Un viaje en el tiempo al exótico país de los bazares, con maravillas como el Registán de Samarkanda o el minarete de Bujará, que se salvó de la destrucción del terrible Gengis Khan
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Pensaba en Samarkanda y me imaginaba caravanas de camellos recorriendo la ruta de la Seda, aromas a especias y té del Oriente y puertas talladas como si fueran de marfil. Con esa fantasía llegué a Uzbekistán. Y, si bien ya no se ven filas de camellos con alforjas cargadas, encontré los aromas en los bazares, vi puertas y columnas ricamente trabajadas y, sobre todo, descubrí la arquitectura más delumbrante del Asia central.
Comienzo a andar y el paisaje se tiñe de oro y turquesa. Oro por el dorado del desierto y turquesa por los edificios con los que Tamerlán, la espada del Asia Central, transformó las más antiguas ciudades de su reino.
El gran conquistador, que extendió sus territorios desde Asia Menor hasta la India, celebraba sus victorias con nuevas y osadas estructuras en las principales ciudades de sus dominios. Esa arquitectura, desarrollada en el siglo XIV por maestros persas, bizantinos y de otras partes del extenso reino, se denomina timurí (derivada de Timur Lang, como se identifica en inglés a este genio militar medieval) y sus rasgos predominantes son el color turquesa, las cúpulas lobuladas y los portales imponentes.
Es esa monumentalidad y belleza lo que sigue sorprendiendo aún hoy en mezquitas, madrasas (escuelas) y mausoleos y se ha convertido en marca registrada y mayor atractivo turístico del Asia Central.
La plaza de las tres madrasas
Samarkanda es uno de los tesoros arquitectónicos de esta antigua república de la Unión Soviética. Se halla a 300 km de Tashkent, la capital, y es tan exótica como la imaginé. Un viaje a otro tiempo, aunque sin camellos ni caftanes por las calles.
El primer encuentro con la arquitectura timurí siempre es el Registán, la plaza central de la ciudad. Es simplemente deslumbrante. Los guías uzbekos no son conscientes del impacto que el conjunto de edificios medievales provoca en el turista occidental.
En esa plaza coinciden tres madrasas, las escuelas medievales donde se enseñaba ciencias y teología islámica. Son imponentes. Cada edificio tiene una fachada plana con un portal de enorme altura flanqueado por minaretes altísimos. Todo está cubierto por miles de mosaicos de fayenza con repetitivos e inacabables diseños entrelazados. Cinco colores dominan las paredes tanto internas como externas: turquesa, azul, blanco y negro, con profusión de dorado en los interiores. Estos mosaicos marcaron un cambio sustancial en la arquitectura centroasiática medieval cuando en el siglo XIV cubrieron los ladrillos opacos y color tierra de mezquitas y madrasas.
En los edificios timuríes los diseños son intrincados y no existe el espacio en blanco. Todo está cubierto. Es una ornamentación constante y repetitiva que no da respiro al ojo. Esa repetitividad constituye un verdadero mantra visual que remite a la esencia de los cánones islámicos y da por resultado un fino y elegante arte abstracto.
En pórticos y pechinas también abundan las muqarnas (también llamadas mocárabes), prismas empotrados en altura, en arcos y bóvedas, que semejan panales de abeja y aportan riqueza artística a los suntuosos interiores timuríes. Son las mismas que se ven en el Palacio de los Leones de la Alhambra de Granada.
La plaza del Registán es el símbolo de Uzbekistán, no sólo el centro de Samarkanda y el monumento arquitectónico más importante del Asia Central. En 1929, cuando el país era parte de la URSS, los soviéticos quemaron allí las burqas, como símbolo de la igualdad entre el hombre y la mujer y, desde ese momento, las mujeres nunca más se taparon la cara.
Bibi Janún, el recuerdo de una esposa
Otro edificio monumental de Samarkanda es la mezquita de Bibi Janún. Fue una de las más grandes y magníficas del mundo en el siglo XV, construida en los últimos años de vida de Tamerlán.
El aire siempre es fresco en Bibi Janún. Será tal vez por la altura del pórtico y del edificio o por los árboles del jardín que dan un poco de solaz al tórrido verano uzbeko.
El impresionante complejo tiene un portal de acceso de casi 20 metros de altura que se abre a un patio con capacidad para 10.000 fieles. En ese patio, amplio y arbolado, una construcción de más de un metro de altura semeja un atril para un gigantesco Corán ausente. A su alrededor siempre hay un vendedor de acuarelas, con pequeñas obras que retratan la época de oro del edificio.
Un segundo portal da acceso a la mezquita y su cúpula turquesa de 44 metros de altura. Varias versiones tejen la historia de su construcción. La más difundida es que Tamerlán lo construyó para su esposa favorita, Bibi Janún. Otra, que ella la hizo construir para sorprender a su esposo cuando regresara de guerrear por la India. Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que cientos de maestros constructores y artesanos de distintas disciplinas convergieron sobre Samarkanda durante cinco años para levantar el complejo.
El ícono de Bujará: el minarete que se salvó de Gengis Khan
Samarkanda y Bujará compiten en espectacularidad y belleza. Emergieron en medio del desierto hace más de 2.500 años y en su etapa medieval fueron la imagen misma de los cuentos de las Mil y Una Noches. Ricas por el oro y la seda que fluían desde el oriente, ciudades fabulosas con hammams (baños) turcos y caravansais (posadas) que ofrecían un descanso a mercaderes y viajeros.
En sus calles, donde la gente hormigueaba por madrasas y caravansais, se fundía la cultura local con la que llegaba en las alforjas de los camellos y de la mano de los mercaderes.
En la actualidad, el viejo bazar de Bujará del siglo XVI sigue manteniendo esos aires de otras épocas, con sus techos altos, paredes de ladrillo y corredores frescos incluso durante los mediodías tórridos estivales. Está dividido en “cúpulas”, siguiendo la tradición medieval, época en que los comerciantes se agrupaban por gremio: cambistas, joyeros, libreros y tejedores de alfombras. Y las cúpulas se siguen identificando así, más allá del contenido que cobijen.
Todo está tapizado de mercadería multicolor: alfombras y morrales, gorros cuadrados de diseño uzbeko o enrulados de astracán, marionetas y viejos souvenires soviéticos, y por supuesto, alfombras de Bujará. Junto con las persas, los diseños de Bujará han recorrido el mundo y su escuela marcó un estilo.
Atravesando ese fabuloso bazar –con precios de subdesarrollo y encima regateable–, los negocios se prolongan en veredas y locales, pero sin el amontonamiento de Estambul. No hay tanta población en la ciudad. Tampoco turismo, una industria totalmente subexplotada en el país.
Un par de cuadras más allá, donde el azul del cielo le pone un marco al ocre, se desemboca en una plaza seca. Es más cerrada que la de Samarkanda, enfrenta a una madrasa y una mezquita y en un lateral, un increíble minarete de ladrillos conmueve hasta las lágrimas. Lo llaman Kalyan (grande) y desde 1127 domina el perfil de Bujará. Es alto, muy alto, y se recorta nítido contra ese cielo azul del desierto que, en el contraste, parece más azul aún. La mirada lo recorre lentamente hacia la altura y sus ladrillos semejan un tejido, no una pared. No se puede creer la belleza que lograron los antiguos maestros combinando de distinta manera simples ladrillos de color ocre. En la parte superior, a más de 40 metros de altura, desde una rotonda de aspecto románico con 16 arcos, durante siglos se asomaba el muecín para llamar a la oración.
Si el impacto emocional es tan grande hoy para el turista globalizado ¿puede uno imaginarse cuál habrá sido el de Gengis Khan cuando asedió la ciudad en 1219? El mongol capituló ante la belleza y altura del minarete. Había sido su faro hacia Bujará mientras venía galopando desde la lejanía.
Cuando logró doblegar salvajemente a la ciudad e ingresó tras el sangriento asedio, avanzó a caballo hacia el minarete, se detuvo y, sin desmontar, comenzó a recorrerlo con la mirada y en silencio. Cuenta la leyenda que se le cayó el casco por lo mucho que tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para verlo en toda su dimensión. La admiración pudo más. Lo dejó en pie. No corrió la misma suerte la mezquita a su costado ni el resto de la ciudad. Le llevó a Bujará más de 200 años recuperarse del paso de la horda mongola y más años aún recuperar su brillo.
La recorrida por Bujará nunca se acaba. Los edificios timuríes se suceden por toda la ciudad. Son más de 500 entre madrasas y mezquitas, mausoleos, caravansais, palacios, hammams… Fue la ambición de Tamerlán y de su dinastía la que hizo brillar a estas ciudades y, varios siglos más tarde, su magia persiste.
¿De dónde?
Toda esta belleza arquitectónica es parte de un país afable, seguro, donde la vida parece transcurrir sin apuro.
Los uzbekos son gente amable y de sonrisa rápida, curiosos aunque respetuosos y no se aguantan preguntar de dónde es uno. “Señora, ¿de dónde es Ud? ¿De Francia?, me llega la pregunta en ruso de un señor en bicicleta. “No, de Argentina”. “Ah, encantado”, me dice con sorpresa y sigue su camino.
Otros, con amplia sonrisa lanzan “Maradona” o recitan una lista de futbolistas argentinos hoy dispersos por el mundo.
Mientras tanto, Facundo Arana y Natalia Oreiro siguen despertando un amor incondicional entre los fans de las telenovelas. Tanto en Rusia como en las ex repúblicas las seguían transmitiendo hasta hace poco con los actores hablando en castellano y un locutor narrando la escena en ruso encima de sus voces. Bizarro.
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