El tráfico de personas entre México y Estados Unidos es una compleja y muchas veces violenta operación controlada por las mafias
- 34 minutos de lectura'
La pistola que tiene el chico es de juguete. Está jugando con otros dos niños de Honduras en el pedestal de un águila azteca en Reynosa, una ciudad mexicana al sur del extremo de Texas. Los tres tienen puestos barbijos, como la mayoría de los migrantes centroamericanos reunidos allí, durmiendo a la intemperie en la Plaza de la República. Es el 14 de mayo de 2021 y los casos de Covid-19 son comunes entre las multitudes de deportados que son rechazados de los Estados Unidos en cantidades récord.
Jamás llegaron tantos migrantes indocumentados al mismo tiempo al Valle del Río Grande. Muchas de las plazas de Reynosa se transformaron en campamentos como este. Tiene entre 50 y 100 carpas, alojando a cuatro o cinco personas cada una. La mayoría son de Honduras, Guatemala y El Salvador. Muchos también vienen de México. El quiosco del centro de la plaza ha sido cubierto de tantas lonas que parece una yurta. La gente hace fila para cargar los celulares con una fuente conectada a un farol público. Hay largas líneas de ropa colgada de los árboles.
En cinco días, una tormenta azotaría a este campamento y transformaría el césped en barro. Hoy es un día cálido y húmedo; el aire está quieto, el clima típico de Reynosa, 75 kilómetros hacia el interior del golfo de México. En su mayor parte, los deportados no eligieron venir a esta ciudad, que cuenta con una de las mayores tasas de homicidio en el mundo. Fueron dejados aquí por las autoridades migratorias de Estados Unidos luego de sus intentos fallidos de cruzar la frontera, en general en zonas rurales.
Esta plaza, a una cuadra del puente internacional que da a McAllen, Texas, es esencialmente un punto de recolección, donde los migrantes esperan su próximo intento para cruzar a Estados Unidos. Los acuerdos que hicieron con los traficantes, conocidos como coyotes o polleros, les permiten varios intentos. Es justo, considerando que la mayoría pagó entre 7 y 15.000 dólares, según su país de origen. Es una suma enorme (7.000 dólares supera el ingreso anual promedio en Honduras) y en general la reúnen familiares que ya están en Estados Unidos, o la consiguen vendiendo sus tierras, o bien a través de otras formas de pago incluyendo servidumbre por contrato. Pero el precio promete no solo pasar la frontera con Texas, sino un viaje hasta Houston y, en la mayoría de los casos, incluye casa, comida y transporte.
“Nos agarraron”, dice un hombre que baja del puente McAllen con jeans y zapatos embarrados. Está con otros cinco, todos con barro hasta las rodillas, que han sido rechazados por la Border Patrol. Pero sonríe y levanta un pulgar. “Vamos a intentar de nuevo más tarde. Estamos luchando por una vida mejor”.
El legado del colonialismo español, los golpes de Estado apoyados por Estados Unidos durante la Guerra Fría, la guerra contra las drogas y la expropiación de recursos naturales por parte de compañías multinacionales están entre los factores que llevaron a Honduras, Guatemala y El Salvador al borde de ser Estados fallidos. La deforestación, la pesca desregulada, la polución y, en especial, la erosión del suelo han complicado las condiciones ambientales. La gente sufre de pobreza y falta de oportunidades. A aquellos que pueden pagar las tasas de los traficantes se los considera afortunados. Es una gran inversión y el precio no para de subir, a medida que la frontera con Estados Unidos se vuelve cada vez más difícil de penetrar. Los peligros del viaje también se intensificaron, puesto que la ruta principal converge con uno de los campos de batalla más duros de las largas guerras de carteles en México.
Un par de jóvenes con shorts camuflados dan vueltas visitando grupos de migrantes. Los chalecos amarillos los distinguen como coyotitos o asistentes de traficantes: recaderos en la red de coyotes que opera desde aquí hasta Miguel Alemán, 80 kilómetros hacia adentro, un reducto narco marcado por 20 años de guerra de pandillas que fue el epicentro de las migraciones masivas de 2021.
En marzo, un periodista de Associated Press que estaba en la rivera del río del lado estadounidense en Roma, Texas, vio gente cruzando a una velocidad de 100 por hora. Los fotógrafos de la zona capturaron una verdadera flota de botes inflables y riñas entre coyotes y agentes de la Border Patrol y de la policía de Texas, que en algunos casos trataban de pinchar los botes con cuchillos para evitar que los reutilizaran.
En breve podré hablar con uno de los coyotes más prolíficos, un hombre de 36 años que se hace llamar El Comandante y dice supervisar gran parte del tráfico de humanos en esta región. Confirma lo que ya me dijeron tanto fuentes del gobierno de Estados Unidos como investigadores universitarios: que en los más de 300 kilómetros de frontera desde Miguel Alemán hasta la costa, el tráfico de migrantes se realiza bajo la tutela del Cartel del Golfo, la mafia mexicana.
El Cartel del Golfo, también conocido como CDG, La Compañía o La Mano, fue fundado en la época de la Prohibición por el legendario traficante de alcohol Juan Nepomuceno Guerra. Caso un siglo después, mantiene un monopolio brutal de todas las formas del crimen organizado en el Valle del Río Grande, incluyendo el tráfico de humanos.
“Todos los coyotes están con La Mano”, dice Sylvia Cruz, una periodista independiente de Reynosa que me mostró el lugar.
En marzo de 2021, agentes de la Border Patrol tuvieron 173.348 encuentros con migrantes indocumentados en la frontera sur, según Custom and Border Protection. Eso supone una quintuplicación respecto de marzo de 2020 y más del doble de la cantidad de choques que suelen tener los agentes en primavera. De los encuentros de marzo, 60.839 tuvieron lugar en el Valle del Río Grande, más de tres veces la cantidad registrada en la siguiente región, Del Río. El perfil más común eran las familias hondureñas. La siguiente categoría es hombre soltero mexicano. Hasta abril, una cantidad apabullante de 64.496 menores no acompañados cruzaron la frontera con Estados Unidos en 2021. Casi la mitad lo hizo en el Valley, como le dicen los texanos a esta región del estado.
Incluyendo todos los sectores, de Texas a California, la Border Patrol encontró 687.854 migrantes en los primeros cinco meses de 2021. Seguramente algunos hayan sido contados dos veces. Un decreto de salud pública emitido por el Centro para el Control y Prevención de las Enfermedades permite a la Border Patrol echar migrantes sin debido proceso ni penalidad alguna; es decir que no hay razón para que los migrantes que ya han recorrido 1.500 kilómetros o más no hagan repetidos intentos, lo que duplica los choques con los agentes en la frontera. Pero nadie con quien yo haya hablado recuerda otra época en la que hubiera tanta gente tratando de entrar al mismo tiempo. Por más estimativo que sea el cálculo, los 514.901 encuentros que registró la Border Patrol en marzo, abril y mayo señalan un influjo en la escala de un millón de personas este año.
La inmigración es un tema eternamente conflictivo en Estados Unidos. Aunque nunca tanto como durante el mandato de Donald Trump, cuyas políticas más draconianas incluían la separación de niños migrantes de sus familias como castigo o disuasión; la sanción de nuevas restricciones a los pedidos de asilo; la cancelación del “estatuto de protección temporaria” para hondureños, salvadoreños y nicaragüenses; y la expansión de barreras físicas en la frontera, el famoso muro.
El presidente Joe Biden desarmó algunas de las políticas de Trump y redujo los raids del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, pero mantuvo otras, incluyendo una interpretación de la ley Title 42 de Estados Unidos para la época del Covid según la cual las autoridades pueden expulsar inmigrantes “para evitar el contagio de enfermedades”. El Partido Demócrata está dividido entre conservadores como Henry Cuellar, de Laredo, Texas, que quiere “reforzar las leyes”, y reformistas como el alcalde de San Antonio, Julián Castro, que quiere derogar el estatuto que hace que las “entradas ilegales” sean un crimen federal.
“Este aumento que estamos viendo empezó con la última administración, pero es nuestra responsabilidad lidiar con él de manera humana”, dijo Biden el 24 de marzo. Repuso ayudas financieras a Honduras, El Salvador y Guatemala, y le dio a la vicepresidenta Kamala Harris el trabajo de liderar un esfuerzo diplomático para desviar la migración. En una entrevista reciente con Lester Holt, Harris subrayó la necesidad de tratar las “causas más profundas”, pero las únicas iniciativas que mencionó eran programas para expandir el acceso a vacunas, sistemas bancarios y tecnología. Su mensaje a los migrantes fue: “No vengan”, citando “la violencia y el peligro” en el camino desde México. Pero parece improbable que sus palabras sean acatadas. Es cierto que ninguna administración anterior lidió de manera exitosa con el fenómeno de la migración masiva desde Latinoamérica en la época del cambio climático. Si Biden tiene alguna idea nueva, aún no la comunicó.
En sus palabras, Biden mencionó a los coyotes y aludió a su práctica de dejar que la gente muera en el desierto. La gente a ambos lados del debate migratorio puede estar de acuerdo en que los traficantes de humanos son malos. Son famosos por estafar y engañar a sus clientes, en especial subestimando los peligros del viaje. Las mujeres y menores bajo su custodia son extremadamente vulnerables a las violaciones, y pueden ser vendidas para ser esclavas sexuales. Los coyotes a menudo encierran, golpean y no dan comida a sus “cargamentos”, y periódicamente causan accidentes terribles en los que mueren grandes grupos de personas, ya sea por asfixia, ahogamiento u otras causas.
El 2 de marzo de 2021, cerca de Mexicali, la SUV de un traficante con 25 personas fue chocada por un tractor, y 13 pasajeros fallecieron. Semanas después, ocho personas murieron luego de que un traficante se lanzara a una persecución con policías texanos que terminó con un accidente. Estos son solo los incidentes más recientes en una lista larga y trágica.
El negocio de traficar personas a través de la frontera está absolutamente controlado por el crimen organizado, al menos en el Valle del Río Grande. “Los carteles están más involucrados que nunca”, dice Jerry Robinette, un ex agente especial a cargo de la división South Texas del Departmento de Seguridad Nacional. “La cantidad de gente que está cruzando es un incentivo para ellos”. Si llega un millón de migrantes en 2021, y cada uno paga un mínimo de 7.000 dólares por los servicios de tráfico, se trata de un mercado negro de 7.000 millones de dólares.
Los cambios geográficos y demográficos en los patrones migratorios también contribuyeron a un mayor control del cartel sobre los coyotes. “En 2008, 2009, 2010, 2011 –dice Robinette– todos cruzaban por Arizona”, y la mayoría eran mexicanos. La respuesta fue la militarización de la frontera del desierto de Sonora en Arizona, que empezó bajo la administración de Obama. Pero los flujos migratorios se desplazaron hacia el sudeste, hasta el pico más profundo de Texas, el punto más cercano a Centroamérica, de donde viene ahora la mayoría de los migrantes.
Esta no es la frontera desértica alrededor de El Paso y Ciudad Juárez que existe en la imaginación del norte. Es la región cítrica de Texas, una zona subtropical donde crecen uvas y siempre parece a punto de empezar a llover. Hay dos centros poblacionales principales: la ciudad binacional de Matamoros y Brownsville, que se extiende sobre el delta donde el río llega al Golfo; y el complejo McAllen-Edinburg-Mission, al otro lado de Reynosa. Esta porción de la frontera, con el estado mexicano de Tamaulipas, está mucho más controlada por el crimen organizado que cualquier otro punto de la línea entre Estados Unidos y México.
“La zona es operada por el Cartel del Golfo”, dice Guadalupe Correa Cabrera, una economista mexicana que trabaja para las universidades de George Mason y de Texas, en Brownsville. Lo dice sin vueltas: “Controlan militarmente el territorio”. Robinette está de acuerdo: “En la frontera norte de Tamaulipas no hay mucha presencia del gobierno mexicano federal”.
El Departamento de Estado norteamericano considera que Tamaulipas es tan peligroso como Siria, Yemen o Afganistán. Mucha gente le dice “Ta-ta-ta-Tamaulipas”, imitando el sonido de las AK-47. Internet está llena de imágenes violentas grabadas en Reynosa: disparos en las calles, barricadas en llamas, videos de tortura y ejecuciones, cuerpos colgados de puentes, pilas de cabezas cortadas. En un video de YouTube visto casi siete millones de veces, un periodista de televisión jadeante está en un puente en el centro de Reynosa en 2009, informando sobre una batalla callejera entre el CDG y el ejército mexicano; a medida que se intensifica la balacera de armas automáticas, se agacha cada vez más hasta que termina narrando la noticia acostado en su estómago, las balas volando cerca de su cabeza. En videos piratas de raperos mexicanos dedicados a distintos miembros del Cartel del Golfo, la llaman Reynosa la maldosa.
Más de una docena de puentes internacionales conectan ambos lados del Valle como si fuera una cicatriz. A cada hora de cada día del año, se podría decir que se transportan ladrillos de cocaína y heroína con el logo del delfín del CDG, ocultos en compartimentos secretos de autos y camiones. Pero los narcóticos no son la única fuente de ingresos del cartel. Además de robar petróleo y gas de la infraestructura del gobierno mexicano a escala industrial (una actividad que llevan a cabo temerarias pandillas de ladrones de gasolina conocidos como huachicoleros), hacen secuestros, robo de autos, venta de armas, operan clubes nocturnos, bares, prostitución, venden bienes de lujo falsificados y realizan piratería de todo tipo, tanto la literal, de estilo marítimo, como la relacionada con los derechos de propiedad intelectual. Como le gusta enfatizar a Correa, no es tanto una operación de tráfico de drogas, sino “un oligopolio criminal de negocios ilícitos”. Para el Cartel del Golfo, los migrantes indocumentados son apenas otra mercancía a traficar en el mercado negro.
Pero sería demasiado simplista pensar que los coyotes y el cartel son lo mismo. Según la investigación de Correa, basada en entrevistas extensas con migrantes en asilos a lo largo de todo México, el mercado de tráfico humano está “segmentado”. El primer trecho del viaje clandestino lo arreglan grupos más o menos independientes. “En WhatsApp y Facebook –dice– se publicitan viajes como si fuera una compañía turística”. Estos traficantes, también conocidos como polleros (un término de origen incierto), hacen la mayor parte del trabajo preliminar moviendo a los clientes a lo largo del vasto territorio mexicano, sobre todo en ómnibus, pero también en tren o a pie, lo que implica coimas a la policía y los militares en el camino.
Al llegar a Monterrey, la ciudad más grande del norte de México, los polleros arreglan para que los clientes pasen la frontera junto a verdaderos coyotes, acompañados por una red de informantes. Militarizada como está, con tropas en el lado norteamericano, la frontera es prácticamente imposible de cruzar sin ayuda profesional. Hay numerosas redes de coyotes en Tamaulipas, pero varias fuentes me dicen que la más grande está en Miguel Alemán, la ciudad al otro lado de Roma, Texas.
“En Miguel Alemán –dice Correa– hay una enorme red de traficantes de humanos conectada con el cartel. Supuestamente son una célula del cartel”. Noé Gea, un periodista de Reynosa, concuerda, y agrega que hay muchas células en la región, todas bajo el mando del CDG. “Trabajan con un sistema de pagos al cartel –dice–. Solo trafican personas”. Una investigación del Texas Tribune de 2016 también señaló la existencia de una “red prácticamente invisible pero con mucha financiación” de traficantes de humanos conectados con el cartel en Miguel Alemán.
En la zona del Río Grande cercana a Roma hay una isla cubierta de arbustos en el medio, rodeada de bancos de arena, bajíos llenos de piedras y un único canal profundo. Esta geografía lo transformó en un cruce popular para el contrabando desde los orígenes de Texas. Ahora lo controla el Cartel del Golfo, pero en el pasado estuvo en manos de los Zetas, una milicia criminal rival basada en Nuevo Laredo, una ciudad fronteriza al noroeste de Reynosa.
Los Zetas, al principio compuestos por desertores de las fuerzas especiales mexicanas –algunos, entrenados por Estados Unidos en Fort Bragg–, dominaron durante años el bajo mundo mexicano con violencia extrema, pero su fuerza se ha reducido mucho. Ahora son conocidos como Cartel del Noroeste, CDN, y han sido desplazados por el Cartel del Golfo hacia Ciudad Mier, quince kilómetros al noroeste de Miguel Alemán. La lucha entre ambos se redujo en los últimos 10 años, pero cada tanto se pudre y resurge, y es la principal causa de homicidios en Tamaulipas. Como es obvio, los migrantes que deben atravesar esta zona suelen estar entre las víctimas.
El 19 de enero de 2021, 19 personas, sobre todo guatemaltecas, fueron halladas muertas, sus cuerpos quemados, en una ruta perdida cerca de Camargo, pueblo al este de Miguel Alemán. Los supuestos perpetradores eran 12 policías mexicanos que pertenecían a una unidad estilo SWAT, apoyada por Estados Unidos, de la policía estatal de Tamaulipas. Se los conoce como GOPES: Grupo de Operaciones Especiales. El motivo para asesinar a 19 personas indefensas es desconocido, pero GOPES responde directamente al gobernador de Tamaulipas. Cuatro de los últimos cinco hombres que ocuparon su cargo fueron acusados formalmente de tráfico de drogas, lavado de dinero o ambas cosas. En mayo, una orden de arresto por corrupción fue emitida en Ciudad de México contra el gobernador, Francisco García Cabeza de Vaca, pero se negó a renunciar.
La policía de Tamaulipas es famosa por colaborar con el crimen organizado. Hace diez años, el gobierno federal mexicano simplemente desarmó la fuerza policial municipal de Reynosa, tras concluir que la gente estaría mejor sin ella. “Ahora solo tenemos la protección de Dios”, dice Sylvia Cruz, la periodista que me mostró la ciudad.
Vine a reynosa con Enrique Lerma, un conductor del noticiero de Azteca Valle, un canal de noticias en español que transmite en todo el Valle. En una corta caminata desde la plaza, visitamos la Casa del Migrante Senda de Vida, un refugio para migrantes de África y Asia, al igual que de Europa y el Caribe. Allí hay 200 personas, sobre todo de Ghana, Haití, Cuba y Rusia.
Aunque es una misión humanitaria, sin alambre de púas ni armas, el refugio parece una cárcel. Hay altas puertas de metal con ventanas pequeñas y barrotes, que se cierran con un ruido fuerte. Todos llevan barbijos, lo que intensifica la sensación de una distopía del siglo XXI. Hay una obra en construcción para duplicar el tamaño del predio, y alrededor de veinte migrantes trabajan con martillos y palas para construir un muro de hormigón, con las cabezas cubiertas en remeras bajo el sol y en medio del polvo. Cuando se termine la construcción, el refugio podrá alojar a 500 personas.
“Me frustra que no haya más ayuda para esta gente”, dice el pastor Héctor Silva, el director del refugio. “Los políticos solo piensan en la campaña”. No revela de dónde salen sus fondos, y dice: “Mucha gente quiso donar sus joyas”.
No muy lejos de allí, en un barrio que solía ser una zona roja, bajo un cartel dilapidado del viejo Lipstick Hotel, hay un refugio llamado Casa del Migrante Nuestra Señora de Guadalupe, controlado por la iglesia. En la puerta nos recibe una monja. “Tenemos invitados de Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua”, dice, y nos acompaña a un patio. “En general tenemos garífunas”, agrega, en referencia a personas de raíces afroindígenas provenientes de Honduras. “Pero ahora no”.
Son las últimas horas de la tarde, y alrededor de 15 personas, hombres, mujeres y niños, hacen fila para recibir su cena en el hall principal. “Hemos llegado a la capacidad máxima, con cien personas, por la pandemia”, dice la madre Catalina Carmona Librado, la directora canosa cuyos ojos parecen jóvenes y alegres, pero su rostro jamás veo, puesto que no se saca la máscara facial azul en ningún momento. Todas las monjas del refugio, incluida ella, conce trajeron el Covid-19 en algún momento, me dice. Ninguna murió.
Nos lleva a conocer a un hombre delgado de 25 años llamado César que acaba de ser liberado de un secuestro. Es del norte de Honduras y huyó de la pobreza, la violencia “y la discriminación contra la gente con mi enfermedad”, que no especifica, y solo dice: “A la gente con mi enfermedad no le dan trabajo”. Los polleros lo ayudaron, junto a su hermana de 10 años, a atravesar México. “Leí en un artículo que era peligroso, pero no mencionaban nada específico”, dice, y agrega que ignoraba el riesgo de los secuestros.
El 3 de mayo, en un ómnibus entre Monterrey y Miguel Alemán, el lugar desde el que cruzarían, fueron interceptados por hombres armados, que se llevaron a un grupo que incluía a César a una casa abandonada en una zona rural, donde los separaron por edad y género y los encerraron en habitaciones. Los secuestradores no eran agresivos y se comportaron con amabilidad todo el tiempo, dice, pero le daban sólo una comida por día. Luego de una semana, lo liberaron cuando un pariente suyo en Austin pagó el rescate, cuya cifra no especifica. Llegó a este refugio hace dos días. Está visiblemente asustado, los ojos rojos como si estuviera llorando, y dice que siente “mucha ansiedad” por la seguridad de su hermana menor, que sigue secuestrada, esperando el pago del rescate. Aun así quiere cruzar la frontera. “Quiero hacer otro intento”, dice. “No puedo volver a mi país, a la pobreza, a la persecución”.
Los primeros cuatro meses de 2021, casi 50.000 niños cruzaron la frontera hacia Texas sin sus padres, aunque en el refugio de la iglesia no vemos a ningún menor no acompañado. La madre Carmona me dice que a veces el refugio recibe a madres que acaban de mandar a sus niños solos. “Había una mujer que había mandado a su hijo de 16 años”, dice. “Otra mandó a una niña de tres. Otra a tres niñas, dos de las cuales sé que tenían necesidades especiales, problemas neurológicos”.
En busca de más niños, visitamos un refugio específico para menores no acompañados financiado por el gobierno de Tamaulipas en un viejo edificio universitario. “Actualmente tenemos 70 niños”, dice el director, Ricardo Calderón Macías. Nos lleva a un lugar donde entre 80 y 100 personas (niños y mujeres) duermen en camastros en una cancha de básquet. Hay un ventilador muy ruidoso. Hay ropa secándose en las tribunas, zapatos por todas partes, bebés llorando. Pero no está tan lleno como la plaza. La mayor parte del lugar está vacío.
“Por aquí pasaron más de 400 personas”, dice Calderón, incluyendo adultos. Probablemente infle el número, pero en cualquier caso la cifra es increíblemente baja. Visitamos los refugios principales de Reynosa, la ciudad más grande de Tamaulipas, y contando las plazas llenas de deportados, vimos menos de 1.000 personas, en un momento en que los agentes de la Border Patrol en el Valle registran 2.000 encuentros por día.
No están acá, me doy cuenta, porque ya pagaron por su alojamiento. “El elemento criminal”, dice la madre Carmona, “bueno, ellos tienen sus propias casas” en las zonas rurales al oeste, más cerca de Miguel Alemán. En la zona norte de Tamaulipas, el Cartel del Golfo mantiene una red de ranchos y casas abandonadas, y controla las rutas rurales que llevan a la frontera. El cartel cobra por el acceso seguro a esta infraestructura. “No proveen el servicio de tráfico”, dice Correa, “pero operan estas casas”. La Madre Carmona dice que un obispo intentó abrir un refugio para migrantes en San Fernando, colocándose, sin darse cuenta, como competidor del cartel. “Lo amenazaron”, dice. “Ya no se lo ve más”.
Llueve en el valle, en una primavera que ha sido especialmente húmeda y fría. La ruina urbana plagada de cadenas comerciales del complejo McAllen-Edinburg-Mission se extiende entre palmeras y carteles en castellano que anuncian comida rápida, estaciones de servicio y carreras en el ejército estadounidense. Hay tiendas de venta de armas y casas de empeño, y un par de carteles de Trump, una imagen shockeante en el condado de Hidalgo, con un 92 por ciento de hispanos.
Por todas partes hay señales de que el Valle se ha transformado en el corredor principal para la inmigración ilegal. En una sección del muro de la frontera en Mission, vemos numerosas huellas en el barro, entre puestos de venta de carne. Lerma, que vivió acá toda su vida, nunca vio tantos, ni tanta basura en el piso. En dirección al oeste en la Highway 83, junto a un campo de cebollas, vemos tres ruedas de tractor atadas, un dispositivo que usan los coyotes para borrar las huellas de grandes cantidades de personas. Desde La Joya, empezamos a ver policías del estado de Texas con SUV blancas y negras ubicadas en las intersecciones, estaciones de servicio y estacionamientos embarrados. “En general hay 15 unidades para todo el país”, dice David Kifuri, un residente con familia a ambos lados de la frontera que trabajaba como vocero del fiscal del distrito del condado de Starr. “Ahora hay 200”.
Mientras atravesamos Rio Grande City, hablamos con Danny Villareal, dueño de una propiedad que da al río en la boca del río San Juan en México. La migración indocumentada “no es nada nuevo en esta zona”, dice, pero “la actividad subió de manera significativa”. Se escuchan disparos de Miguel Alemán “a toda hora”, agrega. “La mayoría de los tiroteos son espontáneos y cortos. Mataron a alguien, o mandaron un mensaje. Si dura más de 30 segundos, es largo. Pero odiaría exagerar. “No quiero que suene como el Salvaje Oeste. No lo es. Todas las comunidades tienen problemas. La nuestra no es tan mala como otras”.
En La Rosita, cerca de Roma, paramos a caminar por el terreno junto al río. Las colinas están cubiertas de creosota y mezquite, las zanjas están llenas de salvia, y hay montones de nopales y palmitos. Es un paisaje hermoso a pesar de la torre de control de CBP y la basura alrededor. Los peores escombros son pañales, zapatos viejos y ropa descartada. También hay pulseras de plástico, de las que suelen dar en recitales, carnavales y rodeos. “Podés ver muchas más en el río”, dice un agente de barba de la Border Patrol llamado Yasquez, sentado en un vehículo a unos metros. “Cuando cruzan se las sacan. No sé por qué”, dice. “Antes entraban con ellas”.
Junto un puñado de brazaletes de color. La mayoría dicen entrega. Otros dicen llegada. Algunos dicen mexicanos, supuestamente para distinguir los clientes que no son de Centroamérica. El significado de otros es más difícil de adivinar. Dicen metal, con el emblema de una estrella roja, o dorado, con el dibujo de un elefante.
“Los brazaletes demuestran que pagaste la tasa del cartel para cruzar el río, para que no pase nadie que no haya pagado”, dice un ciudadano norteamericano de treinta y pico que trabaja de coyote y habló con nosotros por teléfono. Sus posteos en las redes sociales lo muestran con una remera negra y un reloj de oro, con billetes de dólares en la falda. “‘Entrega’ significa los que se van a entregar a la Border Patrol: los niños”, explica. “‘Llegada’ significa que van hasta Houston. Otros quizás se refieran al lugar donde cruzás, al peligro, a lo que pagaste”. No puede o no quiere decir lo que significan “metal” ni “dorado”. Dice que el asunto es “delicado”.
Llegamos a roma a las 2 de la tarde. Este es un verdadero pueblo texano, una reliquia del viejo Texas hispano que nunca se integró del todo a los anglos que empezaron a invadir el territorio allá por 1800. Lo llamaban Paso de la Mula, el uso original del paso en el río. Cuando Texas logró su independencia en 1836, se hizo famoso como un baluarte del tráfico. Durante la Prohibición los llamaban tequileros. En los 70, Roma fue central en el tráfico de marihuana. También es un foco de venta de drogas; una semana después de nuestra visita, la policía estatal de Texas incautó 16 armas de fuego, entre ellas un rifle de calibre .50, y mil balas.
Cuanto más te acercás al puente internacional, más dilapidada se pone Roma. Desde un puesto de observación del centro, Miguel Alemán es visible al otro lado del río. Parece como cualquier otra ciudad pequeña de frontera, con techos bajos de cemento entre árboles verdes y un puñado de torres de telefonía celular. Pero es una verdadera zona de riesgo, incluso para los estándares del norte de México, y los cambios recientes en la cima del Cartel del Golfo volvieron la situación aún más incierta. “Ahora”, dice Lerma, “el que está a cargo quiere mantener bajo perfil. Había tres tipos, tres líderes. Uno era el Huevo, otro el Toro y el tercero era un tipo joven de Hidalgo. Los tres fueron eliminados: uno está en la cárcel, dos muertos. Eso fue en diciembre. Desde entonces, no sabemos quién es el jefe”.
Elementos díscolos de Los Zetas se aprovecharon de este interregno para hacer incursiones. El día anterior, a eso de las 4 de la tarde, Noé Gea, el periodista de Reynosa, estaba cerca y vio a varios convoyes de monstruos. Estos vehículos, también conocidos como “tanques narco” o “camiones rinocerontes”, son especies mutantes de megafauna mecanizada nativa de Irak y Siria que llegó al norte de México. Los vehículos de batalla de Mad Max en general
se construyen con chasis de tractores, y los equipan con arietes y metralletas. Gea vio varias “caravanas” de ellos “circulando” en las afueras de Miguel Alemán. “A las seis de la tarde”, dice, “empezó la batalla”. Hubo una serie de tiroteos, con resultados inciertos, hasta entrada la noche. “No hay ningún grupo que tenga el control”, nos advierte. “Los Zetas, CDN, está en Ciudad Mier. Ya no podemos ir ahí. Miguel Alemán es la línea divisoria. Ambos grupos tienen sus propias facciones y disputas internas. No hay nadie a cargo. Después de las 4 o 5 de la tarde, cuidado”.
Aunque ya son las tres, decidimos cruzar al lado mexicano luego de que la editora de un pequeño diario llamado El Tejano nos ofrezca presentarnos al jefe de la mafia coyote de allí. Una condición para la entrevista es que no publiquemos su verdadero nombre, y lo llamemos solamente El Comandante. Entre otros coyotes del Valle, se dice que es el mero-mero petatero, el jefe de todos los jefes. “Estuvo en la cárcel federal por tráfico humano”, dice la editora de El Tejano, que publicó una entrevista en video con él en 2019, en la que aparece con un pasamontañas y usó el mismo nombre. “Hace dos años me llevó en helicóptero a Monterrey. Tiene mucho dinero”, dice. “Vivió muchos años en Estados Unidos. Vendía drogas, pero el tráfico de migrantes le resulta más lucrativo. Y sentía que ayudaba a la gente”.
Con la idea de conocerlo en el hotel Virrey, a dos cuadras del puente internacional, cruzamos a pie a Miguel Alemán. El puente es de concreto, doble mano, y corre en paralelo a un puente más antiguo en desuso. Abajo el río fluye sobre bajíos de piedra, pero no hay migrantes que lo crucen en plena luz del día. Más allá de un par de guardias de la Guardia Nacional en el lado norteamericano, no hay nadie. Ponemos 25 centavos de dólar cada uno en un molinete y entramos en México sin mostrarles el pasaporte a los pocos soldados del puesto de seguridad.
En Zapata Street vemos edificios aún dañados por tiroteos e incendios de las peores batallas narco de los últimos 10 años. Pasamos por un punto donde, en 2019, Los Zetas dejaron un par de cabezas decapitadas en una heladera. Hay un par de negocios abiertos que venden ropa y comida, y nos cruzamos con dos pares de mujeres y niñas por la vereda. Pero las calles están vacías. Llegamos a la Plaza Municipal y nos recibe la extraña imagen de sol brillando sobre bancos vacíos en una hermosa tarde de sábado.
Robinette me dijo que las agencias norteamericanas que trabajan con el gobierno mexicano federal ni intentan infiltrar un pueblo como Miguel Alemán por la intensidad del aparato de vigilancia del cartel, que es electrónico y humano. “No podés poner un agente encubierto”, dijo. “Nadie va a mandar a un agente a un ambiente así. Es el territorio enemigo”.
Por supuesto, en cuanto cruzamos el puente nos sigue un joven con pelo largo y oscuro con las puntas teñidas de rubio, que parece un muñeco troll. Durante el tiempo que pasamos en Miguel Alemán, nos seguirá a 10 o 20 metros, filmándonos con el teléfono de manera descarada, y sin sacar los ojos de la pantalla. También nos sigue un hombre de mediana edad en bicicleta, que se para en un rincón de la plaza y nos observa sacar fotos turísticas frente a un cartel de letras coloridas que dice Miguel Alemán. Es la única persona que vemos que lleva un arma abiertamente. Hay un tercer hombre que nos observa desde un auto, creo. Tiene la cabeza rapada y tatuajes en el brazo.
Con estos tres tipos siempre cerca, caminamos por las calles vacías hacia el hotel Virrey que con cinco pisos es el edificio más alto del pueblo. Nos dicen que El Comandante se aloja en el último piso, desde donde puede observar la parte menos profunda del río. Pero no contesta el teléfono cuando lo llamamos. Nos quedamos un rato, esperando que aparezca, pero no hay respuesta. Tampoco contesta los mensajes. Como se acerca el peligro de las 5 de la tarde, decidimos irnos del pueblo.
En Brownsville recibimos un llamado a las 10 de la noche. Es El Comandante. Al principio la señal del celular es baja y no podemos entender lo que dice, algo acerca de Houston. Está enojado con un informe de la televisión que acaba de ver. El 30 de abril, la policía de Houston allanó un refugio suyo en Chessington Drive, donde encontraron 100 personas encerradas en habitaciones. Fiscales federales acusaron a cinco de sus socios por tráfico de personas. “Estoy enojado porque alguien delató la ubicación”, le dice a Lerma, y yo escucho en el altavoz. “Dicen que no les dábamos comida ni agua. Eso es falso, mienten”.
En cuanto a su operación, “todo pasa por Houston”, dice. “Los llevamos desde Reynosa hasta Valadeces, a través de Camargo, y hasta Los Ángeles”, dice, en referencia a una municipalidad pequeña al este del cruce de Roma. “Si hay una verja, un muro, o lo que sea, hay que saltarlo”. Una vez del otro lado, “tenemos contactos con migración”, dice, asumo que en referencia a la Border Patrol. Evita el corredor de La Joya, donde vimos una fuerte presencia de DPS, y usa un camino alternativo que se niega a describir.
Niega que su grupo sea parte del Cartel del Golfo. “Somos independientes”, dice. “El cartel tiene su negocio, y nosotros el nuestro. Solo les pagamos para que nos dejen trabajar, y no se meten con nosotros”. Tiene que pagarle al cartel entre 300 y 400 dólares por cada migrante que cruza, según dice. El precio es más bajo que los 500 que escuché como la tasa actual del cartel por cabeza, y no entiendo exactamente cómo se distribuyen los entre 7.000 y 15.000 dólares que pagan los migrantes centroamericanos por todo el viaje, pero a partir de lo que dice El Comandante y otras fuentes, imagino que los coyotes como él se llevan entre 1.000 y 3.000 dólares, y entre 200 y 800 son para el cartel. “Si no pagan ese precio, obviamente los secuestran”, dice. “Y cada día que pasa sube el precio”.
“Aquí hay leyes”, agrega. “Las leyes de los que controlan la ciudad”. Cuando Lerma le pregunta si se refiere al Cartel del Golfo, responde: “Sin comentarios”. Pero sigue: “Todos tenemos un rango. Cada uno hace su trabajo. Cada uno sigue las reglas. Y si se rompen las reglas, ya sabés lo que puede pasar”.
La guerra entre el CDG y Los Zetas “nos afecta mucho”, dice. “Porque nuestro territorio va de Monterrey a Ciudad Mier”. Si Los Zetas interceptan una carga de migrantes, te cobran 500 dólares por cabeza para devolverlos, dice. “Si pagamos, los dejan ir. Si no, los dejan ahí en el piso”.
Pero ni Los Zetas ni el Cartel del Golfo tienen nada que ver con los 19 asesinados de Camargo, dice. Esa gente era suya, viajando en su ruta, cuando los detuvo la policía estatal de los GOPES, que pidieron un rescate de 20.000 dólares, que a él le pareció excesivo, se negó a pagar, y derivó en la masacre. “Los estatales no debían haber hecho eso”, dice. “No tratas así a la gente inocente. Pero eso es lo que pasa cuando te metes con la policía del estado. Te golpean, o peor”.
Dice que en general prefiere mover migrantes en grupos más pequeños. “Lo máximo que puedo hacer entrar son ocho, siete, cinco. Los grupos grandes se entregan” a la Border Patrol. Estos migrantes buscan asilo y no dan tantas ganancias como aquellos que pagan para llegar a Houston, dice. “Muchos niños llegan solos. Ahora tenemos un niño de un año para entregar a la Border Patrol”, dice, y Lerma queda boquiabierta. “Tiene escrita la ubicación de su familia [en los Estados Unidos] en el pañal”, agrega. La práctica de darles niños chiquitos a los traficantes es tan problemática para el jefe de los coyotes como para la madre Carmona. “Es horrible”, dice, “mandar a tu niño solo al mundo de la frontera”.
Vitupera contra la Border Patrol con un odio verdadero. “Cuando agarran a la gente la tratan como perros”, dice, y levanta la voz. “Los basurean como a perros”. Describe cómo los agentes de la frontera usan caballos para acorralar gente y le pegan por diversión. “Una vez un caballo pisó a una persona que yo había entrado y murió”, dice. “Se le reían mientras se moría. También usan los vehículos para atropellar gente”. La Border Patrol hace lo mismo con los botes, dice, “no les importa que la gente se ahogue. Estoy harto”.
Acusa a la Border Patrol de corrupción. “También están involucrados con nosotros”, dice. “Tenemos conexiones del otro lado. Dejan pasar gente. Todos tienen su precio”.
“La enorme mayoría de empleados de CBP cumplen sus tareas con honor”, dice Tom Gresbeck, vocero regional de la Oficina de Aduanas y Control Fronterizo de Estados Unidos. “No toleramos corrupción ni abuso en nuestras filas”.
Puede ser, pero hay oficiales de la Border Patrol arrestados casi todos los días. Un análisis reciente de un profesor de Universidad Estatal de San Diego llamado Davis Jancsics estudió 156 casos y encontró que la mayoría “eran actividades relacionadas con el crimen organizado”, y que si bien los agentes de la CBP con pocas historias tenían más tendencia a vincularse con fechorías relacionadas con drogas, aquellos implicados en corrupción relacionada con la inmigración tendían a ser oficiales más experimentados. Sus técnicas incluyen falsos registros de patentes, no controlar pasaportes y permitir que la gente use documentos falsificados. En varios casos los agentes de la Border Patrol acompañaron a traficantes de personas o les dieron consejos por teléfono. En otros casos, llevaron a inmigrantes ilegales en sus propios vehículos.
“Te repito”, dice El Comandante, “todos tienen su precio”. Ninguna infraestructura ni fuerza de seguridad puede parar esta operación, dice. “Haya o no un muro, seguiremos trabajando. Si no es por las buenas, es por las malas”. La expresión podría también traducirse por “te guste o no”.
Este artículo fue publicado originalmente en Rolling Stone Estados Unidos.