Estos días escuché: “Se viene otra vida. Fueron muchos años a contramano del mundo. Vas a disfrutar del cambio de vida. Qué bueno que dejás la noche, debe ser agotador. Volviste a la vida”.
Siempre me consideré una persona más bien noctámbula, por eso decidí postularme a un trabajo de editora web con el horario más temido por mis colegas: de veinte a cuatro de la madrugada. Lo pensé bastante, lo consulté con familia y amistades porque, pese a que la tarea me resultaba de interés, el horario no era algo menor. Sabía que nos iba a afectar un poco a todos.
Mi jefe de ese momento me aclaró que lo pensara bien porque iba a estar en ese puesto al menos dos años. No era probar y volver para atrás si no me cerraba -algo que por otra parte nunca me hubiera permitido hacer-. Soy de las que empieza y sigue y sostiene hasta que le encuentro el encanto a lo elegido. Me pasó también con la carrera de Comunicación, a la que entré sin demasiada convicción, pero a la que le di la oportunidad hasta que me apasioné (eso vino en realidad cuando pisé la primera redacción de un diario).
Esta vez no fue la excepción. Lo viví como una cierta excentricidad, una especie de rebeldía. Y estuve siete años hasta que decidí que era tiempo de volver al periodismo diurno y dormir de nuevo de noche.
Ahora que inauguro mi posición de editora web de OHLALÁ! recapitulo estos años en los que viajaba a trabajar cuando la mayoría volvía a sus casas con provisiones para la cena o comentando con alguien por teléfono sobre algún plan para más tarde. Aun no sé si me costaba más en invierno, cuando partía a trabajar ya de noche, o en el verano, cuando la gente estaba con planes de verse, de tomar algo al aire libre cualquier día de la semana.
Como me dice una amiga que celebra mi cambio: las salidas al teatro, a comer o a bicicletear a la tardecita sólo eran para sábado o domingo con vos. Y también apunta un detalle que tiene muy presente porque como ella madruga le costó acostumbrarse. “Era escribir un WhatsApp temprano y saber que nunca respondías antes del mediodía”. Claro, si la última conexión solía ser a las cinco o a las seis de la mañana, según cuán complicada hubiera sido la jornada laboral. Mi meta era dormir hasta la una, y así acercarme a las ocho horas de sueño recomendadas.
Aunque últimamente ya dormía bastante entrecortado y, a veces, caía en la tentación de revisar el WhatsApp, incluso los mails laborales por si había algo urgente, o algún pedido de un colega que se me hubiera pasado. Podían ser las ocho o las nueve de la mañana la primera vez que me despertaba: revisaba, contestaba si era algo importante y procuraba seguir durmiendo. Solía desvelarme después de esa actividad con el celular, entonces, según el ánimo de ese día, encendía el velador y leía algunas páginas de un libro, prendía la radio a muy bajo volumen para que las voces graves me devolvieran al sueño o le daba play a una lista de temas de Spotify que prometía “sueño profundo”. Algunas madrugadas (o mañanas) de desvelo fuerte llegué a probar las tres estrategias.
A veces, el estrés o alguna preocupación me impedía volver al sueño. Pero, otras, el mundo diurno se complotaba con sus ruidos para interferir en mi descanso. El timbre del cartero, el ascensor demasiado activo, la desinfección mensual de las nueve de la mañana, el plomero que venía a revisar por la humedad del vecino, los empleados de la empresa de internet que querían tirar un cable por mi balcón, los obstinados chatarreros…Y el malhumor que solía generarme me era desconocido, pero ahí estaba.
El divulgador científico Diego Golombek me explica que pasar del sueño diurno al nocturno me debería hacer sentir mucho mejor, aunque me lleve un tiempo adaptarme. Dice que somos bichos diurnos, con lo cual nuestro ideal es trabajar de día, comer de día, estar expuestos a la luz solar y, de noche, estar en la oscuridad durmiendo tranquilos.
Aclara que la sociedad contemporánea tiende a conspirar contra este ideal que menciona porque el invento de la luz eléctrica –el propio Edison lo admite– es para robarle horas a la noche y así extender la jornada laboral, básicamente. “Eso fuerza muchísimo a nuestra fisiología a ocupar lugares para los cuales no estamos preparados”, dice el profesor de la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Conicet.
Y me entiende cuando le cuento de mis malhumores si algo me impedía conciliar el sueño. Dice que dormir a deshoras, dormir mal, entrecortado implica que uno esté somnoliento y con trastornos en el estado de ánimo, y que, además, una falta de sincronización adecuada en el ciclo del sueño también conspira contra la salud: enumera que estás más susceptible a infecciones, alergias y, si esto es crónico, podría ser a cuestiones cardiovasculares, etcétera. Con lo cual, si se duerme a deshoras recomienda ser firme en algunos hábitos como comer bien, salir a la luz del sol para calmar la somnolencia y hacer ejercicio físico.
Uno de los aspectos que siempre observé como positivo del trabajo nocturno es que me dejaba tiempo del día liberado para otras tareas que quisiera hacer (también estaba la felicidad de transitar las calles semivacías y hacer en 15 minutos lo que durante el día podría llevar casi una hora). Sabía que podía pasear varias horas, ir a algún museo si tenía ganas, o al cine, o escribir algo que me interesara, disfrutar del aire libre. Claro que llegaba la hora de ir a trabajar y sentía el peso de todo el día encima. Así que café, una ducha y a trabajar, que empezaba la jornada de ocho horas.
En el entusiasmo de querer aprovechar el día, sobre todo los fines de semana, que eran mis francos, solía poner la alarma para ganarle una hora a la mañana y así llegar medianamente temprano y con algo de hambre a algún almuerzo o salir a pasear con mis sobrinos que vienen muy de vez en cuando y todas las horas son importantes. Es decir, tratar de que lo social no se viera tan afectado.
Eso, según Golombek, genera que la estabilidad del sueño sea bastante mala e introduce un concepto: jet lag social. En realidad, dice que nos pasa a todas las personas, porque es la diferencia entre el tiempo establecido por el reloj biológico y el que te marca la sociedad: la escuela, el trabajo, las reuniones festivas. Pero para quienes trabajan de noche esto se exacerba cuando se pretende modificar el ritmo que se lleva durante la semana laboral.
El biólogo insiste con que la luz natural diaria es una nafta para el reloj biológico, para el estado de ánimo, para sentirte mejor. Y lo contrasta con la luz nocturna, que es la de pantallas: “Estamos frente a la computadora, la tablet, la tele, el celular y tienen un fuerte componente de luz azulada, que es la que más estimula el reloj biológico para decirle que es de día, con lo cual la luz nocturna te tiende a decir que sigas de largo, pero al día siguiente ve luz natural y el reloj no entiende nada”. Por eso dice que el consejo para un buen dormir es que las pantallas no ingresen a la habitación, casi una quimera. Y si, como en mi caso, se trabaja con pantallas, directamente imposible pensar en apagarlas.
Mi estrategia al finalizar la jornada laboral de madrugada era, a veces, darme una ducha o incorporar una clase de “yoga calmante para dormir mejor”, con Xuan Lan, cuando anticipaba una noche difícil; leer algunas páginas de un libro en papel –o en e-book-; y siempre me preparaba algo de comer: por lo general un sándwich o una brusqueta con queso, palta o tomates secos si había. No era tanto el hambre, sino que me parecía que esa saciedad me ayudaba a conciliar el sueño y se me volvió una rutina. Según parece, esa ingesta estaba por demás fuera de lugar: sí, las hormonas que se ocupan del metabolismo también están preparadas para trabajar de día.
A menos de una semana de despedirme de mi empleo nocturno, aún no logré dar vuelta mi sueño. Mañana tengo pensado madrugar, cueste lo que cueste, a ver si empiezo a modificar mi ciclo. No hay como la luz de la mañana, dicen. El combustible natural.
Ya es más de medianoche, las ventanas de mis vecinos están a oscuras. Por ahora, sigo frente a las pantallas (computadora, celular en segundo plano). Y escribo.