Un grupo de 15 jóvenes argentinos llegó a las Islas Malvinas para acampar dos años antes de que se desatara la guerra. Fueron ayudados por el ejército británico y entablaron una relación de convivencia con los kelpers. El recuerdo de sus protagonistas a 45 años de este hecho inédito en la historia.
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Febrero de 1980. Quince adolescentes argentinos se calzaban las mochilas, ataban sus botas y partían hacia el fin del mundo: las Islas Malvinas. La misión parecía simple, casi ingenua, pero encerraba una audacia que sólo la juventud puede permitirse: organizar el primer campamento scout argentino en esas tierras lejanas y hostiles, atravesadas históricamente por un conflicto de soberanía. No lo sabían, pero ese gesto –un cruce entre la exploración y una diplomacia de bolsillo– quedaría olvidado bajo las capas del tiempo, opacado por el peso de la historia que se avecinaba. Allí, en ese territorio de viento y soledad, dejaron algo de ellos mismos, sin imaginar que regresarían marcados por el roce de lo improbable.
Esta historia comenzó en la parroquia Jesús en el Huerto de los Olivos, en Olivos, Buenos Aires, que entonces parecía uno de esos lugares donde la rutina clerical apenas deja espacio para lo inesperado. Pero una mañana cualquiera, Horacio Alfonso, dirigente del grupo scout Nro. 137 que concurría a misa en ese sitio, tuvo un destello de locura –o de fe– y redactó, a mano, una carta dirigida al entonces presidente de facto, Jorge Rafael Videla, quien también concurría a esa parroquia.
Detrás de ese anhelo había otra historia cocinada a fuego lento en una canción que solía aparecer en todas las juntadas, “Levántate Montañero”, que en su letra dice: “Después de haber recorrido toda la pampa argentina, haremos un campamento en las Islas Malvinas.” “Era el único sitio no acampado por los scouts argentinos, entonces le contaron (a Videla) que nuestro sueño era acampar y que necesitábamos si nos podían facilitar el medio de transporte,” recuerda Aníbal Loggia, integrante del grupo scout que realizó la travesía.
Y, contra toda lógica, Videla respondió. No solo dio luz verde al proyecto, sino que además ofreció un apoyo logístico que rozaba lo inverosímil: el avión presidencial Tango 01 los llevaría hasta Comodoro Rivadavia, y desde allí, un vuelo de LADE los depositaría en las islas. “Es un poco difícil, pero estaría bien para la soberanía,” había dicho Videla, según recuerda Loggia, de 16 años en ese entonces. El comentario, casual y ambiguo, parecía encerrar algo más: una visión que mezclaba ingenuidad y estrategia.
El viaje arrancó con sobresaltos, el 13 de febrero de 1980. En Comodoro Rivadavia, los adolescentes acamparon en el colegio Don Bosco, donde fueron requisados durante la noche por el ejército, una experiencia que, en palabras de Loggia, los “asustó muchísimo.” Sin embargo, el primer vistazo de las islas, desde el avión, fue un instante que ninguno olvida. “Tenían esa forma exacta que veíamos en los mapas escolares. Verlas desde arriba era como entrar en un dibujo que de pronto cobraba vida,” rememora Loggia. En tierra, el vicecomodoro Estrella los recibió con cierta mezcla de formalidad y calidez. Poco después, un camión inglés de la Real Marina los transportó hasta su lugar de acampe: una base aérea con hangares y una pista de aluminio. La primera noche, el viento apareció con toda la fuerza patagónica como recordatorio de la dureza de esas tierras: arrancó las carpas, obligándolos a refugiarse en los hangares.
A pesar de las restricciones iniciales, como la prohibición de izar la bandera argentina o vestir el uniforme scout, los jóvenes se integraron rápidamente a la vida isleña. “Luego de armar campamento fuimos invitados al casamiento de la hija del dueño de la única panadería de Puerto Argentino (Stanley para ellos); toda la ciudad estaba presente en ese evento y a partir de allí los adolescentes nos comenzaban a visitar a nuestro campamento estableciendo vínculos de fraternidad,” rememora Loggia.
En un artículo publicado el 21 de septiembre de 1980 por el extinto periódico Esquiú, donde se detallan los pormenores de esta hazaña, los protagonistas cuentan: “El idioma que se usa es el inglés, pero en el colegio, los chicos aprenden también el castellano. La moneda corriente es la libra malvinense, aunque también se usa la libra inglesa. Por otra parte, el clima es muy cambiante y rara vez se ve el sol. En cuanto a la religión, se practica la católica, Protestante y Reformistas del Tabernáculo; ‘Los malvinenses tienen un ritmo de vida totalmente diferente al que nosotros estamos acostumbrados, en invierno cenan a las 18 y a las 21 ya termina todo compromiso social.’”
Los días transcurrieron entre desafíos y descubrimientos. Los vecinos les llevaban pallets de los barcos para cocinar y también turba (peat): trozos de tierra que en el verano dejaban secar para transformarlo en combustible. El agua corriente era un lujo ausente; ducharse requería trasladarse al cuartel inglés en un camión militar con ventanas cubiertas. Sin embargo, lo que podría haber sido un obstáculo se transformó en una oportunidad para conocer otra cultura.
La convivencia con los kelpers pronto mutó en camaradería. Pat Wesley, recuerda Loggia, pasaba casi a diario por el campamento con alimentos o simplemente con historias. “Fuimos a misa en las Malvinas, en Saint Mary. En una oportunidad, una familia nos fue a visitar y nos invitó a tomar el té. Creo que fueron las galletitas más ricas que probé en mi vida,” cuenta Loggia, emocionado. Y agrega: “Hicimos excursiones, fuimos a pingüineras, recuerdo que el agua es totalmente cristalina, fría como la gran siete, con muchas algas; caminamos, exploramos, es un pueblo chico.”
Los días en las islas les dejaron aprendizajes que resonarían durante décadas. Loggia apela a dos hechos puntuales que, se ataja, pueden sonar insignificantes, pero que en su memoria gozan de buena salud. Un día, tiró un papel al suelo sin pensar, y un isleño lo reprendió con dureza. “Desde ese momento, nunca más volví a tirar basura en la calle,” confiesa. Otro recuerdo imborrable ocurrió en un bar local, atendido por un argentino, donde descubrió, por primera vez, las variedades de cerveza. “Para nosotros lo único que existía era la Quilmes, pero ahí me mostraron que existía la cerveza negra, roja, amarga… ese fue el inicio, sin saberlo, de mi amor por la cerveza artesanal,” dice entre risas, quien luego se convertiría en un reconocido productor y presidente de la Cámara Argentina de Productores de Cerveza Artesanal.
La promesa y el fogón
El momento más simbólico del campamento llegó con la ceremonia scout de promesa. Según recuerdan, fue una noche cargada de solemnidad. “Esto es muy importante para la cultura scout,” asegura Loggia. “Esta tradición fue justamente creada por un inglés, Robert Stephenson Smyth Baden-Powell; la noche anterior a la promesa se hace la vela de armas, que retoma la tradición de que cuando un caballero iba a ser nombrado tenía que pasar la noche con sus nuevas y futuras armas. Lo mismo hacen los scouts, pero con el pañuelo y el cordón de pureza. Luis Alberto Rodríguez fue el primer scout en tomar la promesa en las islas y, hasta donde sabemos, el único. En Malvinas hicimos esa ceremonia, pensando en lo que se venía… fue muy importante porque fue la única vez que pudimos desplegar la bandera argentina,” completa.
La despedida fue con un fogón inolvidable, un encuentro donde el español y el inglés se mezclaban sin esfuerzo. Entre canciones y corderos asados, compartieron risas con los isleños. “Fue el Miércoles de Ceniza, pero asamos cinco corderos. Solo faltó el sacerdote católico,” dice Loggia, todavía divertido por la ironía.
Un eco en la historia
Años después, en 1982, las islas se convertirían en escenario de una guerra que marcaría para siempre a quienes habían caminado esas tierras en tiempos de paz. “Cada vez que pienso en la guerra, tengo sensaciones encontradas porque cuando comenzó el conflicto, sentí que habían invadido la casa de mis amigos,” confiesa Loggia. La memoria de los isleños que los acogieron con hospitalidad contrastaba dolorosamente con las imágenes de soldados y batallas.Para este grupo de scouts, las Malvinas dejaron de ser un concepto abstracto y se transformaron en un lugar lleno de rostros y recuerdos imborrables.
Loggia sintió que algo suyo había sido violentado. Sin embargo, insiste en que su experiencia no debe leerse bajo la sombra del conflicto. “Lo nuestro fue otra cosa. Llegamos antes, sin banderas ni conflictos. Solo queríamos conocer, encontrarnos. Tal vez fue un gesto pequeño, pero creo que, al menos para nosotros, significó mucho. Nos hizo entender que las Malvinas no son un lugar vacío o solo un punto en un mapa. Son algo vivo, y siempre lo serán.”
Hoy, más de cuarenta años después, aquel grupo de quince scouts (aparte de Aníbal Loggia, integrado por Marcelo Marzocca, Ricardo Montero, Carlos Lukac, Gabriel Guissanni, Sergio Gentile, Luis Alberto Rodríguez, Juan Pablo Lukac, Alejandro Clusellas, José Pablo de León, Juan José Maraggi, Roberto Reynoso, Eduardo Montero y Horacio Alfonso) sigue unido a través de un grupo de WhatsApp y hasta planean, en algún momento, volver a las islas. Algunos se han ido, otros se han perdido en el trajín de la vida, pero todos coinciden en que esos días en Malvinas fueron algo más que un viaje: una marca indeleble, un testimonio de que a veces, en los márgenes de la historia, ocurren milagros silenciosos.
Aquel campamento, más allá de su relevancia histórica, dejó una huella imborrable en sus protagonistas. Fue una lección de humildad, hermandad y aprendizaje. “Fueron ocho días inolvidables”, resume Loggia. En los lugares más inhóspitos, incluso en sitios donde las tensiones políticas y geográficas parecen no tener solución, la humanidad puede encontrar puntos de conexión y esperanza.
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