Este pequeño poblado que pertenece al partido de Chascomús supo albergar a una de las empresas lácteas más importantes del país y al Colegio Apostólico San José, pero hoy luce prácticamente deshabitado.
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Un par de gallinas deambulan por el andén de la estación de tren de Gándara, construida en 1865. A su alrededor, sólo hay silencio. Las enredaderas trepan sobre los galpones que solían usarse para el acopio de cereales. Los silos están oxidados.
Si no fuera por un puñado de pobladores que aún resisten, este sería un verdadero pueblo fantasma con ciertos condimentos que le otorgan un aura de misterio. Una enorme fábrica láctea abandonada y un monasterio, ideado por el arquitecto Alejandro Bustillo, también vandalizado, contrastan con el colorido ferroviario –bien cuidado- y en especial por una casita repleta de rosas en su jardín delantero. La única habitada de una hilera que albergaba a los operarios de Gándara.
Por allí se asoman Stella Maris Gravano y su pareja, Oscar Sueldía, el último trabajador que queda aquí de los miles que tuvo Gándara, una empresa lechera insignia, que llegó a procesar 600 mil litros de leche por día y más de 136 toneladas de yogur. El emporio tuvo su origen en la Sociedad Anónima Unión Gandarense, fundada en 1896, que funcionaba como una cooperativa y era un verdadero polo de desarrollo e innovación láctea, en un predio de más de 50 hectáreas que hoy está completamente abandonado.
El destino final, impensado dirá Sueldía, empezó a gestarse luego la muerte de Juan Carlos Rodríguez, en 1989, el empresario que había adquirido la marca en la década del 60 y la llevó a niveles internacionales. Luego de la sucesión, dice Sueldía -quien trabajó durante 33 años en la empresa-, se hicieron malos negocios, una venta “fraudulenta” al grupo Parmalat y el desembarco de un polémico empresario, Eugenio Taselli, quien le dio el punto final a esta historia decretando la quiebra en 2008.
La enorme mayoría se fue de Gándara. Oscar y Stella Maris decidieron quedarse. “¿Adónde me voy a ir?” se pregunta Oscar, con la mirada fija en lo que ve todos los días de su vida: las ruinas de una fábrica que él conoció en todo su esplendor. Habla y repasa la historia con precisión y velocidad. No se le escapa un detalle. Y está ahí, apoyado en su verja, dispuesto a contarla a quienes se asomen a curiosear entre las entrañas del gigante dormido.
Como si fuese una maldición que pesa sobre este pequeño pueblo, la Capilla Nuestra Señora del Rosario y del edificio que albergó el Colegio Apostólico San José tampoco sobrevivieron al olvido y el abandono. El paisaje es apocalíptico, aunque atractivo. Un imponente complejo que parece una locación de una película de terror, con una iglesia y otras edificaciones completamente vandalizadas.
El templo fue inaugurado en 1938, sobre la base de planos de Bustillo, y posteriormente se construyó el seminario anexo, bendecido en 1940 como Colegio Apostólico San José a cargo de los Padres Agustinos Recoletos. Hasta aquí llegaban niños huérfanos que dormían en las literas que todavía pueden verse, oxidadas, desparramadas entre las ruinas.
“Aquí se realizaban retiros, movimientos de cristiandad, cursillos, funcionó como Seminario Menor, filosofado, noviciado y teologado”, explican los documentos de la Municipalidad de Chascomús. Los Padres Agustinos permanecieron hasta 1954, año en que dejan de llevarse a cabo actividades religiosas, cerrando sus puertas de manera definitiva en 1974.
Estas rarezas atraen a cada vez más curiosos que llegan imantados por estas historias y aprovechando el pavimento del camino de entrada que se desprende de la Ruta 2, justo en el vértice que se había convertido en un verdadero clásico. De un lado, mano a la costa, en la época de esplendor de la marca Gándara, entregaban yogures a los veraneantes. Del otro, mano a capital, los transeúntes se llevaban las primeras pruebas de las aguas saborizadas de Villa del Sur. Destellos de un pasado que brilla lejos.
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