El director mexicano de “La forma del agua” habla de su adaptación de una novela pulp clásica de los años 40, con Bradley Cooper, Rooney Mara y Cate Blanchett
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Guillermo del Toro tiene dos sonrisas. La primera es una media sonrisa que encandila, con la boca entreabierta que transmite puro entusiasmo infantil. Pasen algún tiempo con él y verán esa sonrisa una y otra vez. Está ahí cuando el chef de un restaurante de Toronto le cuenta, a este director mexicano de 57 años que ya ha ganado el Óscar, sus especialidades, está ahí cuando Del Toro recuerda haber visto una película rara de la década de 1930 en la tele a altas horas de la noche, o cuando recomienda a un oscuro escritor de terror del siglo XIX que tenés que leer sí o sí. Es la sonrisa que tiene cuando reparte órdenes gentilmente a su equipo de posproducción (“Ese trueno debe subir dos decibeles a la izquierda”).
Pero hay una segunda sonrisa que ocasionalmente le sale: las comisuras de su boca todavía apuntan hacia arriba, aunque los labios están tensos. Es una sonrisa con una sombra al acecho. Es esa mirada cuando habla de los últimos cinco años, que estuvieron marcados por el amor y la muerte, algún altibajo extremo y varios pozos ciegos. Del Toro empezó un nuevo capítulo de su vida, pero también miró a su alrededor, vio desesperación y se sintió un poco roto por dentro.
“Solía decir en broma que cada película que hago es una autobiografía –dice–. Pero en realidad lo digo en serio. Cuando hice La forma del agua, quería que fuera una canción de amor, una afirmación de la vida. Pero es como que…”. Pone los codos sobre la mesa y se inclina. “¿Sabés cuál es la otra cara del sueño americano, no? Es una pesadilla. Tuve una sensación de fatalidad total. Entonces, cuando la gente pregunta: ‘¿Qué hay de la nueva [película]?’. Cada película es dónde estaba en ese momento”.
Se pueden decir muchas cosas sobre los perversos placeres de la nueva película de Del Toro, El callejón de las almas perdidas (que se estrena el jueves 27 de enero en Argentina) pero definitivamente no que sea una canción de amor. Esta adaptación de la novela pulp de 1946 de William Lindsay Gresham trata sobre un trabajador de una feria de atracciones, Stanton Carlisle, que aprende los trucos del oficio de mentalista y aprovecha su número en un club nocturno para estafar a la alta sociedad. Es una película sórdida, que prefiere caminar del lado más oscuro de la calle. Ni siquiera el fotogénico elenco (Bradley Cooper es Stanton; Rooney Mara, su objeto de interés romántico; Cate Blanchett, Willem Dafoe y Toni Collette los secundan) evita que se filtre una profunda sensación de pesimismo. El personaje más empático quizás sea el que les arranca la cabeza a los pollos de una mordida, en su bizarro número de feria de atracciones, para ganarse su botella diaria de aguardiente.
Retroestilizada o no, el ecosistema de chantas del bajo mundo escénico y estafadores narcisistas de El callejón de las almas perdidas la convierte en una de las primeras películas que refleja la era de Trump. También marca una ruptura seria con los thrillers sobrenaturales, la fantasías exquisitas y retratos de monstruos hermosos a los que nos tiene acostumbrados el guionista y director, que alcanzó su punto máximo cuando su romance de 2017 entre una mujer y un hombre-pez, La forma del agua, se llevó cuatro Óscar, incluidos Mejor Director y Mejor Película. En El callejón de las almas perdidas, lo más parecido a un típico toque gótico a la Del Toro es un frasco que conserva a un feto deforme, que tiene la frente dividida por la mitad y un globo ocular gigante. “Si hubiera hecho esta película en otro momento de mi carrera –bromea el director–, ese bebé probablemente habría sido el protagonista”.
No es difícil imaginarse, al ver a Del Toro, al nene de Guadalajara que aprendió inglés para poder leer las revistas de cine de terror de Hollywood, que pidió para Navidad una raíz de mandrágora (para practicar magia negra, les dijo a sus padres), que leía los libros de medicina de su papá y declaraba tener todas las enfermedades conocidas por el hombre (triquinosis, cirrosis, una hemorragia cerebral…), que fue criado, según dice, “en un catolicismo morboso”. Podríamos imaginarnos también al adolescente Del Toro, traumatizado con la violencia que campeaba en las calles de su barrio, refugiándose en sus películas Super 8 sobre las salvajadas más espectaculares, encontrando consuelo entre villanos ficticios, años después, cuando un grupo de criminales reales secuestró a su padre en 1998 y amenazó con matarlo durante 72 días.
Las ferias de monstruosidades han sido la zona de confort de Del Toro, por ejemplo cuando lanzó su propia compañía de maquillaje y efectos especiales, Necropia, o cuando incluyó una réplica a tamaño natural de un personaje de una película de culto (Freaks, de 1932) en uno de sus tres museos personales de memorabilia cinematográfica. Este es un hombre que nunca conoció a un monstruo que no amara. Pero cuando estaba en el tren de procesar todo lo que Estados Unidos, y él personalmente, habían atravesado los últimos años, sabía que tenía que enfrentarse a la bestia que llevaba dentro. “Siempre digo: ‘Sí, hago películas con monstruos’”, admite Del Toro. “Pero los peores monstruos que muestro son los humanos”.
Del Toro escuchó hablar por primera vez sobre El callejón de las almas perdidas a principios de la década de 1990, cuando solo había dirigido algunas cosas para TV en México. Todo fue un acto de sugestión, según Ron Perlman, un colaborador que se convirtió en gran amigo después de que el director lo eligiera para su debut como director en 1993, Cronos, sobre un objeto misterioso que convierte a un anticuario en vampiro.
“Estábamos cenando y yo, envalentonado, defendía mi postura de que las remakes son un acto de cobardía”, dice Perlman con una sonrisa. “Es de vagos hacer remakes, le decía, especialmente si la película es una obra maestra. Pero hay una película que merece su remake y es El callejón de las almas perdidas. Y no solo eso: debe hacerla alguien que entienda que, en el centro del asunto, hay un hombre y un monstruo”.
Intrigado, Del Toro logró rastrear una copia de la película de 1947, así como la novela de Gresham, que venía con una tórrida historia de fondo: el autor había estado en el bar con un compañero de bebida que lo entretuvo con cuentos sobre las ferias ambulantes y las profundidades a las que un triste alcohólico puede llegar por su adicción. La historia obsesionó tanto a Gresham que escribió El callejón de las almas perdidas como una especie de exorcismo. También le agregó varias obsesiones personales, incluida la lectura del tarot y el psicoanálisis. El libro fue prohibido, en su momento. Las ediciones posteriores salieron a la venta, pero censuradas. Gresham se quitó la vida a los 53 años, en el mismo hotel de Manhattan donde había trabajado en la novela.
El cineasta encontró que la película y la historia de Gresham eran tan conmovedores como perturbadores. Y habiendo aprendido a leer el tarot de niño, en México, Del Toro compartía la fascinación del escritor por las artes adivinatorias: “No digo que sea algo mágico, pero hay una conexión entre las cartas y el subconsciente”, aclara.
Sin embargo, cuando comenzó a averiguar sobre la posibilidad de adaptar el texto, inmediatamente se topó con obstáculos. Fox no estaba interesada. El proyecto quedó envuelto en cuestiones de derechos. “Y, número tres”, dice Del Toro, “nadie me conocía”.
Pero siguió adelante, forjando la carrera que convirtió al niño obsesionado con los cómics, Frankenstein y las cosas que te desordenan profundamente la psique, en el cineasta aclamado por la crítica que es hoy. Su historia de fantasmas de 2001, The Devil’s Backbone, y el cuento de hadas de 2006 El laberinto del fauno, las dos ambientadas en la Guerra Civil española, lo establecieron como un director capaz de combinar lo horrible, lo fantástico y lo folclórico de manera singularísima. Hizo una película de Marvel (Blade II) antes de que estuviera de moda. Su gusto por el llamado “arte pop bajo” era capaz de inclinarse a cualquier altura, desde romances góticos (La cumbre escarlata) hasta películas de robots gigantes y monstruos (Titanes del Pacífico). Pero El callejón de las almas perdidas languidecía. Hasta que dio con la persona indicada, que lo convenció de que él era el candidato perfecto para la remake.
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Según Del Toro, estaba terminando su “canción de amor”, La forma del agua, cuando su matrimonio de 30 años también aceleró su final. Del Toro había conocido a Lorenza Newton cuando los dos estudiaban en la universidad en Guadalajara. Se casaron en 1986. Con dos hijas y después de compartir tres décadas con Newton, el director es extremadamente cauto al hablar del tema. La segunda sonrisa está muy presente en este momento. “Siento que tengo permiso para hablar de mí mismo”, dice, eligiendo sus palabras con cautela. “Pero no creo que tenga el derecho a hablar de otra persona”. La pareja se separó alrededor de marzo de 2017, dice Del Toro. En septiembre de ese año, tres meses antes del lanzamiento de La forma del agua, ya estaban oficialmente divorciados. Al año siguiente, en marzo, Del Toro se presentó a la entrega de los Óscar con una chica nueva. Al recibir el premio al Mejor Director, habló sobre ser un inmigrante y dijo que el arte borra fronteras. También le agradeció a “Kimmy”, la guionista de cine Kim Morgan, quien lo había acompañado (con gran revuelo) en la alfombra roja. Del Toro se había puesto en contacto con Morgan meses antes, a propósito de un artículo que ella había escrito. “Era algo sobre Badlands o Barry Lyndon”, dice Morgan. “Son dos películas que nos encantan”.
Comenzaron a escribirse y, cuando ella le dijo que vivía en Los Ángeles, Del Toro le propuso que se encontraran en el local de Last Bookstore, en el centro de la ciudad. En la librería, “empezamos a hablar de los libros que nos gustan”, dice Del Toro. Saber que los dos eran enloquecidos fans de El callejón de las almas perdidas, la película y el libro, fue una sorpresa para ambos. Para diciembre de 2017, ya estaban de novios. También habían estado dándole vueltas a la idea de un proyecto. Morgan le decía siempre: “¿Qué pasa con El callejón de las almas perdidas?”. Del Toro tenía una oportunidad en Fox, gracias a un contacto. De repente parecía posible. La película también lo ayudaría a canalizar lo que veía suceder en el país donde se había radicado y en el que un presidente descaradamente racista decía que los mexicanos eran “violadores” y avivaba las llamas del odio.
“Como mexicano, me sentí particularmente vulnerable”, dice Del Toro. “Me despertaba todas las mañanas pensando: ‘A ver, ¿cuál va a ser el titular de hoy? ¿Estamos en guerra?’. Me sentí como abajo de una nube negra. Hay una línea en la película, que terminamos sacando: ‘Sé cuando algo está bien y sé cuando algo está mal, y últimamente veo mucho de lo uno y nada de lo otro’. Eso sentía en ese momento”.
Morgan y Del Toro ya estaban trabajando en el proyecto cuando aparecieron juntos en los Óscar. En poco tiempo, el cineasta había sido reconocido por la Academia, había hecho público un nuevo romance y había encontrado un proyecto que podía usar para sacar la desesperación de su sistema nervioso. Y poco después de la ceremonia, murió su padre.
Del Toro habló muchas veces sobre el papel que su padre jugó en su vida, contó que había heredado su hipocondría cuando era niño y que, cuando su padre tenía que viajar a Houston por temas médicos, lo llevaba como traductor y lo recompensaba con “una bolsa de cómics por el valor de 100 dólares”. Del Toro también contó el momento en el que pagó el rescate a los secuestradores para salvarle la vida. Guillermo estaba con su padre cuando murió. Admite que ese momento le cambió la vida.
“Una cosa es pensar en la muerte de tu padre y otra es vivirla”, dice. “Cuando uno se queda sin su papá, es como reflexionar sobre qué significa ser padre, hijo, hombre… Y entonces, ¿cómo expresar una pérdida a través de tu trabajo? Me he hecho esa pregunta desde Hellboy: ¿Qué hace que un hombre sea un hombre? ¿Son sus comienzos? ¿Su final? Es algo con lo que también peleamos en El callejón de las almas perdidas. Pero la urgencia de la respuesta aumentó después de que mi padre se fue”, señala. “Y la respuesta es que no hay respuesta”.