Mientras que la pandemia puso sobre la mesa la importancia de hablar sobre esta problemática, todavía existen muchos estigmas a su alrededor. Te contamos tres historias para conocer más sobre este tema
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Si en Tokio 2020 la salud mental de los deportistas tomó protagonismo en los titulares del mundo, podríamos pensar que el estigma sobre estos temas se va disipando progresivamente. Es que si hay algo que la pandemia vino a poner de manifiesto es la importancia de la salud mental (a la par de la física) y mostrar que, si aún no habías sufrido de un ataque de pánico o una tristeza profunda, eso también te podía pasar a vos.
Todavía con un largo camino por recorrer, te contamos tres testimonios para abrir el diálogo y reflexionar sobre esta problemática.
“Nadie está exento”
Por Gabriela Menichetti. Ilustradora y creadora de Tienda Filigrana.
Cuando la gente me pregunta “qué tengo”, se sorprende al escuchar que tengo varios diagnósticos –a los 16, me diagnosticaron TOC y ansiedad generalizada– y que conviví con ellos casi toda mi vida. Se está hablando un poco más de salud mental, pero hablar de trastornos crónicos sigue siendo muy tabú y frases como “no estás bien porque no querés” te cargan con una responsabilidad injusta.
Parece inconcebible que alguien esté haciendo de todo para estar lo mejor posible y aun así no lo logre; entonces, la sociedad te pone en duda constantemente y te acusa de estar haciendo algo mal. Un poco es ignorancia, pero también miedo a ver la realidad, ya que nadie está exento de tener estos problemas e incluso quienes tenemos la fortuna de hacer todo tipo de tratamiento a veces tenemos condiciones que nos acompañan toda la vida.
Pero siempre está ahí acechando esa idea ajena de que en algo debés estar fallando, te falta probar una medicación nueva o cambiar de dieta o abrazar un árbol. Una idea que también se olvida de algo muy importante: aunque los trastornos tiñan cada aspecto de nuestras vidas, podemos elegir no dedicar cada minuto a intentar deshacernos de ellos y, en cambio, hacer las cosas que hace el común de la gente y que forman la felicidad. En vez de pasarnos el día haciendo yoga, capaz queremos ver una serie, comer algo rico, leer un libro, y eso no significa que renunciamos a ser felices, al contrario, significa que, incluso en lo doloroso que es transitar la montaña rusa que es tener problemas de salud mental, aprendimos a encontrar momentos de bienestar. Aunque no encaje con la idea de felicidad que tiene el resto.
“La vida se vuelve chiquita y previsible”
Por Ana Prieto. Periodista y autora.
El trastorno de pánico (que sucede cuando los ataques son muy recurrentes) te convence muy rápido de que no tiene solución, de que la vida va a ser eso: vos y el miedo, el miedo y vos. En una disciplina casi supersticiosa, quienes hemos atravesado sus síntomas desmedidos intentamos mantenerlos a raya evitando hacer lo que creemos que dispara la ansiedad: tomar el subte, ir al supermercado, hablar con gente, salir de casa. La vida se vuelve chiquita y previsible; un precio que pagamos con gusto con tal de que el pánico no ataque de nuevo con sus promesas de muerte súbita o locura irreversible.
Viví casi un año así, tal vez menos, tal vez más. Me alegra no recordar cuánto duró porque significa que salí del abismo y hoy lo miro de lejos. Como algo que se entiende pero que ya no interpela ni hace sufrir. En mi caso, la solución llegó gracias a una psicóloga cognitiva y un ansiolítico recetado por un psiquiatra. Siempre voy a estar agradecida a los tres.
La comprensión, en cambio, nunca llegó del todo. Después de ir a terapia, entrevistar a personas que pasaron por lo mismo y escribir un libro sobre el tema, sigo sin saber los porqués. Hay cosas que se nos van a escapar, siempre. Tampoco sé qué historia contaría si mis ataques hubiesen comenzado con la pandemia. Pero sí sé esto: el trastorno de pánico no tiene por qué llegar para quedarse, y bien tratado, se va pronto. Saber que una no está sola, que esto que le pasa no es único, ayuda a aligerar la carga.
“Pensaba que era una mala mamá”
Por Karen Barg. Maquilladora, beauty blogger y mamá de Toto.
Hacía un año y medio que estaba deprimida sin saberlo, aunque, después de que el psiquiatra me diera el diagnóstico, pude identificar el momento exacto en que me deprimí. Era el 26 de junio del 2017 y rompí bolsa a las 5:55 a. m.; faltaban dos semanas para que naciera Toto y cuando llegamos, la partera me mandó a ponerme el camisolín, mientras me convencía de que lo ideal era tener una cesárea; me dijo que estaba muy nerviosa, que no me iba a bancar un parto natural, que la inducción dolía mucho, todo eso mientras, desnuda, chorreando, esperaba a mi marido para que me ayudara a entender lo que me decía esa mujer. Finalmente con total indecisión, decidimos ir a cesárea.
Cuando la enfermera me puso la vía, ese fue el exacto momento en el que me deprimí. Lo pienso ahora mientras escribo y se me congela el cuerpo. El parto fue duro; la partera se burló de mí y yo me fui a otro planeta, no sé a cuál, pero cuando nació mi hijo, mi marido me lo puso al lado y yo ni reaccioné.
Durante un año y medio estuve deprimida: pensaba que era una mala mamá, que estaba así porque dormía muy mal, que mi matrimonio era un fracaso. Nada de eso era así, solo estaba deprimida y esa nube gris me acompañaba todos los días y todas las noches, sobre todo.
Hasta que decidí hacerme cargo de lo que estaba pasando y fui al psiquiatra y a la psicóloga. No fue fácil, llevó su tiempo, pero de a poco empecé a disfrutar de la maternidad, de mi hijo, de mi marido, de mi familia, volví a disfrutar de mí y a reencontrarme con esta nueva Karen que estaba lista para dejar esa nube atrás.