En 1972, un avión con 45 personas cayó en la cordillera mendocina. Después de 72 días, sólo 16 sobrevivieron. La expedición al memorial que se armó en el lugar es un emotivo viaje que recuerda esta historia épica de supervivencia.
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En octubre se cumplieron 52 años del trágico final del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya. El Fairchild FH-227D, más conocido como “el avión de los uruguayos”, se estrelló en el Valle de las Lágrimas, provincia de Mendoza. El lugar lleva ese nombre no por la tragedia del accidente, sino porque las formaciones en las laderas montañosas tienen surcos que, vistos a la distancia, parecen las marcas que dejan las lágrimas en un rostro.
Cuando surgió la posibilidad de esta cabalgata, desconocía que era el sitio donde había caído el avión aquel 13 de octubre de 1972. No había leído libros, ni visto películas, tampoco había reflexionado acerca de ese hecho como un paradigma de supervivencia, uno de los más importantes en la historia de la humanidad. Una vez confirmado el viaje, sí busqué entrevistas y artículos, conversé con personas. Recuerdo que una noche, ya hospedada en Mendoza y después de una larga jornada de trabajo, me metí en la cama del hotel, me puse los auriculares y no despegué los ojos de la pantalla del teléfono hasta las dos de la mañana, cuando terminé de ver La sociedad de la nieve, la película del español Juan Antonio Bayona.
Estaba lista, o eso creía yo. Me había “empapado” acerca del tema, pero no había imaginado lo que podía suceder al llegar al Glaciar de las Lágrimas, a 3.600 msnm –este sí, bautizado en honor a los que allí murieron–: es el lugar donde se encuentran el memorial y los restos del avión. Fernando Robledo, dueño de la agencia Argentina Extrema, lo había advertido desde el principio. “En todas las expediciones de montaña tenemos un objetivo: alcanzar una cumbre o cruzar los Andes. Este, en cambio, no es un objetivo que al lograrse se festeje”. Se busca llegar al memorial, pero al conseguirlo, no hay nada que celebrar. “A diferencia de otras travesías, en esta el momento culmen es de silencio”.
Argentina Extrema es la agencia que Fernando Robledo ideó a los 19 años. Amante de la escalada en roca y de actividades de aventura, a esa edad, mientras cursaba la carrera de Ingeniería Informática, se le ocurrió que podía montar un emprendimiento que ofreciera este tipo de propuestas, pero en aquel entonces sólo lo veía como un sueño remoto. “El punto de inicio fuerte fue en 2011… Uno de los primeros productos fue el Valle de las Lágrimas, hacia 2012. No podíamos hacer trekking por Argentina sin tener este, que era un sueño para nosotros también, poder llegar a ese lugar”.
La expedición al avión de los uruguayos tiene dos modalidades: trekking o cabalgata. Dura tres días y el primer encuentro es en El Sosneado (a 137 km de San Rafael y 52 km de Malargüe) a las 8.30 de la mañana. Ahí se chequea el equipo necesario, que no falte ni sobre nada, y se ingresa en ómnibus al Valle del Atuel Superior, por un camino secundario en plena cordillera. Es un trayecto de 50 kilómetros hasta el Puesto Araya, donde se encuentran los caballos y los baqueanos. Se reparten frutas, snacks, bebidas y se reciben los cascos de uso obligatorio.
Puede suceder, como me pasó a mí, que en el viaje se coincida con personas que conocen la historia a la perfección y que han ido allí varias veces. Alexis Scarantino, de 41 años, es el creador de “Grupo Re-Viven! La Tragedia de Los Andes - El Milagro de Los Andes”, una página de Facebook con más de 80.000 miembros; Fiona York, de 44 años, pareja de Alexis e integrante del grupo; Marcio López, de 53 años, dueño de otra historia impactante, y Judit Castellà, de 42 años, una catalana doctora en Psicología y con formación en psicología de las catástrofes y las emergencias. Ellos cuatro, sumados a otros turistas que llegaban por primera vez, viajaron los mismos días, pero en un grupo con otro prestador, y coincidíamos en algunos traslados y por las noches.
“Yo siempre digo que la cabalgata está buena, no sólo por el hecho de que vas al lugar donde pasó todo eso, sino porque todo el paisaje desde que salís hasta que llegás al valle es alucinante. Podés estar horas sin hablar, mirando todo alrededor y siendo consciente de que lo que estás haciendo ya es una experiencia”, dice Alexis, que ya fue nueve veces.
La expedición ofrece un paisaje cordillerano bellísimo, pero es exigente. Son cinco horas de cabalgata el primer día, ocho el segundo (día en que se llega al memorial) y cinco el tercero. Sin embargo, con concentración y tomando a pie juntillas las indicaciones de Fernando, experto en expediciones de este tipo, y de los baqueanos, grandes conocedores de la montaña, no es misión imposible.
A las seis de la tarde llegamos al campamento en El Barroso, a 2.550 msnm. Nos espera una merienda suculenta, carpas estructurales para dormir y caminos de piedra blanca que se ven al claro de la luna, y nos muestran por dónde ir para llegar al comedor y el sector de baños.
“Si todo está oscuro –sigue Alexis–, la cantidad de estrellas, la Vía Láctea, es impresionante. Es el quinto cielo más puro del mundo, el de los Andes a esta altura. Y si sale la luna es otra experiencia también. Podés caminar por todos lados alumbrado por su luz. Sale atrás de El Sosneado, el cerro que veían ellos”.
Mientras los baqueanos encienden fuego para asar un chivito, nos disponemos en una ronda. Converso con Alexis, Fiona, Judit y Marcio por más de una hora. La primera vez que Alexis fue al Valle de las Lágrimas, subió con Roberto Jorge Canessa, uno de los sobrevivientes que cruzó a pie la cordillera, junto con Fernando Parrado, para conseguir que los rescatasen. “Eso sí, nunca lo había soñado, estar en el lugar donde pasó todo, con uno de ellos y especialmente con Canessa… subimos a los caballos, cruzamos el Atuel y en eso me dice: ‘Mirá, Alexis, ¿ves ese camino? Ese camino que está ahí es el que yo veía desde la montaña que subimos con Nando’”. En su momento pensaron que el camino era un accidente geográfico y por eso no lo tomaron. Dicen que, de haber seguido por ahí, hubieran tardado tres días en vez de 10.
Fiona York, que ya estuvo cinco veces, habla de lo majestuoso del recorrido. “Me siento parte de la naturaleza cuando estoy acá, siento que las montañas tienen entidad propia. Todo el trayecto hasta llegar a la cruz me absorbe completamente. Como si no existiera otra cosa en el mundo”. Para Judit Castellà, en cambio, es la primera vez en el Valle de las Lágrimas. Se emocionará al llegar al glaciar y, días después, recordará la noche que pasó en la base del memorial. “En el silencio de la noche también escuchamos sonidos desconocidos que nos acongojaban, que seguramente se debían al rompimiento del hielo del glaciar, por las diferencias de temperatura entre el día y la noche. Es todo muy surrealista”.
Marcio López es el último en hablar y la razón de su viaje es agradecerle al baqueano Osvaldo Araya (hermano de Antonio, que encontró a los uruguayos sobrevivientes) haberle salvado la vida hace 31 años. Tenía 21 y había viajado hasta ahí junto con una periodista, y pocos más, para buscar una de las baterías del avión caído. A poco de llegar, el clima se tornó despiadado. Algunos querían seguir, pero Osvaldo fue tajante y dio la orden de volver. El camino, debajo de la nieve, había desaparecido. Tenían que cruzar una yesera a 800 metros de altura y no sabían por dónde. A los gritos, Araya indicó que lo esperasen, se fue y volvió con 12 vacas. Las hizo pasar de a una, y de a una iban cayendo al vacío, hasta que la vaca número nueve pisó bien y eso les indicó por dónde atravesar la yesera. Para entonces, Marcio tenía manos y pies congelados. Cuando llegaron al puesto, el mismo Araya comenzó a pegarle en las extremidades para reavivar la sangre. Hoy, 31 años después, viajó a Mendoza para decirle gracias. “El poder encontrarme con Araya personalmente, para mí, fue lo más importante de todo el viaje”.
La entrevista se interrumpe porque alguien me habla al oído. “Mirá allá arriba, Guada”. Todos giramos la cabeza, una luz atraviesa el cielo. Unos dicen que es una estrella, otros aseguran que es un ovni, que un avión no es. El cielo fulgura y las laderas están apenas iluminadas, las carpas azul marino también resplandecen bajo los pequeños focos de luz. Los caballos toman agua de los claros, hay aroma a leña. Es un instante mágico.
Al día siguiente nos levantamos temprano. Fernando organiza la salida, los baqueanos ensillan caballos, una de las chicas está verdaderamente afligida porque el día anterior se descompuso y hoy le informaron que no puede salir. Pienso que ahora no entiende, pero, en realidad, la están cuidando y eso me alivia; significa que nos cuidan a todos.
Andaremos ocho horas a caballo. Después de las primeras dos, atravesando paisajes entre lagunas y valles glaciares, cruzamos el Río de las Lágrimas. Desde ahí comienza un importante ascenso hasta los 3.600 msnm, donde se encuentran los restos del avión y el memorial con placas conmemorativas. “Hubo cornisa, precipicio, bajadas muy impresionantes… Espero que las fotos estén bien”, escribo en mi diario de viaje.
Vamos en fila, un caballo detrás del otro, en silencio. Estamos en la recta final, cada uno con sus pensamientos y de frente a la montaña. Cuando llegamos al memorial, el silencio es aún mayor, el lugar se impone, se oye el soplido del viento.
Me acerco al sitio donde están las placas, pañuelos, flores de plástico sostenidas con piedras pesadas, leo nombres. Miro para todos lados como buscando algo, estoy conmovida y no lo esperaba. Judit tiene puesta una remera del Club de Rugby Old Christians, donde jugaban la mayoría de los pasajeros del vuelo. Marcio observa una de las ventanas del avión: “Lo que más me impacta –dijo la noche anterior– es que el avión cayó en un lugar que, bajo el sol, es un paisaje de ensueño y, a la vez, ante un mal clima, es el verdadero infierno”.
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