La bajista habló de cómo fue ingresar a la banda en 1993, los 10 shows que abrieron para Rolling Stones y el recuerdo de Alejandro “Bocha” Sokol
- 16 minutos de lectura'
Profesa un perfil tan bajo como la frecuencia de los sonidos que salen de su arma de elección: un bajo Fender Jazz, casi siempre; a veces, un Sadowsky Metroline MV4 Vintage de cuatro kilos. Dice que agradece haber nacido en envase chico para compensar esa bravura de carácter que, a simple vista, puede pasar inadvertida, bien disimulada detrás del fleco castaño desmechado, el metro y medio y la sonrisa tenue, casi imperturbable.
Gabriela Martínez es la cara femenina de Las Pelotas, una banda de culto, heredera del mito de Sumo y Luca Prodan. La única gran banda de rock nacional, masiva e independiente a la vez, con una mujer entre sus filas. Una agrupación de más de tres décadas en la que conviven figuras y fantasmas como el de Luca y su amigo y primer frontman, el carismático y descomedido Alejandro Sokol. También detrás del liderazgo de Germán Daffunchio. Pero, a pesar de la rotación falocéntrica de Las Pelotas –y del rock argentino, en general–, Gabriela es la amalgama humana y creativa que mantiene las piezas en su lugar desde su llegada, en 1993. Una estructura sólida sobre la que se edifican la poesía y la comunión entre el cantante, la bajista, el batero Gustavo Jove; Tomás Sussmann, en guitarra; el tecladista y productor Sebastián Schachtel, y Alejandro “Pollo” Gómez Ferrero, trompetista y percusionista.
Acostumbrada a codearse entre muchachos, pero educada en un liceo de señoritas con interventora estatal, Gabriela pidió tomar clases de guitarra a los cinco años, después de presenciar una peña folclórica que la hipnotizó durante unas vacaciones con sus padres en Salta. Así, las partituras llegaron a su educación antes que las palabras en un conservatorio de barrio, a la vuelta de la casa familiar en Almagro, con una guitarra criolla que era más grande que ella. Hasta entonces, todo su universo se concentraba en Almagro, pero la entrada al Conservatorio Municipal en 1984 le abriría un portal a otra dimensión, donde las interventoras educativas no la amonestaban por usar las medias bajas o correr por los pasillos. Fue la bisagra mental entre el rigor educativo y la sensibilidad creativa, la estela oscura que permanecía aún en los primeros años postdictadura y la libertad de entrar a un nuevo universo de percepciones; la ley y el control versus la ebullición de los ochenta.
Cuando cumplió 18, revoleó la guitarra criolla con la que sacaba de oído canciones de los Beatles, Rolling Stones y The Police para tocarle la puerta a su vecino, Carlos Alberto “Machi” Rufino, después de comprarse con los ahorros de su regalo de cumpleaños un Faim Precision, su primer bajo de industria nacional. No conocía a nadie que tocara ese instrumento, que ella veía exótico, pero le gustaba por la función que cumplía como columna melódica de la canción.
“Siempre fui muy fan de la música de Spinetta y, cuando arranqué las clases, Machi me quiso llevar hacia el jazz, pero era un poco vaga para el estudio. Su legado más importante fue el amor por la música y el instrumento y aprender a sacar el sonido de los dedos y desarrollar mi propio groove. Me contó, por ejemplo, que no usaba compresor. Y hoy yo tampoco lo uso en vivo”, comenta la bajista y explica que aquel integrante de Pappo’s Blues e Invisible le hizo comprender la importancia de la presión manual, la duración de las notas y los silencios. Aprender a tocar el bajo, dice, fue asumir un destino musical colectivo, un camino que la llevó a tocar, primero, con Rey Tinto a principios de los noventa, para luego formar parte de la banda que hasta hoy lleva editados once discos de estudio.
“El rock me salvó la vida. Me sacó de la mediocridad y de pertenecer a una sociedad espantosa de adolescente como la escuela de señoritas para llegar a conocer a gente diferente. Me dio herramientas para ponerme a tocar el bajo sin importar que no hubiera otras minas tocando (risas). El rock es esa fuerza que necesitaba para aprender a plantarme”, define.
Tras la muerte de Luca y la separación de Sumo, entre las sierras de Córdoba y los pagos de Hurlingham, Las Pelotas nace a finales de 1988 sobre cierto ska trepidante, riffs rockeros, canciones de melodías simples y baladas reggae. Con una primera formación integrada por Alejandro “Bocha” Sokol como cantante, Germán Daffunchio, en guitarra; el baterista Alberto “Superman” Troglio y Willy Robles en el bajo. Al poco tiempo se sumarían Tomás Sussmann como guitarrista y Guido Nilsenson, en reemplazo de Robles, que luego volvería a cambiar por Marcelo Fink para el primer álbum, Corderos en la noche (1991), grabado en clave postpunk rural en las caballerizas de la casa de otro gran amigo (y ex compañero de colegio en Escocia) de Luca, Timmy McKern, en Nono, Traslasierra.
Por el juego de las sillas de bajistas también pasarían Marcelo Scasso y Beno Guelber, el último músico antes de la llegada de Gabriela, que coincidió con la salida de Troglio y la entrada del baterista definitivo, Gustavo Jove.
Por las noches, la bajista daba sus primeros pasos rockeros entre sótanos y tugurios. De día habitaba los pasillos del Sindicato Argentino de Televisión, en un trabajo de secretaria que odiaba, pero pagaba las cuentas. “Las Pelotas estaba sin tocar. Se habían ido Superman y Beno. Félix, el ingeniero de sonido de ellos, que también era el de Arpegios y me conocía, me dijo que les iba a pasar mi número porque estaban probando músicos”, dice Martínez. Recuerda también haber ido a una audición con las canciones del primer disco aprendidas, para luego pifiar el tempo en una jam de reggae posterior. Daffunchio y Sussmann le dijeron entonces “gracias, todo bien”, y después de la prueba se volvieron a Córdoba. No creyó haber quedado seleccionada, así que se olvidó del asunto. Pero a la semana, leyendo el Suplemento Sí, de Clarín, en una oficina del sindicato, se bocha de que Jove era el nuevo baterista y ella, la bajista de Las Pelotas.
“Todavía me acuerdo de la primera vez que la vi a Gabi. Cayó a la sesión con una riñonera y un bajo lindísimo, negro, de clavijas doradas. Desde el primer momento noté que se acercaba a la batería. ¿Viste cuando te das cuenta de que un músico toca en equipo? Más que bajista, es una música que toca el bajo. Tiene clarísimo el concepto de tocar y componer para la canción”, aprecia Jove.
Lo curioso es que Martínez y Daffunchio tenían una conexión previa a todo esto. En giro extraño de la trama pelotera, resulta que, sin la intervención del padre de la bajista, Germán Daffunchio no hubiera existido. Tal vez, Las Pelotas, tampoco. Baldomero Martínez trabajaba como contador fiscal en el Tribunal de Cuentas de la Nación auditando los gastos del Estado pero, al comenzar su carrera administrativa como cadete, ofició de celestino entre los padres de Germán. “El papá de Gabriela llevaba y traía las cartas de amor y flores que mi papá le escribía a mi madre en una oficina pública. Ya estábamos unidos”, recuerda el cantante de la banda, a través de una llamada desde las sierras de Córdoba.
Gabriela y Germán se enteraron de esta conexión cuando la banda ya estaba consolidada, por un comentario casual del padre de Gabriela y, años más tarde, la madre del líder confirmó la historia.
Las Pelotas es la banda nacional que más veces tocó como telonera de los Rolling Stones. “Fue algo monstruoso y todavía recuerdo la ansiedad de los tres días previos al primer show, que no me dejaba dormir. Veníamos de tocar en sótanos de galerías como Arpegios y lugares como Cemento, no éramos una banda conocida. En el país tampoco estábamos acostumbrados a estos shows gigantes y ver a una banda que se moviliza con un equipo de más de cien personas y camiones llenos de equipos fue algo que me marcó de por vida”, recuerda Martínez a través de una videollamada, mientras ceba mate con su perro salchicha, Whisky, sentado sobre la falda, desde la casa de su pareja en Vicente López. De los diez shows que abrieron para sus majestades satánicas –en 1995, 1998 y 2006, todos en el estadio de River Plate–, con los primeros cinco Gabriela se compró la casa en Boedo donde todavía vive.
Las Pelotas también tienen asistencia perfecta en el festival Cosquín Rock, desde sus inicios en 2001 hasta el último recital masivo prepandémico en Santa María de Punilla, a principios de febrero de 2020, y participaron hasta de la edición digital organizada en agosto, en reemplazo de la planeada para los festejos del vigésimo aniversario, cancelados a raíz del aislamiento por el Covid-19. El coronavirus dejó a la banda flotando en una bruma espesa de incertidumbre con un disco nuevo abajo del brazo. Es así, el decimoprimer álbum de estudio, honesto, existencialista y luminoso y de diez canciones grabadas entre los estudios Los Ángeles, en Nono, y Romaphonic, amplía el universo musical pelotero. La banda ya no se muestra tan contrariada con el mundo, desde un lugar catártico, y da paso a nuevas baladas clásicas como “Mira” y “Ya lo sabés”, y suma arreglos de cuerdas ideados por Sebastián Schachtel para “Hasta que el sol”, ejecutados por Alejandro Terán y Javier Casalla como invitados. También hay lugar para las canciones más filosas, al margen, como “Nadie fue” y “Al final qué somos”, en clave rock, con la distorsión como protagonista.
A la bajista se le ilumina la sonrisa cuando habla del proceso compositivo de la banda. Lo describe como mágico, de disfrute colectivo, donde la confianza e intimidad es sólida y se permiten jugar e intercambiar instrumentos para ver qué surge de la improvisación. Lo mismo le pasa con la lírica de Daffunchio, que la moviliza e interpela. Más allá de alguna excepción, Martínez no exploró su arista poética y lo adjudica a una barrera creativa personal. “Con los años aprendimos a hacer discos y a complementarnos. Al principio íbamos a Córdoba a zapar, volvíamos con un par de ideas nomás y costaba mucho que un disco tomara forma. Ahora, cuando entramos al estudio, ya sabemos qué quiere tocar cada uno, con qué sonido, y buscamos que no se pierda la emoción de hacerlo en la primera toma”, comenta acerca del nuevo material.
Ella eligió el bajo como sonido propio dentro del grupo, pero volvió al instrumento de su infancia en 2005, cuando el marido de su prima, el cineasta Eduardo Félix Walger, le propuso componer la música del documental Madres, un relato testimonial de la línea fundadora de las Madres de Playa de Mayo: “Había tres horas de relatos de 17 de ellas y, durante un mes, veía el documental y lloraba sin parar, hasta que pude sentarme a armar la música. De ese momento me volví a amigar con la guitarra criolla y no me separé nunca más”, se ríe.
El álbum nuevo ya había hecho rogar su salida, demorado por las elecciones presidenciales de 2019, y recién lo dieron a conocer en marzo del año pasado, una semana antes del inicio de la cuarentena y del show en el Hipódromo de Palermo. Si el microestadio de Ferro, donde presentaron Basta, en 2007, albergó a 13.000 fans extasiados, el 25 de abril de 2020 iban a tocar ante 20.000 corderos nocturnos, en el recital más convocante de su carrera. “Veníamos ensayando todas las canciones durante un mes. Estábamos preparando la lista de temas, los invitados especiales, y nos quedamos pedaleando en el aire”, dice Martínez mientras se aprieta las manos y hace sonar las articulaciones. Manos que hablan de un oficio, con falanges fuertes como las de una obrera o deportista, uñas tan cortas como las de quien se las muerde. Son las manos de quien domina un bajo de casi cinco kilos de madera, que desliza, presiona y golpea con precisión y maestría a través del mástil de ébano.
No solo dejaron de pensar en la fecha del Hipódromo, sino que ahora ni saben siquiera cuándo volverán los espectáculos masivos ni cómo serán los próximos shows, cuáles serán las restricciones y los protocolos frente a la segunda ola de coronavirus en Argentina, a principios de abril, con más de 20.000 contagios diarios. El año 2020 para la bajista fue un discurrir entre su nueva casa en Nono, donde se hospeda cuando viajan a las sierras, su hogar en Boedo y el de su novia, entre noches de insomnio, lecturas de Aldous Huxley esporádicas sin libido ni concentración y zapadas en pareja con canciones de Fabi Cantilo, Las Pelotas y otras bandas de rock nacional.
A Gabriela se la ve siempre al borde del escenario, como a punto de zambullirse, saltando en su pogo personal o recorriendo las tablas en busca de la complicidad de sus amigos. Siempre contundente, alegre, al compás de grooves sólidos. Pero esta no es la ocasión. Es la noche del sábado 11 de septiembre de 2010 y Las Pelotas toca en el Luna Park ante siete mil personas. Pasaron 576 días desde que el Bocha Sokol falleció al mediodía, luego de sufrir un shock cardiorrespiratorio a los 48 años en la terminal de ómnibus de Río Cuarto. El ex cantante estaba alejado de la banda hacía más de un año, transitando su camino como solista, entre senderos empinados de luces y sombras.
La bajista aparece en el escenario con su metro y medio junto a una guitarra electroacústica ahuecada. La guitarra es, a la vez, presencia y ausencia: falta su cuerpo denso y brillante, pero la silueta de palosanto y su sonido de cuerdas escoltan a la música en “Menos mal”, una balada melancólica compuesta por ella y Sokol para el disco Para qué, que no suelen tocar en vivo, pero que Gabi se la canta ahora con los ojos entrecerrados, casi como una carta abierta al cielo. A su izquierda, Sebastián Schachtel la acompaña con unos sintetizadores suaves mientras que, a la derecha de la bajista, permanece un micrófono ubicado para alguien de mayor altura y una silla fría. Al terminar, Martínez apoya su mano derecha, pesada, en el pecho y dice con voz apurada: “No hacen falta palabras”, mientras el estadio se cae abajo en aplausos.
-¿Cómo fue tu relación con Sokol?
- Fue el primero del grupo con el que entablé una relación de amistad. Cuando Germán y él venían de Córdoba paraban en mi casa y así nos fuimos conociendo. Ale era el frontman que más me gustaba, el más interesante de ese momento, pero también era poco predecible arriba del escenario. Si bien tenía mucho carisma era una persona difícil para trabajar en grupo porque le costaba meterse en el estudio a componer y mucha gente de su entorno lo quería convencer de dejar la banda, que le iba a ir mejor como solista. Y se lo terminó creyendo. La banda funcionaba como un sistema de contención para él y estuve muy enojada con esta situación durante años. Me llevó un buen tiempo superarlo, poder entenderlo. Ale no estaba bien. Tenía una enfermedad y yo no podía hacer nada aunque intenté hablar con él varias veces. Con los años pude entender que esos monstruos se le venían encima.
Debe haber sido difícil seguir con la banda sin él...
Fue todo un desafío. Mucha gente pensaba que no íbamos a poder seguir y no conseguíamos que nadie pusiera dinero para las grabaciones de Despierta (2009) porque no nos tenían fe de poder continuar. Justo nos proponen hacer una versión para un disco de León Gieco y nos dan horas de estudio para grabarlo, así que aprovechamos y grabamos “Que estés sonriendo”, un reggae que veníamos trabajando. Ahí nos propusimos componer el disco nuevo. El proceso se dio de una manera muy natural, pero no sabíamos si se iba a vender o escuchar. El planteo en ese momento fue el de tomarlo como un nuevo comienzo, y nos hizo muy bien como grupo.
El carácter apacible, sereno y amigable de Martínez parece inalterable desde afuera, pero una vez casi se va a las manos con una periodista que le preguntó “qué se sentía ser la concha de Las Pelotas”, una pregunta recurrente hacia ella que todavía detesta, entre miles de entrevistas hechas en treinta años. Aún cuando la composición de las canciones se realiza de manera colectiva, a Martínez siempre le cae el mismo interrogante. “Entré a una banda de rock de tipos, pero no era consciente de ser una de las únicas mujeres, ni si eso me allanaría el camino. Hoy me doy cuenta de que sí era una cosa extraña, pero en ese momento todos nosotros éramos bichos raros, y esa candidez me permitió transitar el camino con naturalidad”, dice Martínez. Aunque agradece su lugar de pertenencia, reconoce y valora que hoy la sociedad sea diferente, que cada vez aparezcan más músicas talentosas y que habite entre ellas una sororidad mucho más poderosa.
En su casa, Gabriela creció con una figura femenina potente. “Mi vieja era la ley –se ríe la bajista desde el patio de la casa de su pareja–. Era la jefa de Decretos en Casa Rosada y trabajó con los militares, con Alfonsín, Menem, escribió los decretos con todos”. Pero más allá del modelo de crianza activo, Martínez padeció la falocracia doméstica. Desde la diferencia entre ella y su hermano a la hora de levantar los platos hasta la decisión de que, a los 15 años, empezara a psicoanalizarse por su identidad sexual.
“Supongo que creyeron que era algo que se podía solucionar con terapia. Siempre tuve una buena relación con ellos y terminé compartiendo la mesa con mis padres y mi pareja, pero fue un tema difícil de tratar”, reflexiona y dice que además, si bien nunca se le ocurrió pensar en la maternidad, y menos entre shows y giras, no lo vive como algo pendiente y que, de alguna manera, se convirtió en una referente femenina para sus sobrinos –de veintipico y treinta años– hace dos veranos, cuando su prima hermana falleció súbitamente de un aneurisma cerebral. “Cuando yo crecí no había mucho lugar para la maternidad de una mujer gay y me alegra saber que hoy el mundo es diferente al que me tocó a mí: uno en el que una mujer gay puede autopercibirse, tener con quien compartirlo y proyectar una maternidad deseada como algo factible”.