Tomás Cánchero busca la excelencia en la elaboración de la pizza napolitana y lo consigue cada noche, en su novedoso local a puertas cerradas.
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La pizza napolitana -masa fina, apenas crocante, bordes esponjosos y ampollas que se logran solo a muy altas temperaturas- hace años que viene ganando adeptos. Tantos, que ya salió de los límites de la capital de Buenos Aires y desde hace poco tiempo puede probarse en Lobos.
La cita es en Volare, una pizzería a puertas cerradas, que invita a recorrer el corto trayecto para llegar a esta ciudad con vida de pueblo, 41.000 habitantes y conocer a Tomás Cánchero, joven pizzero-panadero con manos prodigiosas. Todo lo aprendió de su abuela Elida Luisa Beccaría, Porota, la mujer que sabía manipular la harina hasta obtener una masa perfecta y del color del huevo, para hacer la pastafrola que hoy recuerdan sus nietos. Tomás guarda en la memoria aquella tarta dulce como si fuera el comienzo de todo, la piedra fundamental. Y lo cierto es que fue así, raudamente, como la experiencia viajó de unas manos a otras.
Volare es una pizzería de estilo napolitano, con solo nueve mesas, horno mixto (a leña y gas), ingredientes de primera línea, y ningún cartel en la puerta que la identifique. En el frente de portón blanco, que en rigor de verdad es la entrada a un garage, no hay señales de pizzería, nada dice que ahí está Volare. O sí: un dibujito hecho a mano con marcador negro de una porción de pizza y una flecha hasta el timbre.
Para acceder hay que hacer una reserva. El ingreso es por el costado de la casa; un pasillo conduce al fondo, donde está el único cartel con luces de neón que dice “Volare”, nombre elegido en honor a la famosa canción del compositor y cantante italiano Domenico Modugno. Lo segundo a la vista es una parra que tiene, aproximadamente, los mismos años que el padre de Tomás, Miguel Ángel Cánchero. Después, la cocina, el glorioso horno, el salón con lámparas que parecen lunas y un aviso en la pared “Productos de estación y orgánicos”. En Volare no hay nada librado al azar, y esto se traduce en la calidad de pizzas, en el postre tiramisú, en la ricota casera... Así es la propuesta que Tomás Cánchero erigió en el mismísimo patio de su abuela Porota, donde él y sus hermanos pasaron la infancia.
De la formación industrial a la pizzería minimalista
A los 18 años, después de haber cursado la escuela secundaria, con padre y madre -Adriana Rosciano- traductores de inglés, hermanos universitarios, Tomás debía elegir qué estudiar. Probó algunas variantes antes de descubrir que lo suyo era la cocina: turismo y hotelería, traductorado de inglés, sonido y grabación de música, una carrera corta que terminó. A los 21, edad que para él marca un comienzo, entró en “Don Julio campero mediterráneo” el restaurante que el cocinero Nicolás Minetti tenía en Navarro, a 30 kilómetros de Lobos. Trabajó un año de ayudante de cocina hasta que decidió viajar por Europa y aterrizar, como destino final, en la ciudad de Buenos Aires, donde hizo una primera parada en la cadena internacional de panaderías y restaurantes, Le Pain Quotidien.
“Fue el primer acercamiento con las masas grandes, ahí se producía mucho, era monstruoso”, recuerda Tomás. De Le Pain Quotidien, y a través de un anuncio que vio publicado en Instagram, llegó a la cocina de Donato De Santis, “...a mí siempre me gustaba de verlo en la tele y necesitaba gente”. Se contactó, tuvo una breve entrevista y entró a Paradiso. Allí tuvo un lugar relevante, se encargaba (nada más ni nada menos) de hacer la masa para las pizzas, “Me dediqué a hacer solamente la producción de las masas. Yo la hacía y se la dejaba a los pizzeros, a la noche veían ellos y horneaban”. Pero en un momento pasaron de producir 30 a 300 pizzas por noche. Era tanto el trabajo y tanta la gente que decidió cambiarse de turno y amasar de 12 de la noche a 8 de la mañana, cuando en la cocina no había nadie, “duré cuatro meses, no podía dormir, no me acostumbré nunca y me fui.” Es probable que en aquellos dos lugares, además de aprender, Tomás entendiera que lo suyo iba por otro lado: si alguna vez emprendía su proyecto, lo masivo no sería el camino.
Así es como se aprende: 2 panes por día durante cinco meses
Entre Le Pain Quotidien y Pizza Paradiso, llegó la pandemia. Vivía en un departamento en el barrio de Retiro y, como la mayoría de la población mundial, quedó confinado . Había visto, en la librería Grand Splendid El Ateneo de Santa Fe, en un libro de cocina del panadero español Iván Yarza, la fotografía de un pan tipo europeo, que le fascinó. Por ese libro, también se enteró de que existía la masa madre, un fermento que se agrega al amasado final y que hace levar la masa de modo natural. Compró tres bolsas de harina de 25 kilos cada una y se propuso hacer dos panes por día, durante cinco meses. Ya sabía hacer pizza; de manera que ahora aprendió a hacer el pan. Al tiempo lo tomaron en Cerca Deli, una panadería, pastelería y viennoserie, ubicada en el barrio de Las Cañitas. Estuvo otro año haciendo panes de masa madre, baguette, croissants, medialunas, hasta que se cansó de la gran ciudad y decidió regresar a Lobos.
Volare, una parra y la heladera Siam
Una vez más, nada quedaba librado al azar, cuando Tomás renunció, la obra en construcción donde funcionaría Volare ya estaba avanzada. Adriana y Miguel Ángel, sus padres, fueron cruciales, ellos invirtieron el dinero necesario para darle vuelo a la idea de su hijo menor. Detrás de la casa donde ahora vive uno de los hermanos, había un galpón derruido que lo hicieron nuevo, “lo trajimos a la vida”, dice él, y construyeron el horno, la segunda piedra fundamental después de la pastafrola de la abuela Porota. Una vez que el horno estuvo listo para ser encendido, Tomás armó las valijas y se instaló definitivamente en Lobos. Aunque fue más que eso: mudó su proyecto de vida al patio de la abuela donde está la parra que sigue dando uvas, un galpón con lámparas lunares, y la heladera Siam rojísima del padre, en perfectas condiciones, utilizada para refrigerar los ingredientes de las pizzas.
Nueve mesas y una excelente razón
Empezaron haciendo pizza para llevar, pero esa opción enseguida fue descartada. “Dejé de vender porque no me gustaba como salía. Se ablandaba mucho con el calor y cuando llegaba era otra pizza”. Así fue definiendo qué hacer y con qué materia prima. Volare tiene cinco gustos de pizza napolitada, elaboradas con masa madre: Marinara (pomodoro, ajo, albahaca, orégano, aceite de oliva); Papa (mozzarella, papa, parmesano, cebolla de verdeo, alioli, aceite de oliva); Margarita (pomodoro, mozzarella, parmesano, albahaca, aceite de oliva); Margarita con ricota (pomodoro, mozzarella, parmesano, ricota, albahaca, aceite de oliva); Pepperoni (pomodoro, mozzarella, pepperoni, pickles de cebolla morada); y la aclamada de 5 quesos (mozzarella, parmesano, queso azul, fontina, ricota casera, nuez pecán caramelizada, cebolla de verdeo. Hay una selección de ingredientes que garantizan la calidad del producto final que llega a la mesa: salsa importada de Italia, harina orgánica de La Plata; ricota casera (se produce en Volare), vainillas caseras para el postre tiramisú, el más pedido de todos. Hace tres semanas abrió la panadería en el garage de la casa. La tarta de ricota, una de las especialidades, se acaba en las primeras horas de la mañana.
Las mesas del salón, ya se dijo, son nueve, y no habrá más. Tomás es celoso de un proyecto que cuida el producto y la atención a los comensales, quiere ocuparse de hacer las pizzas, de tener el tiempo necesario, “No construiría más porque eso implicaría incorporar gente, sacar las pizzas apurado, que no lo disfrute. Yo sé que la pizza es de calidad. Este es el lugar y ahí se termina”, señala mostrando el final del salón y mirando a su vez la entrada, donde está el timbre. Es un ciclo corto, lento, y a él apunta. Como dicen los restaurantes italianos, el que sabe comer, sabe esperar.
Volare. Olavarrieta 133, Lobos. T: (2227) 44-0771. De martes a sábados, de 20:30 hs en adelante. Solo con reserva previa.
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