Cada primavera se cosechan más de veinte mil toneladas en la costa marplatense. Pero la falta de mercado y la imprevisibilidad de la faena hicieron que cada vez haya menos saladeros que las procesen. El trabajo de Hernán Viva para ponerlas en valor.
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La escena se repite a diario cuando es temporada de cosecha de anchoítas en Mar del Plata. Llegan los camiones con el pescado. Antonio Di Meglio revisa cajón por cajón, mira el pescado, lo toca, lo huele y lo deja pasar solo si considera que está impecable. Cajón por cajón. “El pescado tiene que estar vivo”, resume Antonio Di Meglio, dueño de uno de los diez saladeros que quedan en una ciudad donde llegó a haber más del doble.
Es un miércoles y los alrededores de la fábrica son un páramo. No hay un alma caminando por estas calles que se llaman Gaboto, Irala, Ayolas. Corrección: los únicos grupos se ven alrededor del restaurante De la Familia, donde suelen almorzar los fileteadores y en la puerta de un kiosco que tiene fama de vender el mejor sándwich de milanesa del barrio. La gama cromática de los edificios, algunos en franco proceso de abandono, alterna entre el óxido o el gris. Algunos chalecitos obreros, en cambio, muestran en sus fachadas un orgulloso negro y verde, los colores del club portuario Aldosivi.
En las oficinas de la pequeña fábrica de los Di Meglio –una fábrica de porte medio–, en cambio, se impone el beige. Sobre un aparador de madera conviven la imagen de un santo, una antigua máquina de escribir y la réplica del barco propio que los Di Meglio tuvieron hasta hace diez años para salir a la caza de la anchoíta cada primavera. Hoy prefieren contratar buques para que hagan esa parte del trabajo y ellos enfocarse en todas las tareas posteriores: la selección, el eviscerado, la salazón, la maduración y de este producto que se consume a escala infinitesimal en la Argentina, pero que en España o el norte de África es parte de la mesa y de la cultura.
“Es el jamón crudo del mar, pero no está arraigado en el ADN de los argentinos”, dice Antonio, cuyo padre, “el nono”, fue el fundador a fines de los 50 de la empresa que exporta el 80 por ciento de la producción (en un buen año pueden ser 400 toneladas) y comercializa una pequeña cantidad a nivel local a través de la marca Belleza de Mar. Junto a Antonio está el cocinero Hernán Viva, que podría catalogarse como el gran promotor de este pescado en el país y el líder de una cruzada para que comamos más y mejores anchoítas.
Si históricamente casi la totalidad de la producción se exportó, hace unos años Viva se propuso rescatarla de la indiferencia general y ponerla en valor. Se obsesionó con el tema, leyó, estudió y entró en contacto con Antonio para trabajar una pequeña partida de otra manera: si la anchoíta en general se madura seis meses en aceite de girasol, él lo hace doce meses en aceite de oliva. Si en general se comercializa en frascos o en latas –eso tiene una explicación, es la porción justa para un almuerzo obrero– él comenzó a envasarlas al vacío y recostadas para cuidar el producto. En 2017 debutó con 300 kilos por año y ahora va por los 3000. “No quiero hacer volúmenes monstruosos, es algo pequeño, pero muy cuidado”, acota Hernán, que abastece a algunos de los mejores restaurantes de Buenos Aires.
El trabajo en el saladero es manual y está a cargo en su mayoría por mujeres de mediana edad. Cada sector tiene una tarea. La parte del descabezado y eviscerado es la más dura, el pescado no tiene más de doce horas de captura en ese momento. Luego se lo pone a salar “alla vera carne” en tambores de alrededor de 300 kilos. Terminado ese tiempo –que varía de acuerdo al producto final que se quiera lograr– se escalda en agua salada, se centrifuga, se filetea y se envasa en aceite de girasol o de oliva.
Similar a la europea
“Nuestra especie, la especie de la Argentina, es la engraulis anchoita y es similar a la que se da en el Mar Cantábrico, la engraulis encrasicolus. Por eso, es muy usada y valorada en el mercado europeo”, dice Hernán, que puede estar dos horas seguidas por reloj hablando de este pequeño pez que no pasa de los 50 gramos.
La anchoíta surca las capas superiores del Atlántico y la tiene difícil: por arriba la cazan los pájaros, por abajo los peces más fuertes como la caballa, los peces limón, las palometas o los bonitos que la vienen persiguiendo desde el sur de Brasil. Son tan débiles que se mueven en cardúmenes: la “biomasa” de la que hablan los pescadores y que a veces puede estar a cuatro horas de la costa, a dos días o a seis. El récord histórico de pesca de anchoíta –unas 40 mil toneladas– se produjo en 1971, hoy suele ser menos de la mitad. Aunque el número puede ser variable y tal vez esa puede ser una explicación en la extinción progresiva de este tipo de establecimientos.
¿Por qué hay cada vez menos saladeros en Mar del Plata? Responde Hernán, con su habitual entusiasmo. “La anchoíta es un recurso imprevisible, pueden venir años muy buenos de cosecha, con muchas toneladas o años muy malos y eso lo hace imprevisible. La imprevisibilidad es enemiga de los negocios”.
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