El azul del Nahuel Huapi, las penumbras del bosque andino, las alturas cordilleranas y el espíritu de pertenencia de quienes no renuncian al entorno cautivante de esta gema sureña, explican por qué tanta gente sueña con vivir en la villa renacida de las cenizas.
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Tiene un centro urbano breve, pero intenso, atestado de cafés, chocolaterías y locales de ropa de montaña. Villa La Angostura es un pueblo tirando a fragmentado, que se interna en el bosque, se asoma al lago Nahuel Huapi y defiende, orgulloso, el lugar de privilegio que ocupa en la geografía andina. Su halo de exclusividad se manifiesta en la profusión de acentos que recorren la villa en temporada alta y en el celo manifiesto de sus residentes por preservar la belleza natural que la distingue.
1 - Los dos lagos
“El más corto del mundo”, se sincera el letrero sobre el río Correntoso, que se detecta desde el puente de la ruta 40. Es una de las vistas emblemáticas de la villa: a un lado, la naciente del curso fluvial en el lago homónimo con un par de rápidos que se vuelcan, urgentes, desde el turquesa lacustre; al otro, la desembocadura del río breve en el Nahuel Huapi y la panorámica que delimita un entorno vasto de islas, penínsulas y montañas.
El acceso es por un camino de ripio desde el lado del Nahuel Huapi. La primera escala es el Paso de Pescadores, una bajada boscosa de 50 metros hacia la playa. “Descanse, escuche las historias que el río cuenta”, propone el mensaje que un guardafauna talló sobre un banco de madera. El rumor del río se mezcla con las olas del lago, donde los pescadores buscan sus presas frente a los visitantes que fantasean con largar todo y venirse a vivir aquí para fundirse en estos atardeceres perfectos. Las bajadas al río están escondidas entre arrayanes que bañan sus raíces en el agua espumosa: vale la pena buscarlas.
Para llegar al otro lado hay que cruzar debajo del gran puente, con escalas en un mirador y en otro cruce, esta vez peatonal. El Correntoso se bordea por un paseo empedrado y bien iluminado que se abre hacia una bahía calma, con playa de arena y canoas que esperan en la costa.
2 - Verano en las alturas
A la base del Bayo se llega por un camino de ripio con seis kilómetros de curvas y contracurvas, sembrado de miradores que revelan el perfil cordillerano reflejado en el Nahuel Huapi. Aquí se puede hacer trekking y bici, para apreciar la visión de 360° desde la cima. Es un éxito, con un centenar de subidas diarias.
Desde cada ámbito de este lugar se accede, a simple vista, al escénico Nahuel Huapi. Todo confabula para sentirse felizmente prisionero. Afuera, ventoso, pero despejado. La subida al macizo (1.782 m) es, desde la telesilla principal, un trayecto entre teros y lavandas.
El camino se inicia en el Parador Altitud, ladea la Pista 18 y sigue por la bajada de las pistas T-Bar y Lagos. Ahí están las primeras vistas del lago: los Brazos Última Esperanza, Rincón, Machete y Huemul. A los 20 minutos, el primer mirador se abre al casco urbano y, como una escenografía de lujo, surgen la Isla Menéndez y la Península de Quetrihue; el Llao Llao y el Cerro Catedral. En el centro, el Tronador nevado.
Después de trepar un filo de lajas estrecho, el segundo mirador suma la imagen de la Huella Andina, el camino que lleva directo a Traful. Un tramo áspero, también pedregoso y con un desnivel más vertical, deriva en el tercer punto de observación: un panorama en 360° que incluye el volcán Lanín y la vista de las tres bahías: Las Balsas, Manzano y Cumelén. El desnivel de 287 metros valió el esfuerzo: un paisaje único y libre de nieve, destinado a convertirse en otro recuerdo imborrable.
3 - Dos bahías
La céntrica y concurrida avenida Arrayanes deriva en una ruta asfaltada por donde, antes del puerto, se proyecta la creación del área natural protegida Laguna Calafate; aquí ya pueden avistarse algunas de las 13 especies de aves acuáticas de la zona. Hay senderos con puntos de descanso y un observatorio con cartelería.
Después de una gran bajada curva, el Paseo Artesanal se abre en una oferta expansiva de bijouterie clásica, cuadros con motivos regionales, joyas de plata, mandalas elaboradísimos, tejidos diversos y piezas de vidrio fundido. Para antes o después de las compras, se proponen distintas opciones gastronómicas y mesas al aire libre, tentación difícil de resistir con buen tiempo.
Además de ser el punto de acceso a las caminatas y bicicleteadas, el istmo de Quetrihue divide las dos bahías más populares de la villa (Brava y Mansa), de donde salen los catamaranes rumbo al Bosque de Arrayanes.
La Mansa es punto de amarre de veleros, tiene una costa de arena gris y exhibe con orgullo su célebre muelle techado, “el” lugar para las selfies sobre el agua. La opción del kayak no podía faltar. Y, en modo peatonal, se recorre fácil el boulevard Nahuel Huapi –entre pinos y araucarias y los edificios clásicos de Prefectura y el Juzgado de Paz–, que termina en el puerto de la Brava. Más extensa (y a veces ventosa), asoma como un enclave de veraneo idílico, con una playa blanca que delimita las aguas verde-azuladas.
4 - Navegación, mitos y bosques
El catamarán Bandurria es un Ragazza bimotor semicubierto con capacidad para once personas. Navegando el Brazo Última Esperanza –así le pusieron quienes insistían en encontrar la salida a Chile– se atraviesan destinos sugestivos, como la mansión Inalco, supuesto escondite de un Adolf Hitler sobreviviente a la derrota del Eje. Diseñada por Alejandro Bustillo, es un complejo de madera deshabitado, con tres chimeneas y 16 ventanales. La hipótesis, basada en charlas de un periodista barilochense con personas que habrían trabajado para Hitler, es que este habitó dicha propiedad fantasmagórica en algún momento, entre mediados de los 40 y los 50. “Si no fue él, fue otro jerarca alemán”, especula el capitán.
El Bandurria gira y la mansión desaparece. Cuando se ingresa al Brazo Rincón, el agua se calma y las cumbres del Cerro Tres Hermanas se recortan en el horizonte. Allí se encuentra el camping “Florencia”, propiedad de Juan Carlos Martínez, un ex productor ganadero que comenzó a trabajar con el turismo tras la erupción del volcán Puyehue de 2011.
En 2015, se reconvirtió al turismo con un camping simple, pero idílico. “Vivir acá es hermoso”, aclara el hombre, mientras guía por una senda de radales y coihues que trazan un claroscuro hipnótico en las alturas. Juan Carlos vive entre zorros, liebres, jabalíes y huillines del lago. “No podría ser empleado en el pueblo”, aclara. “Le agradezco al Flaco de barba por haber nacido acá”. Con el atardecer entre los cerros, se regresa al punto de partida.
5 - Siete lagos y una cascada
El tramo de la ruta 40 hacia el desvío a Traful es una sucesión de miradores, donde ciclistas y conductores hacen los altos obligados para llevarse sus fotos patagónicas por excelencia. Bien asfaltada y señalizada, la ruta de los Siete Lagos intensifica su belleza en la bajada al Espejo; la breve, pero impactante Laguna Ceferino; el esquivo Espejo Chico, y los reflejos de la Laguna Bailey Willis. Un resumen de la generosidad andina, esplendorosa en la vegetación y explosiva en la geografía.
El camino hacia la cascada Ñivinco sale 17 km después del desvío. Con una dificultad media de octubre a mayo, a paso tranquilo demanda dos horas entre ida y vuelta. Empieza como una picada silenciosa, con pájaros a vuelo rasante y el cruce de un primer arroyo sobre troncos estrechos. Es el hábitat del pato de los torrentes, que se reproduce en primavera y verano: los carteles piden no molestar. Para no perderse, hay que prestar atención al segundo cruce. El agua se atraviesa en línea recta hasta otro letrero que marca la continuidad de la senda. El bosque se humedece y las sonrisas de los que vuelven relucen: una señal auspiciosa. El tramo final es un laberinto en subida, entre cañas colihue de tres metros.
Después de una última escalera descendente, la cascada se muestra en todo su ancho de manera un poco irreal: la bajada potente, los paredones de piedra gris colonizados por el musgo, los piletones verdes como los de una piscina jamaiquina. Acercarse ayuda a apreciar las distintas formas del agua: el goteo entre los líquenes, la espuma después del vértigo, el rocío sobre la cara. Un puente de madera funciona como espacio de picnic, acrobacias infantiles y más selfies ineludibles.
No es el final. Aunque a veces permanece cerrado, el camino se extiende un tramo más, donde tres caídas se lucen en un punto de fuga hipnótico e inalcanzable.
6 - La península en bici
Los primeros mil metros son duros. En el ingreso a la Península de Quetrihue hay que cargar la bici al hombro para subir las escaleras; trepar las pendientes a pedal se acerca a la proeza. Si la bicicleta es alquilada, conviene familiarizarse rápido con los cambios para optimizar cuádriceps, gemelos y pulmones. A 700 metros –varios minutos después de haber iniciado el ascenso– se abre un desvío opcional hacia los miradores.
El de Bahía Mansa muestra una panorámica de todo el espejo azul, celeste y turquesa. El de la Brava, todo el perfil montañoso, con la cima del Dormilón sobre el Brazo Machete del Nahuel Huapi.
Cuando empiezan las bajadas, el contraste entre la velocidad propia –un zigzag encantador– y la quietud del entorno ayuda a entrar en otro plano de la realidad. Conviene estar atentos al carpintero gigante y al búho que, posado sobre los árboles, observa con sus grandes ojos amarillos.
Otros miradores van abriéndose sobre el lago, con más vistas impactantes de La Mansa. El camino está bien mantenido. En cuatriciclo y equipada con motosierra, una guardaparques delicada como una modelo moscovita pregunta si vamos bien. Vamos bien, y en el kilómetro diez tomamos otro desvío corto hacia la Laguna Patagua. Una última bajada marca el final del recorrido.
Hay que estacionar las bicicletas y empezar a caminar por una pasarela que se interna en la comunidad de arrayanes canela, frescos y chirriantes. Antes de la creación del PN Los Arrayanes en 1971, se talaron coihues y cipreses para crear el bosque rojizo. Hoy empiezan a reaparecer los helechos, radales, maquis desterrados. Al final del camino, aparece la famosa casita de madera rústica, un mito ya desangelado (su probada no pertenencia a Walt Disney) habilita la bajada al muelle para capturar más instantáneas inolvidables.
Con esta excursión que, no por obvia, pierde su potencia encantadora, se sella otra jornada a pura acción. El cuerpo pide tregua y Huenú es nuestro refugio en la siempre bella Bahía Manzano, integrado al bosque.
7- Un té paradisíaco
Allí donde el río Correntoso y el Nahuel Huapi se encuentran, destaca la silueta del que fue el hotel más antiguo de la Patagonia argentina. Surgido en 1917 como pensión Doña Rosa y renombrado Correntoso en 1922, cuatro décadas después de su ocaso y abandono experimentó un glamoroso renacimiento como Correntoso Lake & River Hotel. A partir de su apertura en 2003, el edificio concebido en piedra y madera frente a una península y a los cerros deslumbra. Amplios ventanales, 50 habitaciones, spa y servicio de restaurante suceden con vista a la postal patagónica.
Hoy, el “Té Correntoso” es un clásico de Villa La Angostura que reedita el que se hizo célebre en los 40, cuando los turistas llegaban por agua sólo para probar las exquisiteces que aquí se proponían. Sus actuales propietarios, se ocuparon de enaltecer ese rito a partir de una amplia carta de tés –18 variedades con tres blends propios: nougat de Bélgica y notas de vainilla, verde con frutas tropicales, Lady Grey con bergamota– e infusiones, que apuntalan la magnífica pastelería y una panificación de calidad superior.
“Me quedo a vivir”, exclama una comensal cuando descubre la mesa de tres metros, con un mantel blanco que realza el brillo de la platería y la refinada vajilla que contiene tantos manjares. El maestro pastelero se luce con los domos de naranja, chocolate y maracuyá; las tarteletas toffee con mousse de chocolate, y los éclairs de chocolate blanco y lima. Como escribió Paul Auster: “El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca”.
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