sus primeros recuerdos musicales en Grand Bourg, zona oeste del Gran Buenos Aires, con papá y mamá, ambos odontólogos. “En la esquina de donde vivíamos había una disquería en la que sonaba folclore todo el tiempo, y luego empezó a venir a casa la señorita Amanda, mi primera maestra de música, con la que aprendí ‘Zamba de mi esperanza’”, suspira.
Entre quinto y séptimo grado el piccolo Piccolini formó su primer dúo, Sombra Clara, junto a Daniel Borroni, compañerito en el Instituto Evangélico de Grand Bourg. “Hacíamos una versión de ‘Honey Don’t’, la que hacían los Beatles, pero instrumental… También ‘Samba pa ti’, ‘Canción para mi muerte’ de Sui Generis, algunos de Pastoral, ‘Humo sobre el agua’. Hasta que escuché Genesis y decidí retirarme de la música, era imposible tocar como ellos. Además, arranqué el secundario en el Liceo Militar, como pupilo, otra experiencia tortuosa, y ya no tenía tiempo”.
Afortunadamente, pocos años después, promediando el secundario, Picco vuelve a la música y al formato dúo dinámico. “Conocí a Daniel Agüero, Pete, que tenía unos diez años más que yo y era un artista genial, poeta, pintaba, hacía canciones, tenía unos discos buenísimos, la verdad es que conocerlo me cambió la vida. Me habló de la música aleatoria y así volví a hacer cosas, grabando con el doble casetera los sonidos de los pajaritos, mezclando sonidos e imágenes”. Con su nuevo socio, Picco arma Soutien (que no es el Soutien que no conoce casi nadie de esa época sino otro que conoce todavía menos gente). “Daniel era Pete Lautremont y yo, Willy Miller, apodo que luego seguí usando para cosas más experimentales, medio electrónicas si querés, que grababa en cuatro pistas... Con Soutien al final nos separamos porque yo tenía una veta más anglo y Pete quería hacer algo más tipo cumbia, otra cumbia digamos, más para ese lado”.
De aquellos años mozos data una versión electrónica de Criminal mambo, antes de que los Redondos debutaran discográficamente. La grabó de memoria en su casa una noche después de haberlos visto en vivo. Una copia en casete de esta versión llegó a oídos de la banda platense, granjeándole una amistad que años después le permitiría rechazar el ofrecimiento de incorporarse como tecladista. “De esos años también me acuerdo de estar en la barra del Einstein y que Diego Arnedo se me acerque y me pregunte si sabía de alguien para que toque teclados en la Hurlingham Reggae Band, y yo le dije que no”.
Hasta ahí todo pintaba más que bien para un prometedor artista barrial con proyección en las grandes ligas nacionales y, de repente, una serie de acontecimientos con algo de película de los Blues Brothers lo terminará depositando en una escenografía más almodovariana. “Una noche estoy cenando con mis padres en casa y tocan el timbre Alberto Boragina (guitarrista amigo, también del oeste, con el que nos juntábamos a tocar y hasta me prestaba su Fender) y Javier Martínez, a quien nunca había visto, que me dice que le habían hablado de mí y que quería que toque con su banda”, recuerda mientras se le dilatan las pupilas. “Llevé mi piano a su sala de ensayo y empezamos a juntarnos todas las semanas, él a la batería y yo siguiéndolo como podía... Habrán sido diez ensayos, hasta que un día Javier y Alberto me dicen que se van a España para tocar en la banda de Moris y que si quería sumarme”.
Nuestro héroe entonces levanta campamento y aterriza en la villa y corte para sumarse a los próceres de nuestro rock criollo, pero lo de tocar con Moris nunca sucedió. “La primera semana eran las fiestas de San Isidro y vi gratis a Marc Almond y a muchos más, buenísimo, pero no conocía a nadie en Madrid y no quería pedirles ayuda a mis padres a las dos semanas de llegar. Vivía en una pensión y comía arroz partido para gatos”, mastica. “A las dos semanas, en un bar le pregunté a alguien si sabía de alguna zapada y me mencionó el Casi Casi, un club en Chueca. Esa misma noche fui y conocí a Many Moure (futuro bajista de Los Toreros Muertos, que a la sazón era uno de los dueños del garito) y a Pablo Carbonell (cantante) y a un montón de gente más. Te diría que casi todos los que aparecen en el video de ‘Agüita amarilla’ estaban esa noche en el Casi Casi”.
Sobre sus experiencias con Los Toreros Muertos, el tema da para una miniserie de diez capítulos mínimo, que no pienso spoilearles. Basta agregar que en el marco de su temporada de vacas gordas y vorágine ochentosa, Picco conoció a Daniel Melingo, que en 1988 se sumó a los Toreros, amistad musical que pasó a mayores con la formación de los hipervanguardistas y muy bailables Lions in Love (otra miniserie, con Stefanie Ringes, Pablo Guadalupe, Willy Crook y José Luis McCartney). En esta misma senda de argentinos autoexiliándose en España, fue Melingo quien un día en Barcelona le presentó a Roberto Pettinato, por entonces flamante ex Sumo y al frente de Los Carnavales de Franco, con quien tiempo después reincidiría en el fomato dúo dinámico, esta vez en el nombre de Pachuco Cadáver (otra miniserie, con Pettinato con camarín propio y Gillespi y Willy Crook como dupla asociada).
En el caso de su vínculo con los Morfi Vinacho, más que una miniserie el argumento da para un largometraje con tintes tarantinescos, mientras que para las idas y vueltas y diversas formaciones de Venus, lo propio sería una saga familiar de varias temporadas, ambientada en casas con estudios de grabación en Colegiales y en Las Rozas, con un elenco multiestelar que mejor ni arranco a mencionar porque no termino más. “Venus es una banda que si están entre el público todos los que alguna vez tocaron, medio que ya llenamos el boliche” .
“Casi todos estos encuentros e idas y vueltas no fueron algo planificado, sino situaciones que se fueron dando y encadenando”. O desencadenando, pienso. “Obviamente no todos estos proyectos fueron exitosos a nivel económico, alguna vez me permitieron pagar las cuentas y otras no”, me aclara. “Ya a partir de los últimos años con Los Toreros Muertos empecé a hacer más cosas a pedido, sea producir bandas, música para publicidad, para cine, teatro, tocar como tecladista, tanto en Buenos Aires como en Madrid, muchos proyectos, de todo tipo, cosas en la tele también”.
Volvemos entonces al kilómetro cero de Futuro imperfecto, a esa necesidad interna de encarar las cosas de otra manera. “Decidí prescindir de ese sistema de producción que tenía, que es el mismo que utilizo cuando trabajo, hacer algo diferente en todo sentido”.
El resto es historia reciente: “A medida que escribía las canciones se las fui mostrando a un par de amigos y a Sebas Schachtel, que al final terminó siendo el coproductor del disco. Una vez que tuve suficientes temas, los empecé a tocar, y la verdad es que los toqué bastante, acá en Argentina, pero también en España la última vez que viajé, en todo tipo de situaciones. Todo eso con la pandemia se cortó y tras un par de estos shows online, advertí que, hagas lo que hagas, va a quedar registrado, así que mejor hacer un disco que suene como me parece que tiene que sonar”.
“Mi idea original era que fuera tipo el primer disco de Bob Dylan, guitarra y voz, y ponele que alguna percusión, lo mínimo. Pero luego, escuchando y charlando con Sebas, me fui convenciendo de ser más flexible, y una vez que le grabás algo a alguna canción, luego las otras también lo piden”. Fue así que la colección de canciones de Piccolini se fue nutriendo con el alientos y pulsaciones de Tito Losavio, Alejandro Terán, el Moska Lorenzo, el Colo Belmonte, Fernando Samalea, Martín Aloe, Martín Bruhn, Gustavo Senmartín y Daniel Melingo. “Luego las mezclas las hicimos con Eduardo Herrera, también acá en casa”.
“Los arreglos contraatacan”, pienso, pero cuando habla Piccolini me parece buena idea hacer silencio. “A medida que fuimos sumando elementos, empecé a notar cosas que nunca me habían pasado, por ejemplo grabar algo y pensar ‘claro, por acá pasó León Gieco o Santaolalla, o Peteco...’ E incluso la sorpresa de un día encontrarme pensando ‘por acá pasó Waldo de los Ríos’”.
Este artículo fue publicado en la edición de septiembre de 2021 de Rolling Stone Argentina.