Cuando la vida fuera de casa quedó reducida, la televisión se transformó en una vía hacia un necesario escape seguro
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En marzo, mi hijo y los amigos disfrutaban de una fría mañana de diversión con distancia social en un campamento, y los padres nos reunimos alrededor de un fogón. Pasamos unos minutos poniéndonos al tanto los unos de los otros, contando anécdotas de la vida de pandemia. Después la conversación giró hacia un tema inevitable desde que empezó la cuarentena: la televisión.
Los otros papás parecían simpáticos habitantes de los suburbios. Los barbijos no solo cubrían las gotitas, sino también sus manías de adictos a la tele que habían pasado demasiado tiempo desde la última vez que vieron una serie en continuado. Necesitaban recomendaciones, y las necesitaban con mayor velocidad y especificidad de lo que yo podía darles. “¿Y Ted Lasso?”, les preguntaba yo, y ellos se daban vuelta con desdén: “Esa ya la vi. ¿Qué más tenés?”.
Recordemos aquellos primeros días de la cuarentena. Cualquier forma de entretenimiento, escape y distracción se iban desvaneciendo una tras otra. Primero los deportes en vivo. Después los conciertos y el teatro. Ir al cine (si es que tu estado lo permitía) era una ruleta rusa. Si te gustaba ir a boliches o museos, las opciones para salir al mundo a ver y hacer cosas dejaron de existir.
Pero ahí estaba la televisión. La siempre dulce, nutritiva e imparable televisión. Mientras las otras formas de diversión estaban en pausa, la televisión siguió, ofreciendo una conexión con el mundo exterior al comienzo de lo que serían meses de quedarnos en casa. Nuestra relación con el medio sin dudas se alteraría de manera fundamental con el tiempo encerrados y alejados de todos y de todo. Siempre tendremos los recuerdos de nuestra estadía prolongada frente a la pantalla chica durante esta pesadilla, que en algunos casos era el único consuelo que podíamos encontrar.
La primera sensación de la cuarentena fue Tiger King, una serie documental que apareció en Netflix exactamente una semana después del inicio de la cuarentena. La serie era el escabroso y chillón relato de un crimen real que incluía animales exóticos (algunos manejados por un tipo que se hacía llamar Joe Exotic), música country y suspenso alrededor de un asesinato, y funcionó como una vía de escape para gente que quería una reflexión surrealista y deformada de nuestro mundo, en lugar de la aterradora versión que podían ver por la ventana. También era todo un atolladero ético y periodístico, aún más que el siguiente hit de la cuarentena, The Last Dance. La miniserie de ESPN construyó una hagiografía en 10 episodios de Michael Jordan, y mostró muchas imágenes de archivo y citas picantes y agrandadas del propio Jordan, de manera que disipó cualquier duda de que los realizadores dejaran que el personaje (que tuvo un rol ejecutivo con su productora) dirigiera la historia. La serie generó memes instantáneos, con capturas de pantalla de Jordan diciendo: “Y me lo tomé como algo personal”, pululando en las redes sociales durante gran parte de 2020.
Al poco tiempo, nuestra sed de figuras grandilocuentes viviendo las aventuras que nosotros no podíamos tener pasó a la tele de ficción. Disney+ hizo que los episodios semanales volvieran a ser cool con la segunda temporada de The Mandalorian y, un par de meses después, con el debut de WandaVision. Si bien ambas son parte de franquicias cinematográficas inmensamente populares (Star Wars y el Universo Cinematográfico de Marvel), la serie aprovechó el formato televisivo de manera inteligente. En particular WandaVision, cuyos episodios muchas veces eran como versiones fantásticas de sitcoms clásicas. El flujo constante de episodios hizo que la gente hablara como si fuera ella la que lograba viajar a una galaxia muy lejana con Mando y Baby Yoda (Grogu para los amigos), o quienes se convertían en el nuevo vecino de Wanda. La búsqueda de subidones grandilocuentes podía ser contraproducente, como cuando millones de personas expresaron su indignación con el fracasado final de The Undoing, el thriller de Nicole Kidman y Hugh Grant para HBO (“¿Qué hace en un helicóptero?”). Pero había algo reconfortante en esforzarse por seguir una historia a la vieja usanza.
Claro que los programas cuyos capítulos salieron todos de una también capturaron nuestra atención, sobre todo si los personajes eran coloridos. Si eran ingleses, mejor. La cuarta temporada de The Crown se ocupó finalmente de la época moderna de la monarquía, enfocándose en la historia amarillista del matrimonio entre el príncipe Carlos y la princesa Diana. Bridgerton, por su parte, un enérgico romance de Regency y la primera serie de Netflix en ser producida por Shonda Rhimes, fue una historia de amor apasionada. El público se comió ambas como un dulce. (Incluso actores británicos haciendo de estadounidenses podían ser adictivos, como probó el boom en la venta de juegos de ajedrez luego de la espectacular actuación de Anya Taylor-Joy en Gambito de dama). Y del otro lado del mar Irlandés llegó Normal People, la adaptación de Hulu del relato de Sally Rooney sobre el amor candente y complicado entre dos jóvenes millennials en Dublín, que de repente hizo que el público apreciara su sensual diseño de sonido.
Los programas que excavaban en el lado oscuro de la vida también nos atrajeron. Cuando el dolor y el miedo de la cuarentena empezaron a superponerse con las protestas sociales en el mundo, llegaron algunos dramas que parecían creados para este momento de bronca. Lovecraft Country, de HBO (una mezcla de géneros sobre una familia negra luchando contra monstruos reales y sobrenaturales en los años 50), y The Good Lord Bird de Showtime (con un Ethan Hawke intimidante e inesperadamente gracioso en el papel del abolicionista John Brown) se ocuparon de los horrores del racismo, mientras que I May Destroy You (también de HBO) presentó una exploración del abuso sexual, el consentimiento y la sanación.
Cuando fue evidente que nos quedaríamos en casa por mucho tiempo, mucha gente buscó refugio del estado deprimente del mundo mirando programas de gente agradable. Apple TV+ tuvo su primer éxito de boca en boca con Ted Lasso, protagonizada por Jason Sudeikis en el papel de un entrenador sin cualificaciones de la Premier League que sorprende a todo el mundo con un nivel sobrehumano de amabilidad.
Lo bonito también estuvo en el centro de uno de los primeros hits virales de la cuarentena: Some Good News, un programa en Internet conducido por John Krasinski que intentó estar a la altura del título convocando a amigos famosos. (El programa acabó siendo demasiado popular, y los fans se sintieron traicionados cuando el proyecto aparentemente independiente se vendió a CBS). En un episodio, Krasinski casó a dos superfanáticos de The Office, y después los sorprendió con un montaje en video de sus viejos compañeros de elenco bailando como en la ceremonia de Jim y Pam. Estuvo lejos de ser la única reunión de actores intentando subir el ánimo o recaudar fondos de caridad. Hubo algunos que interpretaron material nuevo para los tiempos del Covid (Monk y Parks and Recreation), y otros que simplemente se reunieron en Zoom para recordar los buenos viejos tiempos.
La pandemia pospuso la reunión más anticipada de todas. HBO Max iba a inaugurarse con las estrellas de Friends reunidas en el viejo sofá del Central Perk. Pero el servicio de streaming tuvo que estrenar sin Phoebe (y luego hizo reuniones de West Wing y Fresh Prince of Bel-Air), ingresando en un campo cada vez más poblado de plataformas. En los viejos tiempos, las toneladas de programas nuevos y las nuevas plataformas donde verlos podían sentirse como algo opresivo. Ahora era un milagro: una abundancia absurda en una época con sed de entretenimiento. Con películas de perfil alto como Wonder Woman 1984, la versión de Zack Snyder de cuatro horas de Justice League, o la colección de films de Steve McQueen Small Axe siendo estrenadas en servicios de streaming, empezó a parecer que todo era te
La explosión del streaming también hizo que fuera más fácil que la gente tachara programas clásicos de la lista de cosas aún por ver. La nostalgia (por programas ya vistos o por otros de los que sabíamos pero no habíamos tenido tiempo de mirar) transformó las librerías de los servicios de streaming en bienes esenciales. En particular Los Soprano tuvo un nuevo momento cultural, cuando los millennials y los de la Gen Z se encontraron atraídos por la serie que engendró la televisión moderna, y viendo algo dolorosamente reconocible en un programa cuyo protagonista estaba convencido de que la mejor vida ya había pasado y lo único que le quedaba era la ruina.
Seguro hubo momentos mejores de la Peak TV que el que nos acompañó durante el Covid. Y con las producciones atrasadas, el ritmo y el volumen de contenidos nuevos cayeron de manera precipitada. (Habrá que esperar mucho tiempo para una serie derivada de Game of Thrones o nuevas temporadas de Atlanta). Pero está bien. A dos décadas de The Wire, Breaking Bad, Fleabag y más, nadie necesita que le digan que la televisión puede ser tan buena como las películas, el teatro o cualquier otra forma de arte. Pero si al medio se le criticaba ser demasiado accesible (siempre encendida, disponible a toda hora), esa ubicuidad se transformó en aquello a lo que nos aferramos para mantenernos sanos y salvos cuando el resto del mundo se apagó. Gracias, televisión. Te necesitamos mucho.