Leé la reseña de la película de Natalia Meta, con Érica Rivas como protagonista, que después de estrenarse en el Festival de Cine de Berlín 2020, justo antes de la pandemia, llega a las salas argentinas
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El prófugo
Con Érica Rivas, Nahuel Pérez Biscayart, Daniel Hendler, Cecilia Roth, Guillermo Arengo
Dirección: Natalia Meta
3 estrellas y media
¿Qué es la realidad? Inés (interpretada por Érica Rivas) nunca se lo pregunta, al menos de manera consciente, a lo largo de El prófugo, pero su peregrinaje a un estado de vigilia cada vez más alejado del que solía conocer permite que el interrogante se ubique en el centro de la escena. El segundo largometraje de la argentina Natalia Meta, cuya anterior Muerte en Buenos Aires no llegaba a cumplir todos los objetivos de sus ambiciones, está basado libremente (inspirado sería una expresión más adecuada) en El mal menor, la novela de C. E. Feiling publicada hace 25 años. Definido por su autor como un relato “sobre el terror, pero no de terror”, algo similar podría afirmarse de su adaptación al cine: en el descenso de la protagonista hacia un estado mental, espiritual y físico desconocido, El prófugo no intenta rehacer los pliegues del horror cinematográfico, sino utilizar algunos de sus dobleces para acercarse a un atisbo de lo indescriptible. El prólogo del film, de exactos veinte minutos antes de la aparición de la placa que anuncia el título, encuentra a Inés (Érica Rivas) iniciando unas vacaciones mexicanas con su nuevo novio Leopoldo (Daniel Hendler). Ya en los preparativos del despegue la ansiedad comienza a anidar en ella, las fobias y miedos a flor de piel, algunos de ellos verbalizados. Leopoldo intenta ayudar pero su verborragia surte el efecto contrario (“hablás más que mi mamá”, le reprochará luego Inés), y la pesadilla en pleno vuelo no hace más que presagiar males aún por venir, agazapados a la espera del mejor momento para hacer eclosión.
Terror psicológico entonces el de El prófugo, aunque la posibilidad de lo sobrenatural nunca es dejada de lado (por ese lado viene la explicación del título, que poco y nada tiene que ver con un escape de la ley). Y trauma, que tiene su origen en el inesperado desenlace del viaje de placer. De regreso en Buenos Aires, Inés vuelve a sus dos trabajos, la práctica musical en un coro femenino profesional y el doblaje de películas extranjeras. Es en este segundo ámbito, en el claustrofóbico ámbito de la sala insonorizada, donde la primera pista de lo anormal hace su aparición: doblando a un personaje de cierto film de terror japonés, entre gritos y gemidos de dolor, un extraño ruido metálico comienza a entrar sin permiso en la pista de grabación. Hay por allí algunos ecos de Berberian Sound Studio, la gran película del británico Peter Strickland, no solo por el particular espacio del estudio de doblaje sino por la utilización del sonido como promotor de la rareza y el suspenso. Más tarde, junto a sus compañeras de canto, surgirá la imposibilidad de lograr ciertas notas razonables, usualmente domadas por la habilidad y la experiencia, origen de nuevos temores y ansiedades. Los peones en el tablero se completan con Mamá, la que habla mucho (Cecilia Roth), y un joven afinador de órganos tan amable como misterioso (Nahuel Pérez Biscayart). ¿Qué le está pasando a Inés, que para colmo de males comienza a ver entre las sombras a quien le estaría totalmente prohibido estar presente entre los vivos?
El éxito narrativo y creativo de la película –que tal vez tenga un par de tropezones sobre el final, cuando la explicitación amaga con horadar el misterio– depende en gran medida de tres pilares centrales: la construcción sostenida de un clima crecientemente enrarecido, la actuación de Rivas, frágil pero decidida a llegar hasta el final, y la mezcla de sonido, que utiliza las voces, melodías y ruidos como una capa de sentido tan esencial como las imágenes o los diálogos, los explicativos y los de otro tipo, cortesía de Guido Berenblum, responsable del diseño sonoro de La mujer sin cabeza y Zama, entre otros títulos. El prófugo –cuyo estreno mundial tuvo lugar a comienzos de 2020 en la Competencia Oficial del Festival de Berlín, justo al comienzo de la pandemia– parecería ser un ejemplo acabado de aquello que muchos suelen llamar “terror de autor”. Más allá de las etiquetas, la lógica del relato vuelve a demostrar las posibilidades infinitas del terreno de lo fantástico para abordar cuestiones muy humanas y concretas, para jugar con mecanismos cinematográficos harto conocidos hasta reconvertirlos en algo relativamente novedoso.