En la tercera ciudad más poblada de España, los vestigios romanos conviven con los edificios futuristas y la horchata de chufas con la explosiva celebración de las Fallas.
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Hay días en los que Vicenta tiene la sensación de que poco ha cambiado en su ciudad en los últimos 50 años. A pesar de que algunas fachadas del casco antiguo lucen pintura nueva y de que han envejecido los rostros tras los mostradores de la Plaza Redonda, ella sigue acudiendo aquí todos los jueves después de misa para comprar madejas de hilo y renovar, de vez en cuando, sus viejos bolillos. Los enseres para la costura más hogareña son vendidos por manos expertas en los puestos de encajes y puntillas de este entrañable rincón valenciano –de 1840– que, desde hace poco, luce una nueva techumbre y aligera el calor durante los días de verano.
No muy lejos de aquí, y siguiendo con la costumbre, la anciana culmina la mañana en la horchatería de Santa Catalina, donde ya la conocen por su nombre y donde suele repasar los cotilleos de la semana con sus hermanas y con un chocolate a la taza recién hecho. Como ellas, son muchos los valencianos que acuden a las pastelerías históricas que aún quedan en la ciudad en busca de buñuelos, mazapanes o fartons, un dulce originario del pueblo de Alboraya que se inventó para ser mojado en la tan valenciana horchata de chufa (bebida refrescante elaborada a partir del tubérculo de ese nombre).
Otro rincón para las compras de productos locales es el Mercado Central, de arquitectura modernista, que nos acerca a la Valencia de los sabores y del olor a cítricos. Mientras en su interior hierve a gritos la actividad de la oferta y la demanda, en su perímetro exterior, las terrazas de los bares sirven pinchos de tortilla con vistas a la fachada de cerámica pintada a mano del mercado. Algo más al oeste está el Mercado de Colón –otra maravilla modernista, obra de Francisco Mora y Berenguer–, un fresco espacio de ocio ocupado por tiendas gourmet y restaurantes a la carta que ejerce de vanguardista contrapunto al tradicional Mercado Central. La Valencia de las compras no termina aquí. También entre lo nuevo y lo viejo se debaten las calles del centro, donde las tiendas de turrones artesanos o las de brocados falleros se codean con las boutiques de los más prestigiosos diseñadores españoles, como Francis Montesinos o Purificación García.
Otro de esos lugares del centro histórico que Vicenta conoce muy bien son los espacios interiores de la Lonja de los Mercaderes (o de la Seda), donde, cuando ella era jovencita, solían exponer los ninots, las figuras de telgopor, cartón y madera que todos los años entran en competición durante las fiestas de las Fallas.
La historia de la construcción de este edificio se remonta al siglo XIII, con la concesión del Privilegio Real, que aplicaba las normas del Consolat del Mar a la ciudad, momento en que Valencia empezó a consolidarse como un importante puerto mercantil en las rutas comerciales por el Mediterráneo. El comercio urbano empezó a crecer en importancia y ya en el siglo XV se crearían la Taula de Canvis –una banca municipal de apoyo de las operaciones comerciales– y esta Lonja de los Mercaderes, uno de los mercados más importantes del Mediterráneo, al que acudirían negociantes de toda Europa para la compra-venta de tejidos de alta calidad. Este inmueble, que es uno de los más representativos del gótico civil europeo, fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1996, y es el primero de los muchos que posee la comunidad valenciana. A la lista de la Unesco se unirían más tarde el Palmeral de Elche y los patrimonios culturales inmateriales del Misterio de Elche (una fiesta litúrgica celebrada en la basílica de Santa María), el Tribunal de las Aguas de Valencia, la Fiesta de la Mare de Déu de la Salut de Algemesí y las más conocidas internacionalmente: las Fallas de Valencia.
Durante sus paseos, los ojos de Vicenta también se han posado miles de veces sobre otro de esos íconos del centro valenciano: el Palacio del Marqués de Dos Aguas, con su fachada rococó y su frontón de alabastro. Dos atlantes representando los ríos Turia y Júcar flanquean la entrada al que hoy es el Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias. Otra alegoría a uno de estos ríos que surcan la provincia se yergue no muy lejos de aquí, en la Plaza de la Virgen. Labrados en piedra y bronce por Silvestre de Edeta, el río Turia y sus ocho acequias representadas en forma de fuente contemplan impasibles la vecina Puerta de los Apóstoles de la catedral.
Pero hoy la entrañable viejecita conocerá por vez primera algo que ella nunca ha visto antes y que queda justo detrás de la basílica. En el subsuelo de la Plaza de la Almoina reposan los restos de la ciudad romana de Valentia, escondidos aquí durante milenios hasta que los arqueólogos los sacaran a la luz hará poco menos de una década para que los viera todo el mundo. De la antigua urbe por la que paseaban patricios y plebeyos se conservan el foro, la curia y el trazado de los viejos Cardo y Decumano, a los que más tarde se unirían estructuras de la época visigoda y del período musulmán que también han llegado hasta nuestros días. Vicenta contempla las ánforas con las que los romanos transportaban vino hace miles de años y no le parecen tan distintas a las macetas que hace un tiempo compró a uno de los muchos alfareros de la ciudad.
Quimeras de corcho
Fernando es el pintor encargado de dar color a uno de los monumentos falleros, esas inmensas estructuras de madera y telgopor que durante todo un año se construyen para la festividad más famosa de la ciudad: las Fallas de Valencia. Cuando era sólo un chaval, el artesano solía venir con su padre hasta la Ciudad Fallera para ver cómo se construían estas estructuras colosales a las que se acabará prendiendo fuego la noche de San José. Y, desde hace unos años, Fernando es parte de la atracción en uno de estos talleres falleros donde los visitantes pueden conocer las entrañas de un proceso que implica a carpinteros, escultores, ingenieros o pintores trabajando bajo la batuta del mestre faller, que se erige como guionista y director del monumento en cuestión.
Pero hoy Fernando y sus compañeros del taller ya han dado los últimos toques a las figuras de este año, por lo que el artesano aprovecha para darse un paseo hasta el centro de la ciudad y visitar el Museo Fallero, lugar donde se exhiben todas aquellas figuras que no quemaron –cada año se indulta una por votación popular– desde 1934. Contempla esos rostros de papel maché ya tan cotidianos y desea, en secreto, que cuando vuelva el año que viene pueda reconocer, en la nueva figura expuesta, los trazos de sus propios pinceles. Con esa ilusión en la mente, Fernando sale del museo y camina hasta las Torres de Serranos, construidas en el siglo XIV y desde las que en unos días se dará el comienzo a las fiestas falleras. El pintor sigue su camino callejeando por el tradicional barrio del Carmen, llega hasta las Torres de Quart, una de las dos puertas fortificadas de la muralla medieval de la ciudad.
Valencia invita a moverse en tranvía, y por eso Fernando se encarama a uno para bajarse unos minutos después frente al emblemático Veles e Vents, un edificio de perfiles geométricos que se construyó hace poco más de una década en vistas de la celebración de la Copa América en la ciudad. Aquel evento internacional inspiró el Veles e Vents y también transformó la dársena interior del puerto, que se convertiría en el Puerto America’s Cup, al que se dotó de una Marina con nuevos amarres y flamantes equipamientos de ocio y restauración.
Desde aquí, Fernando se deja querer por el sol y dirige sus pasos por el Paseo Marítimo hasta la vecina Playa del Cabanyal (o de las Arenas, que debe su nombre al antiguo balneario –hoy reconvertido en hotel Balneario Las Arenas–, al que solía acudir la burguesía valenciana del siglo XIX y principios del XX). La del Cabanyal fue inmortalizada por el pintor Joaquín Sorolla en óleos de gran formato que hoy se exponen por todo el mundo desde Madrid hasta Dallas; una conexión de la que, como valenciano, siempre se ha sentido muy orgulloso Fernando.
Y unas cuantas toneladas de arena más allá, se extiende la otra gran playa urbana de Valencia, la de la Malvarrosa, a la que llegaba a bordo del tranvía el protagonista de la novela del escritor local Manuel Vicent, Tranvía a la Malvarrosa (1994). Sentado en la arena, Fernando mira el reloj. Ya es la hora de encaminarse hacia una de esas arrocerías a pie de playa a las que ya venía el mismísimo Sorolla, y también Orson Welles, o Hemingway, a comer paella.
De Valentia a Valencia
Los legionarios romanos que fundaron Valentia allá por el año 138 a. C. lo hicieron a orillas de un río que hoy ya no se ve: el Turia. El lugar por donde corrían sus aguas es un exquisito remanso verde por el que pasear en cualquier época del año: las familias los domingos, los madrugadores haciendo footing o las parejas recién enamoradas son los más habituales entre sus arboledas.
Miriam tiene en esta arteria vegetal su lugar favorito en la ciudad y, siempre que las pausas de la facultad se lo permiten, viene a recorrer el viejo río en bicicleta desde su cabecera hasta el mar. En la parte más elevada, la última incorporación a los jardines de Valencia es el Parque de Cabecera, una extensa zona verde que recrea el paisaje original del Turia. Este apacible lago rodeado de bosques de ribera y pinares mediterráneos, aún en plena expansión, pretende conectar en un futuro próximo la antigua cuenca del río con el cauce actual, desviado en 1958.
El día luce soleado y con temperaturas primaverales, por lo que la estudiante inicia su rumbo aquí junto a los chopos, los acantos y los fresnos, propios de estos paisajes ribereños, y pedalea rumbo sur a través de las aguas invisibles de este antiguo río urbano. Junto al Puente de las Artes, obra de Norman Foster, un bocadillo antes de adentrarse en las siempre sorprendentes salas del IVAM, el Instituto Valenciano de Arte Moderno. Aquí Miriam aprende de los grandes artistas contemporáneos: sus ídolos y su inspiración. Cindy Sherman, Robert Frank, Bruce Nauman, Joan Fontcuberta o la alemana nacionalizada argentina Grete Stern, entre otros, contribuyen a engrandecer las ilusiones de esta fotógrafa en ciernes que es Miriam, a quien las horas en el museo se le pasan volando.
De nuevo sobre las dos ruedas de su bici, la estudiante sigue hacia el sur por debajo del Puente de los Serranos hasta la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Esas últimas horas del día en que el cielo se tiñe de azules y malvas es cuando más fotógrafos se reúnen en el recinto del CAC. La fantástica tetralogía de edificios firmados por Santiago Calatrava (autor del Puente de la Mujer en Buenos Aires), junto con L’Oceanogràfic, ideado por el madrileño Félix Candela, parecen a esa hora el escenario de una película de ciencia ficción.
El primero en inaugurarse, en 1998, fue L’Hemisfèric, que alberga una pantalla gigante de 900 m2 y cuya extraña forma de ojo humano tiene un párpado que es capaz de cerrarse gracias a un complejo sistema hidráulico. Colosal sí, y no lo es menos el edificio que le sigue: el del Museo de las Ciencias, una compleja estructura que a Miriam le recuerda el esqueleto de una inmensa bestia prehistórica. Otras estructuras insólitas son la del Palacio de las Artes, que alberga un auditorio destinado a grandes espectáculos musicales, y la del edificio Ágora, que desde hace apenas unos meses alberga el nuevo espacio Caixa Forum Valencia, la reputada red de centros expositivos con presencia en otras ciudades españolas, como Barcelona, Sevilla o Madrid.
Un poco más al sur, el otro de los puntales de la Valencia futurista es L’Oceanogràfic, un parque natural acuático, no menos sorprendente en su estructura, en el que conviven especies mediterráneas, peces tropicales e incluso animales del Ártico. La joven entra en este universo siempre teñido de azules y contempla embelesada cómo las mantarrayas circulan por encima de su cabeza. Miriam renueva cada año su abono del acuario y en sus habituales paseos en bici, muchas veces, ni siquiera llega hasta las playas; ella se siente más arropada aquí abajo, en su particular refugio valenciano en el fondo del mar.
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