El cantante, sobrino de la leyenda del folclore José Larralde y vocalista de Sauron y Los Antiguos, falleció el domingo a los 55 años
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Este artículo fue originalmente publicado en la edición papel de Rolling Stone Argentina de octubre de 2020.
En cuanto a la naturaleza y aspecto del horror oculto, nada pudimos sacarles a los asustados y estúpidos moradores de las chozas. Lo mismo decían que era una serpiente como que se trataba de un gigante, un demonio de los truenos, un murciélago, un buitre, o un árbol que caminaba. (El horror oculto, H.P. Lovecraft) Está el frontman del rock pesado que quiere ser malo, porque para cantar metal tenés que ser malo, y para ser más malo que la peste enhebra caras, arengas, puteadas y escupidas al piso, y aúlla y levanta los brazos con calaveras tatuadas y los baja de nuevo para pedir que canten como si animara la fiestita de cumpleaños del bebé de Rosemary crecido, y a veces con todo ese despliegue gana por cansancio y quizás no llega a asustar porque, vamos, somos gente grande, pero sí a hacer unas cosquillas inquietantes.
Y también está Pato Larralde.
La presencia escénica del cantante de Sauron y Los Antiguos no es una hipérbole ni una parrafada a la que le cuelgan adjetivos como limones maduros sino un par de frases acá y allá para que el interlocutor, por las suyas, complete la imagen. Una barba larga, un pelo canoso. Un jean y una remera negra. Una voz arenosa que endurece el cuello e hincha las venas de la frente. No te grita en la cara: te dice justo eso que no querías escuchar desde alguno de tus puntos ciegos, y cuando le contestás se queda callado. La electricidad no sale de lo que está, sino de lo que no está y acecha. Y por eso no es un monstruo: es todos los monstruos, uno distinto para cada espectador. Como él mismo canta: un infierno hecho a tu medida.
“Esas historias son el mapa de mi alma. Esa cosa que te marca. Imaginarte al Modelo de Pickman: estamos hablando del horror mismo de las entrañas. O las Montañas Alucinantes. ¿Cómo pueden ser para otro? No sé. Para mí eran una cosa inmensa y aterradora”. Pato aprendió eso de espantar con lo que subyace de Howard Phillips Lovecraft, el escritor que al morir en 1937 claramente no sabía que muchos años después bautizaría al último fenómeno de convocatoria de la escena stoner argentina (Los Antiguos son los primeros colonos de la Tierra, seres mitológicos que se nombran en varios textos del autor, pero se describen con más detalle en En las montañas de la locura) y a un disco de una de las bandas con más recorrido del mundillo pesado local (El color que cayó del cielo, de Sauron, 1999). Aquel miedo visceral −y supuestamente surreal y grotesco− que los libros le transmitieron lo preparó para lo que vendría: “Cuando me hice más hombrecito me di cuenta de que lo que leía era la novela de la tarde al lado de lo que pasaba en la calle. Como decía Morrison: el horror está constantemente entre nosotros. Veía la televisión y también veía el horror: no iba muy lejos de lo que yo estaba leyendo. Capaz que cambiaba de forma, pero no de furia”.
La puerta de la literatura se le abrió en alguna siesta fallida en Huanguelén, el pueblo de 5.000 habitantes a 80 kilómetros de Coronel Suárez del que vienen él y toda su familia, incluido su tío famoso: José Larralde, el patriarca de la milonga campera que linkea con el metal −además de por su linaje− por la veneración de Ricardo Iorio. Pato abraza sin conflicto su legado: “Tengo cosas en la lírica, en la forma de usar algunas palabras que son muy Larralde. Está en los genes de la familia. Mi abuela también escribía, a mi viejo le gustaba tocar la guitarra. Si me decís por qué me influyó: porque su poesía no tiene tiempos. Es tan cruda, tan grosa, que es como un eterno mapa de lo que pasa. Las desigualdades, la injusticia, el que si puede pisarte la cabeza te la pisa: todo eso se ha hecho tan carne en nuestra sociedad que su poesía sigue siendo atemporal”. Hasta se parece físicamente al Pampa, con la chiva entrecana hasta el medio del pecho: “Siempre me copó el look de pelos largos y barba. Mi viejo curtía bastante pelo largo para lo que era la época, lo que se podía acá. Y mi tío tenía el característico bigote unido a la patilla, como Lemmy. Igual, yo lo considero más un Johnny Cash. Con una forma un poco más sana que Johnny, porque es un chabón que toma mate”.
En los 60 los Larralde dejaron Huanguelén y se instalaron en la Capital. “Estaba destinado al rock”, dice Pato, y el universo le da la razón: de los 203 kilómetros cuadrados de Buenos Aires, justo tuvo que mudarse enfrente de los estudios ION, donde se grabó desde Candiles, de Aquelarre (1973), hasta La dinastía Scorpio, de El Mató (2012). “No tenía ni idea: yo veía entrar y salir de ahí gente muy particular. Y esos locos terminaron siendo Pappo y gente que me marcó para toda la vida”, dice. Algo parecido a “estás destinado al rock” le dijeron hace 23, 24 años, cuando vivía cortando tela para ropa mientras cantaba en Sauron y una amiga le puso fichas para abandonar el part time y sumarse al staff de la distribuidora de discos que fundó el recordado productor del heavy argentino Carlos Tórtola: “Me dijo: ‘Vos no podés estar haciendo eso. No porque no sea digno, pero vos tenés que estar al lado del rock, ¿por qué no te venís a laburar de vendedor?’. Yo no me veía con esa pasta pero ahí empecé a salir con el bolso. Que me acuerde ahora: discos de Flema, del sello NEMS de metal, y empecé a rebuscármela con eso. Después, desgraciadamente, la distribuidora cerró con la crisis y ahí empecé solo con otro loco a traer discos de afuera y a distribuir”. Hasta que la pandemia rompió todo, Pato se ganaba el mango bolsoneando CD y vinilos en rockerías: un oficio que −como él− parece trasplantado de otra época.
Los discos, como los libros, lo hicieron quien es. Entró −como cualquier pibe de mediados de los 70− por la fiebre de los Bee Gees, pero el hermano mayor de una compañera de colegio le vio −otra vez− chapa para el rock y le mostró que había otro mundo: “En un asalto me dijo ‘vení, vos tenés cara de rockero’. Yo no tenía ni idea de lo que me estaba diciendo. Me hizo escuchar los primeros acordes de ‘Estrella del camino’, de Machine Head (1972) de Deep Purple. Y hoy siento que fue como un electroshock, algo muy fuerte. Meter los dedos en el enchufe sin parar hasta hoy”.
Un primo, el hijo del Pampa, le empezó a mandar casetes grabados desde Huanguelén: Van Halen, King Crimson, Jethro Tull. “Paralelamente a eso, al entrar en el 79 a la secundaria, me fui encontrando con otros compañeros y un día uno escribió ‘Peter Frampton’ en el pizarrón. Le pregunté quién era. Me dijo ‘un músico así asá, escuchalo’. Ahí empezamos a hablar de lo que escuchaba yo, me preguntó si escuchaba algo de acá y me dijo ‘escuchá esto’. Ahí empecé con el rock nacional pesado, que me rompió la cabeza”. Entró por El Reloj gracias a Gaby, un kiosquero que le tocaba Artaud (1973) de punta a punta en una criolla en la parte de atrás del negocio y le pasó data para que llegara a Pescado Rabioso, Vox Dei, Manal y −sobre todo− el Carpo: “Me compré Pappo’s Blues Vol. III y después vi que se había grabado enfrente de mi casa. Cuando tomé dimensión de lo que pasaba tan cerca mío no pude parar más”.
Se le propone que en la Argentina de los últimos veinte años hay un nuevo metal, uno distinto en influencias, procedencia socioeconómica y costumbres que el que abrevaba en V8 y su diáspora, y Pato coincide: él, sin proponérselo, es parte de éste y de aquel, una especie de eslabón perdido. Sauron es su pata en el heavy clásico: una bestia de dos cabezas (la otra es su hermano JB) a la que llegó después de zapar con el kiosquero y de tocar en Los Reo Clásicos (“hacíamos algo medio Doors, un poco más oscuro, más The Cult”). JB tenía un proyecto a medio armar y lo convocó: primero se llamaron Río Salvaje y después, en 1992, Sauron (el antagonista de El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien, otro de sus héroes literarios). Con seis discos grabados entre 1996 y 2018, el grupo sigue activo, en paralelo con su chiche más flamante: Los Antiguos.
En 2012, Pato y amigos que venían de Avernal (Mow Houdin en bajo, Sergio Conforti en guitarra), Anomalía (David Iapalucci, guitarra), Cruz Diablo y Birror (Pablo “Huija” Andrés, batería) formaron lo que se suponía era una banda para “divertirnos” y hacer algo por fuera de sus proyectos y terminó siendo una de las principales animadoras de este nuevo heavy del que hablábamos, el que no reniega de Hermética pero tiene un altar en el corazón para Kyuss y Sleep: esa revuelta heterogénea e inclasificable conocida como “stoner”.
“De los noventa y pico para acá apareció lo que fue este nuevo movimiento, muy importante a nivel nacional. A la cabeza obviamente están Los Natas, gente que supo llevar mucho del rock pesado argentino transformado y con una química muy propia, más allá de las influencias. Supieron tomar lo mejor de esos discos de Aeroblus y Pappo’s Blues y llevarlos a una cuestión que trascendió el metal tradicional nuestro, y ahí captaron a un público que renovó la escena”, dice Pato. Los Antiguos se hicieron bandera en esta nueva audiencia, más joven y en general menos obrera que la del heavy de siempre: pasaron de telonear a bandas amigas a tocar en Niceto, en Uniclub, en Vorterix, en Groove. De asomarse con Simple (2013) a instalarse como un sacudón con peso propio en Madera prohibida (2015) y confirmar que lo suyo no va a quedar en un veranito con Oro para las naves (2019).
Claro que este metal, dicen aquellos metaleros, capaz que no es metal. A Pato, que es de acá y de allá, le importa tres carajos: “Esto de los rótulos es muy jodido: te saca del metal porque no te vestís tan de negro o porque tocás en Palermo. Yo no soy tan radical en ese sentido. Hay gente que dice ‘no, esto no es metal’. Bueno, depende desde dónde lo mires. Si escuchás los primeros discos de Judas Priest son recontra re rockeros, son casi hasta Molly Hatchett. Y sin embargo, ¿vas a discutir que Judas Priest hace heavy metal? No lo puedo discutir ni en la guillotina. Depende de quién quiera tomar la baraja”. El nuevo rock pesado, entonces, viene acompañado de un cambio de etiqueta que abre el juego a, por ejemplo, poder ser vegano sin que venga un talibán a tirarte con un estereotipo por la cabeza.
“Yo no voy a renegar con el carnívoro, si durante cuarenta años comí carne. Hay decisiones que uno toma en la vida en determinado momento que tienen que ver con algo que uno tiene que cambiar. Si yo hubiese insistido con las cosas que hacía estaría muerto”, dice. Los golpes de timón son personales, desde ya, pero vistos en contexto también son políticos: sentirse bien y estar sano es, en un punto, romper con décadas de tradición y no hacer lo que se supone que debe hacer un rockero bien machazo.
Pato leyó la edición de Rolling Stone de julio en la que Madera prohibida figura entre los 40 discos esenciales del metal argentino. “En la revista de ustedes Rob Halford habla de lo que fue contar su orientación sexual. Es algo que deberíamos haberlo tenido desde hace un montón, porque el loco lo pudo decir recién en los 90. Me parece que eso es algo que no tiene ni que cuestionarse: las libertades individuales. Y lo que uno consume está entre las libertades individuales”, dice. Sus letras lo respaldan: la bronca le hierve la sangre, pero nunca pifia el tiro. En ese sentido, su canción más explícita es “HPV”, donde dice “no me molesta tu casa, tu parque, tu perro o el gato de tu mujer, si sos hijo de hermanos o primos no me molesta, pero sí me molesta tu religión, hacedora de miserias, usurpadora de tierras”. El problema nunca es la espiritualidad, sino quien se arroga el monopolio. “‘HPV’ es una manifestación de postura total. Siento que todas las religiones te traicionan en un punto. Y si no te traiciona la religión, te traiciona quién la ejecuta. Es un manifiesto filosófico. Pedorro, porque no soy Nietzche, pero es lo que me sale. Es la forma de sacar lo que me pasa en una parte del alma”, dice.
Y entonces va y se planta en el medio del escenario y ya no es Pato Larralde de Huanguelén, el hijo de Hugo, el sobrino del Johnny Cash argentino, el vegano que cree que los extraterrestres nos miran, el que mata la cuarentena −cómo no− leyendo, y el que, si le pinta, saca Reign in Blood de Slayer del tocadiscos y pone uno de Jeff Buckley. Es otra cosa: una entidad hostil como Nyarlathotep o Azathoth, el ogro contenido que en una charla común no existe: “No lo sé hasta que subo, es todo un misterio. Desde que te levantás hasta que llegás a la prueba de sonido, el armado, la puesta… es toda una ceremonia. Ese día lo esperás con ansiedad, te subís, tenés una hora y media de show y capaz que bajás recién al otro día a la tarde, después de descansar un poco. Uno entra un trance en el que la adrenalina te lleva a una amnesia muy loca. Estás en otro lado. Yo siempre digo: hoy voy a tirar todo porque va ser mi último show. Vamos por todo, donde sea y con la cantidad de gente que sea”.