Cada vez más gente decide tener los equipos para cultivar cannabis en su vivienda, algo que, pese a los avances en la despenalización y la legalización, continúa siendo un delito
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“Cuando fumo mis flores me siento como la persona que come un tomate de su propia huerta”. Tuvo que llegar la cuarentena para que Leandro se decidiera a armar un cultivo indoor. Tenía miedo de hacer una inversión demasiado grande y que no le saliera bien. Pero con el comienzo de la pandemia empezó a fumar más y se decidió. Lo compró por Instagram por 25.000 pesos: un placarcito de melamina blanca de 60x60 centímetros de ancho por 1,40 metros de alto que ubicó en el living, entre la mesa y el sillón, y que al principio se convirtió en el centro de su rutina y de su casa. “En un momento me encontré con que todo estaba teñido por la luz violeta. Entonces tuve que acomodar los horarios para que esté prendido cuando yo no esté o para que no me molesten los ventiladores a la noche. Eso fue todo un tiempo de adaptación”.
Aprendió a cultivar recién ahí y un poco a las piñas, como los que aprenden a manejar cuando se compran el auto. Un amigo le dio unas semillas y se mandó con dos plantas que le dieron 45 gramos de flores en la primera cosecha. “Me di cuenta de que hay distintos niveles. Que hay gente super pro y también se puede... obviamente no llegás a lo mismo... pero podés hacerlo de una manera más tranquila y también tener resultado”, dice ahora, que ya es tiempo de cosechar una vez más y cortar unas Blue Widow y unas Moby Dick que salieron de unas semillas compradas también por redes sociales. “Me gusta también que estoy aprendiendo y tengo algo a lo que dedicarle tiempo cuando estoy acá en casa. Me equipé, me compré una tijera que está buenísima, la lupa, el medidor de humedad y temperatura. Me volví cultivador y no creo que pare de hacerlo en ningún momento”.
Para Federico, tener plantas fue como tener una mascota: algo de lo que ocuparse, especialmente en los días largos de los primeros meses pandémicos. Le hizo un lugar en la cocina, en un hueco que había en el bajomesada, junto al lavarropas. “Es un golazo. Yo había tenido la experiencia de tener plantas en la casa de amigos, y si bien estaba bárbaro no tenía el seguimiento diario: ahora veo crecer las plantas todos los días, investigo qué hacer, qué ponerles y empecé a aprender más cosas. Me pintó más investigar e informarme mucho más de lo que me informaba antes”.
Tardó tres meses en tener su primera cosecha, 30 gramos que le duraron casi cuatro meses. Se le terminaron hace unas semanas, justo a tiempo para la segunda vuelta: ahora acaba de enfrascar unas flores que le llenaron la casa de perfume a mango. Con lo que sacó, ya amortizó lo que gastó en el indoor, porque ya no tuvo que salir a comprar. “Ahora puedo elegir qué cultivar, porque cuando vos comprás flores la mayoría de las veces no sabés ni qué te dan ni cómo las tuvieron, cómo las cuidaron y no sabés la variedad. Pero también está bueno no alimentar el tema del narcotráfico. Porque la verdad es que muchas veces no sabés a quién le comprás”.
Para los growshops, la “temporada baja” empieza en abril y termina en septiembre, cuando llega la primavera y es hora de empezar a preparar los nuevos cultivos. Pero el año pasado, la pandemia cambió las cosas. Damián Barone, socio y gerente de la distribuidora Santa Planta, cuenta que para ellos en esos meses se triplicaron las ventas con respecto a lo que suelen ser los mejores meses, de noviembre a abril. Santa Planta trabaja con más de 400 grows en todo el país, con tiendas físicas y online, y el tamaño de su cartera de productos −más de 1.500 entre picadores, sedas, bongs, pipas, ventiladores, luces, armarios, turbinas, luces, filtros, fertilizantes, turba, sustrato, macetas, medidores de humedad, carpas, etc.− habla de un negocio que aunque pueda tener sus altos y bajos lleva un par de años en expansión.
Federico y Leandro viven en Buenos Aires, en dos típicos barrios de clase media, y compraron sus indoors por Internet: dos clic y en casa. Pero el indoor no es un capricho de porteños. En Salta, por ejemplo, cada vez son más los cultivadores y cultivadoras que mudan adentro sus plantas.
Francisco está al frente de Mandala, el primer growshop de esa provincia. “Nos costó bastante, porque acá la sociedad es bastante conservadora, más cerrada y desinformada”, cuenta por audio de WhatsApp. Abrieron hace cuatro años y en este tiempo las consultas cambiaron un montón. Es que, al principio, la mayoría de los que se acercaban al grow eran principiantes. “Ahora la mayoría de los clientes se profesionalizan y buscan un crecimiento: la mejor iluminación, el mejor equipo para armar los cultivos de interior, que fue algo que creció gigantescamente”, explica.
Para Francisco, el boom del indoor no se explica solo por la posibilidad de obtener flores de mejor calidad, sino por la necesidad de protegerse de ojos curiosos: no importa cuán sofisticado sea un cultivo o cuán sibarita se vuelva la conversación en torno a los tipos de semilla, los perfumes de la flor o la textura del pegue, cultivar porro en Argentina no es como cocinar cerveza o hacer pan de masa madre: nadie va preso porque un vecino siente olor a pan horneado. La mayoría del tiempo Leandro no tiene miedo de ir preso, pero alguna vez se pega “una enroscadita leve”. Federico una vez pensó que lo habían ido a buscar a la puerta de la casa: “Flashié con la poli en plena cuarentena fuerte, un día que me vinieron a traer una compra por Internet y cuando bajo había dos policías en la puerta del edificio. Estaban ahí por otra cosa, no sé si habrían ido a buscar a alguien, pero me re cagué todo”.
“La realidad es que hay una necesidad de que ni el vecino ni nadie sepa de tus plantas, porque el Estado nos deja en la ilegalidad y por tener una planta pasás a ser un delincuente”, dice Francisco, de Mandala Growshop. Justamente para cuidarse “de la ley”, es que hay que “reemplazar a la naturaleza”. “Armar un microclima especial requiere de mucha tecnología”, explica. “Por eso cada vez es más la cantidad de gente que tiene su indoor, que empieza a usar luces y espacios especialmente diseñados para el cultivo: no usar cualquier foco o cualquier espacio, sino cuidar los parámetros que la planta necesita para crecer en plenitud”.
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Es una mañana de principios de abril. Nueva York acaba de legalizar el uso recreativo del cannabis. En Estados Unidos ya son 15 los estados donde no es delito tener hasta 85 gramos de marihuana para fumar, vapear, o consumir de la manera que cada uno quiera. Pero Juan Palomino –fumón, abogado, activista y cofundador de la comunidad cannábica Yo Me Planto– está en Argentina, donde, sí, el cultivo para uso medicinal es legal, pero la marihuana sigue en la lista de sustancias prohibidas por la ley 23.737.
Para Palomino, la distinción entre cannabis medicinal y cannabis recreativo es “el último reducto prohibicionista”. En el fondo, dice, se trata de prohibir el goce: si estás enfermo podés cultivar y consumir cannabis, si querés fumar porro para disfrutar, no. Él fuma desde los 14 años y su camino cannábico es parecido a otros: primero prensado paraguayo, después flores.
La 23.737 es un resabio de la política de “guerra contra las drogas” establecida por Estados Unidos en la década del 70. Fue sancionada en 1989, tres años después del “fallo Bazterrica”, en el que la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la penalización de la tenencia de drogas para uso personal. La ley 23.737, sin embargo, no tuvo en cuenta el fallo y en su artículo 14 estableció penas de uno a seis años de prisión para la “tenencia de estupefacientes” y “de un mes a dos años” para el consumo personal. Ese segundo párrafo del artículo 14 fue declarado inconstitucional recién 20 años después, en 2009, con el famoso “fallo Arriola”. Los dos fallos invocan al artículo 19 de la Constitución Nacional, que reserva “a Dios” las acciones privadas de los hombres que “de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero”.
El fallo Arriola instaba al poder político a que hiciera modificaciones en la legislación y señalaba el fracaso de las políticas de control de sustancias y los modelos de acceso a la salud. Durante unos años, pareció que algo estaba a punto de cambiar: entre 2011 y 2012 se hicieron audiencias públicas en Diputados y se presentaron más de diez proyectos para modificar la ley 23.737. En junio de 2012, Diana Conti, Ricardo Gil Lavedra y Victoria Donda presentaron un proyecto que despenalizaba el consumo y el autocultivo pero no pasó de la Cámara de Diputados.
La marihuana recién volvió a entrar en la agenda cuatro años después, con el debate por la ley de cannabis medicinal, que se aprobó en marzo de 2017. Como si fueran dos plantas distintas, el debate en Argentina se centró alrededor de las propiedades terapéuticas, el “uso bueno”, y se negó a conversar sobre el uso recreativo, el prohibido. El movimiento cannábico histórico lo notó enseguida: desde hace años varias organizaciones advierten sobre el peligro de que la reivindicación exclusiva del cannabis medicinal funcione como un dique para frenar la discusión sobre la bandera histórica del movimiento: la legalización.
Es que, más allá del boom del indoor y de los avances en la legislación para el uso medicinal, cultivar marihuana para fumar porro en Argentina sigue siendo delito. Silvia R. y su hijo, por ejemplo, fueron denunciados por un vecino por tener tres plantas en tierra en el patio de su casa en Bahía Blanca. Silvia –que trabaja cuidando adultos mayores y haciendo tratamientos de estética– cuenta que le dio permiso a su hijo para plantar porque prefería eso a que saliera a comprarle al transa. Pero en tierra las plantas crecieron mucho y pasaron la medianera. Cuando cayó la policía, se los llevaron detenidos a ella y a su hijo, los dos esposados, aunque en la casa no había nada que indicara que comercializaban. Asesorados por un defensor oficial, fueron a juicio abreviado y firmaron una probation por dos años.
“Hasta que los legisladores no se pongan las pilas, estas cosas lamentablemente no van a cambiar nada”, dice Palomino. “Y ¿por qué digo ‘los legisladores’? Porque lo que está mal son las leyes”. La paradoja es que Estados Unidos, el país que impulsó la guerra contra las drogas, ya está cambiando su legislación, pero Argentina no. “Adoptamos una ley impuesta por tratados internacionales generados por Estados Unidos en su lucha contra las drogas, la pusimos en nuestra legislación interna, y hoy el país que promovió esta prohibición se está llenando de guita con el cannabis y hasta Nueva York, que era un estado muy prohibicionista, legalizó el uso recreativo, entonces ellos se dieron cuenta de que era una mala decisión y lo cambiaron, ¿y nosotros seguimos con esa mala decisión y la vamos a cargar porque tenemos dinosaurios en el Congreso?”.
No, no vamos a cargar con eso. Esa es la respuesta que podrían dar Nermi Zappia y Julián Peré, los fundadores de la Asociación Cultural Jardín del Unicornio, que llevan adelante el primer club de cultivo visible de Argentina. Nermi y Julián son dos históricos del movimiento cannábico argentino y armaron el club a partir de la idea de “desobediencia civil”, una figura legal que no existe en nuestro país. “Lo que hacen es demostrar con hechos que se puede llevar un cultivo que no afecte la salud pública, porque no aceptan que esté prohibido”, explica Palomino, que es uno de los 22 socios del club.
Gabriela Amadeo es otra de las socias. Empezó a fumar a los 13 años, hace más de 20, y aunque milita en organizaciones sociales desde adolescente recién llegó al activismo cannábico a los veintipico. “Fue medio de casualidad: me crucé con un amigo de la secundaria con el que nos metíamos en la villa a comprar los ladrillos de prensado y él había empezado a militar en una organización cannábica”, cuenta ahora en un recreo del home office. “Me pareció fantástico, porque era politizar algo que tenía que ver con mi propia identidad, no solamente desde la parte cannábica, sino que a mí me atraviesan cuestiones que están vinculadas al género, a la diversidad y de alguna manera empecé a pensarlo en clave un poco más política, si se quiere, desde la elección de algo que me brinda placer y bienestar a mí, aunque el Estado me dice que soy una delincuente por esta elección”.
Pero cuando se metió a fondo en la militancia cannábica se encontró con que adentro de las organizaciones se daban las mismas situaciones de violencia machista que afuera: “Uno se imaginaría que dentro del movimiento cannábico hay una apertura, una libertad... pero de repente empecé a ver a compañeres violentades, invisibilizades, o que no había espacio para que nosotres pudiéramos plasmar nuestras necesidades: acá estamos hablando de derechos y libertades para todes, y de pronto quienes luchaban por derechos y libertades no estaban respetando ni los derechos ni libertades de les otres”. Eso la llevó a donde está hoy: la militancia en el feminismo cannábico en la organización Mujeres y Cannabis (MyCa) y la comisión de género del Frente de Organizaciones Cannábicas (FOCA). “Y ahí nos encontramos con muchas situaciones parecidas en las diferentes organizaciones, de violencia, de invisibilización. En las reuniones eran todos chabones, en las copas son todos varones. Se trata de empezar a romper esos espacios tan de chabones para dar el lugar a otras representaciones, porque no es que las mujeres y las feminidades y las disidencias no son usuarias y no son cultivadoras, sino que están invisibilizadas”.
Gabriela se sumó al club de cultivo de Jardín del Unicornio cuando conoció a Nermi (que también es parte de MyCa) en este camino al “feminismo cannábico”. Le gusta cultivar, pero le cuesta darles bola a las plantas entre la maternidad y un trabajo precarizado en el Estado. “Por eso me asocié al club, que es un laburo colectivo que busca cultivar un producto de suma calidad para fumar rico”.
Los clubes de cultivo son fundamentales en el proyecto de legalización del cannabis para todos sus usos que la diputada nacional de Río Negro Ayelén Sposito (Frente de Todos) presentó en la Cámara alta. Además, el proyecto de Sposito quita a la marihuana de la lista de sustancias prohibidas, regula y legaliza el autocultivo domiciliario y plantea una amnistía para los procesados y procesadas por cultivar.
“Hay que terminar con mitos como que la marihuana te abre la puerta a otras drogas”, le dice Sposito a Rolling Stone desde su oficina en San Antonio Oeste. Su proyecto aún no entró a comisiones y que este sea año electoral complica un poco las chances para que sea tratado, porque los temas espinosos suelen quedar para años más tranquilos. Pero Sposito es optimista: “Me parece que hoy este debate en la sociedad está bastante abierto, y dentro de la política también. Dentro del Congreso tenemos un bloque de legisladores cannábicos que estamos a favor de esto y poco a poco se va dando el debate”.
Para la diputada, los aspectos más importantes a regular son el autocultivo y la criminalización del consumo. “Poder estar tranquilo en tu casa o que no te metan en cana cuando te enganchen con tres porros es fundamental. Legalizar la marihuana es importante para poder elegir sobre nuestra autonomía y nuestros cuerpos pero también para crecer en una sociedad libre”.