La pandemia los impulsó a irse a las afueras a vivir en una soñada casa con jardín, ¿por qué no lograron disfrutarlo?
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El verde, la pileta, chicos en bici solos y el asadito… y precios accesibles para tener una casa propia. Hablamos de la vida fuera de la ciudad de Buenos Aires, o de las grandes urbes en general. Sobre todo desde que estalló la pandemia por Covid, tenemos algún familiar, amigo o colega que decidió probar otro entorno para vivir y, como la vida misma, hay un abanico historias para contar. Esta vez nos topamos con las historias de dos familias que decidieron apostar por la vida en el típico barrio cerrado en el conurbano bonaerense, pero nunca se adaptaron. Lo repensaron y volvieron.
A Gwendolyn (42) y su marido, Alex (47) los invadió la inquietud de dejar su vida de departamento en el barrio de Belgrano, para mudarse a Benavídez a una casa soñada. Para ellos, sus hijos Zoe (18) Teo (14), Milo (8) iban a poder disfrutar de una niñez en un entorno de naturaleza.
“Nos motivó a irnos la posibilidad de comprar una casa. Con el dinero con el cual vendimos nuestro departamento en Capital, no comprábamos nada que tuviese ni jardín, ni patio, ni menos pileta o más habitaciones para una familia de 5 y con diferentes edades”. Benavídez fue el lugar donde plantaron bandera. Una vez tomada la decisión, empezó el baile.
Gwendolyn dejó su trabajo para abocarse a instalar a su familia allá, cambiar a los chicos de colegio y supervisar la obra que debían completar en su casa. “Mi marido siguió yendo a su trabajo. Él trabaja por la zona de Tribunales, cuestión que fue un gran cambio de tener el subte y llegar en 15 minutos, para regresar a la casa en 2 horas”. Tenían un solo auto.
Los primeros meses para la familia, transcurrieron en una adaptación por el cambio de colegio, de barrio y organización. La vida, en la casa que soñaron, finalmente era realidad. “Disfrutábamos más en la época de calor, el patio, tomar sol, que los chicos estén jugando en el arenero, que puedan salir tranquilos de la casa e ir andar en bicicleta; poder invitar gente y tener un espacio grande”, rememora.
La complicación para viajar
De a poco, el tema del traslado, empezaba a ser “un peso importante que desequilibraba la balanza. Nos dimos cuenta de que estábamos demasiado complicados y no terminábamos disfrutando de lo que tanto esperábamos. Por ejemplo, dejamos de tener cenas en familia porque yo tenía que buscarlo a mi marido por la estación de tren. Armé una logística de noche, donde le daba de comer a los chicos primero, dejaba a los más grandes en casa y me iba con el más chiquito, en el auto, a buscar a mi marido a la estación de Tigre. El más chiquito se quedaba dormido en el auto y nosotros cenábamos como a las 11 de la noche. Y así todos los días. Esa fue una de las partes más complicadas”.
A su vez, la dependencia de un transporte influyó mucho en su cotidianidad. Los chicos ya no podían regresar caminando del cole o “salir a comprar algo, viviendo en un barrio así no te podés mover de la misma forma que cruzar Cabildo e ir a Farmacity”, destaca.
En total, vivieron dos años. Pero les llevó un año entero procesar ese duelo de que la vida fuera de la ciudad, no era para ellos “Fue un poco complicado, porque habíamos puesto todas las energías en este proyecto y no funcionó. Fue doloroso, una frustración familiar”, recuerda.
Hoy, la familia vive nuevamente en Belgrano. Los chicos volvieron al mismo colegio donde iban, al mismo club y volvieron a estar cerca de sus familias. “Los chicos están contentos, ellos no quieren volver, inclusive a fin de año estuvimos por temas de arreglos de la casa –ahora la tenemos alquilada- y no querían quedarse”, señala.
De esta experiencia, Gwendolyn capitaliza todo lo vivido. “Nos dimos cuenta que, tomar una decisión tan importante que implique tantos cambios para la familia, hay que pensarlo bastante bien y ver cómo uno se puede organizar de antemano. No solo pensar en la casa, la pileta, el césped, sino ver todo lo que va a pasar”, concluye.
Sólo un cuento de hadas
Para Elizabeth (43), su marido y dos hijos, la experiencia de vivir en un barrio cerrado le dejó un sinsabor en su vida. De pasar de vivir en un departamento en Palermo, con los abuelos cerca, una logística resuelta, a habitar en un country en Tigre, fue un cimbronazo para su vida familiar.
Ella anheló “La típica: La casita con el verde, los hijos chicos para que jueguen en el verde, los árboles, el cuento de hadas que, para mi gusto, uno se arma. Después en la práctica me di cuenta que no era así, que la realidad era otra. Me pareció la peor decisión que tomé en mi vida”, asegura sin rodeos.
Para conservar sus trabajos en el centro, la familia adquirió un segundo auto y pasó a depender 100% de la ayuda doméstica. “Los primeros meses destacábamos lo lindo, pero claro, en la vida real, ahí vas entendiendo que no es lo que te imaginaste: Es todo con auto, todo lejos, hasta el supermercado. Nos dábamos cuenta que el verde ya no era lo único. Que en la rutina ya no tenías tiempo para eso”.
Aferrarse a la esperanza
Vivió tres años, porque su marido se aferraba a la esperanza que en algún momento se iban a afincar. “Al año ya estaba desesperada y quería volver. Me parecía una vida dificilísima, tampoco me gustaba el entorno, porque estás metida en un lugar que están todos mirando lo que hace el de al lado. Para los chicos que quieran hacer actividades, hay poco y para todo hay que estar 1 hora con el auto. Cuando volví tuve que ir a terapia para sacarme toda esa situación, con casi ataques de pánico.”, sentencia.
Su regreso a la ciudad le trajo paz a su espíritu. “Desde que volví, hice un posgrado y una diplomatura. Acá tengo más recursos. El regreso fue bárbaro. Pensé que los chicos iban a extrañar, pero para nada. Todo fluyó”, recuerda.
Elizabeth elige una y mil veces la ciudad. “Tengo todo, todo fluye, va rápido, tengo todo cerca, lo que los chicos quieran, hay. Estoy cerca de la familia, si necesitan algo. Si tengo que ir una guardia, odontólogo, está cerca y rápido”.
Cuando le consultamos sobre cómo capitaliza esos tres años de vida fuera de la ciudad, confiesa: “La experiencia me sirvió para valorar lo que tenía antes de ir allá. Me imaginé algo que muchos te cuentan, pero nadie te cuenta la verdad de la milanesa. Sentí que era muy difícil. Sentí que yo sola me cavé mi propio problema. Me di cuenta de lo fácil que vivía antes (porque uno que tiene hijos, que labura, que va, que el colegio, fútbol, natación y viviendo en Palermo lo podía hacer). Me equivoqué mucho ahí, pero fue un gran aprendizaje”, concluye.