Es la nueva página en la historia de este inquieto cocinero que, después de exitosas experiencias en restós propios como Sette Bacco y La Pecora Nera, decidió regresar a sus orígenes.
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“Yo no quiero ser médico… ¡quiero ser cocinero!”, les dijo a sus progenitores, casi a punto de recibirse. Habían pasado cinco años desde la salida forzosa de Lozano, su pueblo, su cuna, su equilibrio existencial, cuando Daniel Hansen soltó la maldita confesión que su padre no hubiese querido escuchar nunca, y la ruptura fue inevitable.
La fuerza del deseo lo llevó a Nueva York; allí trabajó durante dos años y siete meses en el restaurante Sette Moma y, de paso, hizo cursos de perfeccionamiento de cocina italiana en la Culinary School. Ese baño intensivo de realidad lo purificó; llegó a decir que NY “debe ser la única ciudad donde se puede comer la mejor cocina de cualquier país del mundo”.
De vuelta al país con poco más de 24 años se aplicó a otear el horizonte de las hornallas públicas de Buenos Aires y pasó por el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG); no faltó el obligado viaje por Italia para ahondar en los secretos de esa cocina que tanto le había gustado descubrir, y en 2002, en plena hecatombe económica abrió Sette Bacco –en honor al iniciático Sette Moma– en la Reina del Plata. El éxito lo acompañó hasta que, una década más tarde, lo cerró para inaugurar La Pecora Nera (pronúnciese “pécora nera”, oveja negra), en el corazón de Recoleta, sobre la calle Ayacucho, reducto exquisito en lo que ambientación atañe y experiencia sensorial de nivel alto. Había que reservar sí o sí y para entrar era preciso tocar timbre. Una vez más, el éxito, indeclinable, golpeó a su puerta. Tan fuerte golpeó que se decidió a enfrentar un nuevo desafío: sobre la misma Ayacucho, calle abajo, se iluminó La Pecora Nera Grill, otro lujo con carnes de pastura y atinada maduración, más una intachable atención en un ambiente muy exclusivo. Resultado: nunca una mesa vacía.
En cada emprendimiento están las horas de trabajo que exceden las dedicadas a los fuegos; con sus manos que también son hábiles fuera de la cocina, Daniel Hansen logró ambientaciones que supo resolver con criterio y mucho estilo. Piezas de hierro por él forjadas –la transformación del metal es una de sus pasiones– y cada uno de los detalles decorativos preciosistas que imperaban en esos ambientes fueron mérito suyo.
Su entusiasmo natural lo llevó a fantasear con la casona familiar de Lozano, a 10 km de Yala, en ese Jujuy verde donde transcurrieron sus años más felices hasta cumplir los diecisiete. Convertirla en posada era una tentadora posibilidad.
En marzo de 2020 se vino la noche de la pandemia y el sentido de la vida se reconfiguró en todo el planeta Tierra. Dos días después de declararse la cuarentena, el hombre enfiló rumbo al norte. Tras varias idas y venidas, por fin se mudó.
El largo regreso
Para Daniel Hansen, criado en medio de una geografía colmada de arboledas y aguas prístinas que bajan de los cerros, la vuelta a Lozano lo encuentra absolutamente centrado en su eje. Con él está su madre, fiel protectora, nacida en Buenos Aires, frente a la plaza Vicente López en una magnífica casa de época; ella se reconoce porteña “nacionalizada jujeña” y su apego a Jujuy arranca en los años en que solía veranear en Tilcara. El padre de Daniel, danés a medias, es hijo del encuentro de una criolla y un danés entero vinculado al proyecto del Tren a las Nubes. La ruptura que desató la confesión sobre su deseo de ser cocinero dejó de tener sentido hace rato; se restañaron heridas, se despejaron malentendidos, el diálogo se reanudó. Hoy, padre e hijo son carne y uña.
El casco de la finca familiar, una propiedad que pasó por reiterados loteos y expropiaciones por construcción de ruta, fue el hogar que supo cobijar niñez, adolescencia y juventud de los seis hermanos Hansen: cuatro varones y dos mujeres. Esta numerosa prole llenaba las horas con paseos a caballo, remojones en la pileta, exploraciones en compañía de los perros, más la mascota favorita de Daniel: una oveja. La recuerda blanca inmaculada y eran inseparables: él se iba a pastorear por las inmediaciones y la oveja, detrás; salía a caballo y la oveja lo seguía. Un día papá Hansen, harto de esa lanuda presencia correteando hasta dentro de la misma casa, decidió exiliarla. Grande fue la pena del hijo, que la vivió como irreparable.
Años más tarde, sucedió que, también por mandato familiar, Daniel debió darle la espalda a Lozano para ir a Córdoba a estudiar e iniciar el largo camino de la carrera de medicina. Para él, no podía haber otro mundo mejor fuera de su pueblo jujeño, ese que ameritó la Zamba de Lozano, con los acordes de Gustavo –Cuchi– Leguizamón y la poesía de Manuel Castilla. Esta zamba –dicho sea de paso– estuvo dedicada a Yolanda Pérez de Carenzo, más conocida como la Niña Yolanda, una poetisa, compositora y cantante cuya memoria se perpetúa en la que fue su casa (rebautizada La Sala de Yolanda y renacida en hotel boutique de dos habitaciones), fue por años la única vecina de los Hansen.
Hoy, tres caballos y una yegua llamada Divina Chirimoya comparten los días de quien volvió a sus orígenes y se prepara para abrir su cocina al público. Daniel estuvo haciendo quesillo –”estoy aprendiendo”, dice– para servir, por ejemplo, con dulce de cayote. Incursionó en la preparación de blends de infusiones naturales, listos para servir al final de la comida –que también estarán a la venta– e identificadas con nombres de los árboles presentes en la zona: sauce, lapachos, ceibo, aliso del cerro. Y se propuso elaborar miel de azúcar (sic), especialidad de su casa matriz que, confiesa, “es de-li-cio-sa”.
El restaurante, próximo a abrir, se llama Flor del Pago de cocina ítalo-colonial. El apego de este cocinero a los preceptos de la gastronomía itálica hizo que llegaran con él a Jujuy. ¿Habrá que ir hasta allá para acceder a los sublimes carciofi alla giudea (alcauciles a la judía), a su espectacular risotto con hongos, a los refinados ravioles de brócoli y centolla en caldo de albahaca? En todo caso, podrán ser esos y otros platos que se concebirán reformulados con los sabores y saberes coloniales, ya sea en su esencia o en discreto acompañamiento. La mente de Hansen está en plena ebullición.
El dato de color. Con motivo de una comida privada que tuvo lugar recientemente, apareció un rebaño de ovejas en el parque de Flor del Pago para sorpresa y alegría de los recién llegados, que no dudaron en fotografiarlas y sacarse selfies con estos animalitos bíblicos. Y no faltó una oveja negra. ¡La pecora nera! Era la señal que Daniel Hansen necesitaba para reafirmar su soberanía en tan bello destino jujeño.
Flor del Pago. Avda. Quintana, 7. Lozano, Jujuy. Ig: (lo estoy esperando) Mediodía y noche de martes a domingo al mediodía. Viernes, sábado y domingo incluye servicio de té.
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