Un de los temas que la pandemia sacó a la luz, hoy todavía es importante seguir rompiendo tabúes y desestigmatizar.
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Durante la pandemia, todos estuvimos experimentando una sensación de desesperanza, tristeza y ansiedad ante el panorama de incertidumbre que nos presentaba la pandemia. Así fue que el año pasado se comenzó a hablar de “acedia”, una sensación de apatía que se vincula con la pérdida y que se da cuando alguien se ve forzado a vivir situaciones de aislamiento espacial y social. Fue también por esto que psicólogos reconocidos como Adam Grant pusieron de moda el concepto de “languidez” a comienzos de este año; una prolongación natural al estado previo, caracterizada por la dificultad para concentrarse, sensación de estancamiento y vacío.
Podremos no haber tenido COVID, habernos recuperado o estar curadas de los síntomas físicos, pero “la longevidad emocional” de la pandemia está teniendo un impacto mucho más duradero de lo que se esperaba.
Efecto cuarentena
Otro dato no menor para observar el panorama: Argentina tuvo una de las cuarentenas más largas del mundo, donde los niveles de depresión en la población, según la Fundación Ineco, se quintuplicaron con respecto a los valores prepandemia. Al principio de la cuarentena, 6 de cada 10 argentinos tenían síntomas leves, moderados o severos de ansiedad. Con el transcurso de los días, esos síntomas se mantuvieron, pero la angustia se fue transformando en depresión.
Los más afectados fueron los jóvenes, con 8 de cada 10 con algún síntoma de depresión. Asimismo, un estudio del año pasado de Vice Media Group realizado entre jóvenes en todo el mundo señalaba que el 90% se siente estresado diariamente a cuenta de su futuro, solo un 6% dice tener salud y bienestar general excelente y 2 de cada 5 dicen que encontrar tiempo para encargarse de su salud es algo difícil, así como que la salud mental es la problemática de mayor impacto en la Generación Z. Incluso dejando de lado las cifras y estadísticas, basta con prestar atención a nuestro propio entorno para confirmar el impacto: ¿quién no conoce o estuvo cerca de alguna persona que durante este último año haya tenido alguna dolencia psicoemocional?
Normalizar pedir ayuda
Si bien durante la pandemia crecieron exponencialmente las personas que sufrieron algún tipo de trastorno psicólógico y emocional, también se presentó la oportunidad para que gente que no había buscado ayuda lo hiciera. En simultáneo, comenzaron a socializarse mensajes en las redes, los medios y hasta a través de memes que normalizaban el hecho de que estábamos viviendo una situación extraordinaria y que era lógico sentirse mal y hasta deprimidos. Desde el lema “Está bien no estar bien” (It’s ok not to be ok) convertido en hashtag, bromas sobre “cuántas veces lloraste en el día” o la inutilidad de recomendar “vibrar alto” como remedio para todos los males hasta personas contando públicamente sobre sus problemas de salud mental y su lucha diaria. Esto fue, sin dudas, un paso enorme. En cualquier caso, el saldo fue positivo porque permitió empezar a nombrar las cosas, entender qué nos estaba sucediendo y habilitar un espacio terapéutico muy necesario para los tiempos que nos tocan vivir hoy y los que vendrán. Otros tuvieron que admitir que no podían con todo, delegando o soltando cosas y priorizándose a ellos mismos y a su psique. Pero ¿por qué nos cuesta tanto nombrarlo, decirlo, compartirlo con otros? Esta pregunta surgió mucho y habilitó también un camino directo a cuestionarnos cómo estábamos viviendo, trabajando, vinculándonos; ya que, lejos de hacernos los distraídos, la pandemia también vino a poner patas para arriba nuestros trabajos y rutinas diarias, el manejo de los hogares, la maternidad/paternidad, los vínculos amorosos y hasta las amistades.
La salud mental, puertas adentro
Con madres (y, en menor medida, padres) sobrepasadas haciendo el doble de tareas domésticas, su trabajo y, además, encerradas con sus familias; con niños y adolescentes sin poder ir al colegio o ver a sus amigos (según Unicef, el 10% de niños, niñas y adolescentes realizó una consulta por un problema de salud mental durante la pandemia) y, esencialmente, con todos lidiando como pudimos con el malestar psicológico que –como explican desde la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires–, la falta de interacción social hizo que la gente se volcara a acciones no tan saludables, llámese alcohol (el 45% de las personas aumentó su consumo de alcohol durante el aislamiento obligatorio) o comida (6 de cada 10 subieron de peso, según la Sociedad Argentina de Nutrición).
“Es tan importante hablar sobre lo que realmente nos pasa... Como comunidad, debemos dejar de estigmatizar y habilitar otras formas de vivir la maternidad, con todos sus colores, incluidos los grises y negros. Juzgar menos y empatizar más, solo así podemos sanar”, agrega Milagros Méndez Ribas, psiquiatra con orientación perinatal.
¿Lo positivo para ver el vaso lleno en todo esto? La incertidumbre existencial también nos dio la oportunidad de ganar perspectiva sobre nuestras vidas y evaluar prioridades, instándonos a tomar decisiones en formas más conscientes y saludables, ya sea salir menos y cuidarnos más, revalorizar los vínculos cercanos o elegir con quién pasar nuestro tiempo, estar menos presentes en las redes, cambiar de trabajo o incluso adquirir hábitos más simples, como hacer una caminata todos los días o conectarnos con la naturaleza.
Entender el lenguaje del cuerpo
Por otro lado, la aceleración de la vida, sobre todo los primeros meses de la pandemia (al intensificarse las sensaciones, miedos, rutinas, carga horaria, ritmos, etc.), sumada a la ubicuidad de la tecnología, el creciente uso de redes sociales e incluso el FOMO – el “temor a perderse algo”–, generaron un caldo de cultivo para nada favorecedor. Los expertos resaltan que la desconexión y el ocio son hoy los “nuevos lujos”, ya que los días siguen teniendo 24 horas y, por mucha tecnología que tengamos, nuestros cuerpos y cerebros son limitados y necesitan descanso, especialmente en períodos de sostenido estrés o ansiedad. Por eso, es importante entender que la ansiedad es una reacción emocional ante una amenaza que activa nuestro “estado de alerta”, y que, si bien es un mecanismo muy antiguo del ser humano que nos ayuda a protegernos y a preservarnos del peligro, el problema es cuando esto sucede de forma constante, porque se vuelve debilitante. Esto es exactamente lo que sucedió durante este tiempo. El riesgo empieza cuando empezamos a crear mentalmente este “estado de alerta” en el cuerpo frente a situaciones que aún no ocurrieron, que incluso es improbable que sucedan, o como ahora, cuando enfrentamos tiempos de incertidumbre.
Por más inteligencia emocional
Si lo pensamos un poco, ¿Cuánto de esto nos enseñan en el colegio?, ¿acaso sabemos de la importancia de un espacio terapéutico para manejar nuestras emociones y pensamientos?, ¿o que eso no está destinado solo a personas con afecciones graves o incapacitantes? ¿No será que nos hace falta entender más cómo funcionan nuestras propias emociones?
“Enseñar los gradientes emocionales (solo por hablar de una emoción: qué cosas me enojan, qué hago cuando me enojo, cómo se desarrolla mi enojo, y empezar a entender el momento en el que ya no puedo manejarlo y se dispara el “secuestro emocional”), mostrar la relación directa que hay entre lo que sentimos, lo que pensamos, lo que hacemos y, por lo tanto, el resultado que obtenemos, es crucial”, apunta Adela Sáenz Cavia, especialista en educación emocional. Los expertos sugieren un signo simple de alerta: cada vez que sientas que tus síntomas no guardan relación con la situación que los provocan, es momento de pedir ayuda, teniendo siempre en cuenta que conviene no dejarse estar y que debe ser con un profesional idóneo.
Menos estigma, más empatía
Una lectura más integral sobre nuestro cuerpo y, básicamente, sobre nosotros mismos puede ayudar y mucho, incluso sumando distintas disciplinas: yoga, meditación, aromaterapia, acupuntura, alimentación consciente o ayurveda son algunas opciones complementarias. Pero es importante recalcar que el autocuidado no reemplaza ni equipara un tratamiento médico profesional.
“Recibir un diagnóstico por un trastorno de salud mental tiene que dejar de ser tabú. Así como nadie cuestiona que una persona diabética o hipertensa tome medicación, no debería ser un estigma tomar pastillas recetadas por psiquiatras. Y así como no debería cuestionarse a una persona celíaca por su sensibilidad al gluten dándole galletitas porque ‘seguro exagera y no tiene nada’, nadie debería decirle a una persona con trastornos de salud mental que deje de ‘estar bajón’, forzarla a salir o convencerla de que simplemente prendiendo velas aromáticas va a mejorar”, enfatiza Andy Cukier, creadora del podcast “Está bien no estar bien” y comunicadora de estos temas en redes sociales.
Hablar, decir, mostrar más, sobre todo en el ámbito público y en espacios comunitarios y sociales, se hace cada vez más imprescindible, así como ensayar la empatía para dejar los estigmas y prejuicios de lado. De igual modo que estamos luchando en otros ámbitos para que haya más educación e información (como la ESI o la Ley de Etiquetado), también es necesario que pidamos más psicoeducación, acompañamiento y sostén en cuanto a la salud mental y generar espacios donde podamos expresarnos con libertad sin sentirnos juzgados, compartir experiencias y brindar apoyo a otros. La salud mental también es un tema en el que podemos, y debemos, empoderarnos. Quizás hoy más que nunca.
Prevenir los índices de suicidio
- Según un informe de la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (IASP):
- 800.000 suicidios se producen por año a nivel global.
- Cada 40 segundos, se estima que hay un suicidio en el mundo.
- Más del 80% de los suicidios se asocia a enfermedades mentales.
- Se comprobó que más del 77% de los suicidios ocurridos en 2019 tuvieron lugar en países de ingresos bajos y medianos como Argentina.
- 15 a 19 años es la edad en donde el suicidio ocupa el 4° puesto de los causales de muerte, según la OMS. El alto grado de estigmatización disuade de buscar ayuda a muchas personas.
- Más info: la línea 135 es el Centro de Atención al Suicida, gratuita en CABA y GBA, y el (011) 5275-1135 para todo el país.
Visibilizar la depresión materna por la Dra. Milagros Méndez Ribas.
Cuando nace un bebé, lo socialmente esperado es que la mujer se sienta feliz, radiante, pero esto a veces no pasa. La mujer con depresión posparto lo intentará puertas afuera, forzando una sonrisa en un rostro por momentos inexpresivo. Pero, puertas adentro, la invade el dolor, el llanto, el agotamiento y la culpa por no ser la madre que la sociedad espera de ella, por no sentirse feliz y plena con la llegada de su bebé.
Las estadísticas nos cuentan que 1 de cada 8 mujeres sufre depresión posparto. Vivimos en una sociedad muy ansiógena, con leyes que no acompañan y licencias por maternidad y paternidad con sabor a poco. Y ya sabemos que la ansiedad y la depresión suelen ir de la mano. Un embarazo riesgoso o un parto complicado o violentado son algunas de las situaciones inesperadas que la enfrentan con las expectativas que tenía armadas en su cabeza. Y muchas veces, aunque sea un embarazo buscado, soñado durante muchos años, esto también puede pasar. Es bueno también aclarar que la tristeza posparto o “baby blues” (que pasa en el 80% de las mujeres) no es sinónimo de depresión posparto. En esta última, se altera la conducta maternal, es decir que la mujer teme estar a solas con su bebé, se siente abrumada por su demanda, tiene dificultad para responder a sus necesidades, pierde la capacidad de disfrute en la relación con su hijo.
Por el desconocimiento, se han interrumpido lactancias para darle lugar a la medicación como si una cosa no pudiera ocurrir con la otra. Hay que escuchar cada caso y acompañar con empatía; con ayuda, cada mamá encuentra su mejor versión.