Sonia Mignolet la creó con su tía, con quien vivía desde pequeña. Cuenta su historia de vida, los años de los aserraderos, y cómo cambió el pueblo.
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Es abrumante cómo cambió el pueblo en la última década. Eso dice Sonia Mignolet y cierra los ojos como si no tuviera nada para el truco o como si lo que dice fuera un espanto. Es la propietaria de la hostería La Bella Durmiente, en Moquehue, Neuquén, la más antigua de la zona, inaugurada en 1968. Agrega que ya no conoce a nadie en el pueblo, y cuando habla de los que sí conoce se refiere a ellos como “la gente mía”.
En Moquehue el paisaje está dominado por bosques de araucarias y ñires, cordones montañosos y el lago Moquehue, contiguo al Aluminé. El pueblo pertenece al mismo municipio que Villa Pehuenia y queda ahí nomás de Chile. El primer pueblo, después de cruzar el Paso Icalma, se llama Melipeuco.
No es que Moquehue haya crecido tanto, tiene apenas 400 habitantes permanentes, pero eso es el doble que unos años atrás. En verano, la población se duplica y hasta triplica, pero ni bien arrancan los fríos y el hielo, se quedan los más resistentes: es duro el invierno por acá.
Algo creció, es cierto. Cuando Sonia era joven no había ni escuela. Entonces ella se puso a enseñar, aunque no era maestra, pero era mejor que nada. ¿Y cómo llegó hasta acá si había nacido y vivía en Melipeuco, el pueblito del otro lado de los Andes? Nada fácil su historia: la madre se estaba muriendo y le pidió a su hermana Evangelina, que residía en Moquehue y tenía un almacén de ramos generales –atrás de la hostería, todavía funciona–, que cuidara de su hija. Le pidió algo más: que no se casara porque no quería que Sonia tuviera un padrastro. Pero Evangelina se casó igual y la madre biológica de Sonia se enteró, se enojó y la mandó a buscar desde Chile. “Éramos nueve hermanos, yo era el concho (el último)”, cuenta Sonia.
Cuando finalmente su madre murió, la tía se la trajo de nuevo (el resto de los hermanos permaneció con el padre, que era francés). Al hablar de la tía Evangelina, Sonia dice “mi mamá”. Esa madre de crianza se llamaba Evangelina Cofre Pantoja, “la que hace lo que se le antoja”, solía acotar ella misma y se reía. En el pueblo la llamaban doña Ángela, a pesar de que era brava. Una mujer fuerte, acostumbrada a hacerse camino y ganar dinero en un mundo dominado por hombres. Tanto, que le pareció que ese cerro al que llamaban Marcial tenía la silueta de una mujer acostada durmiendo, así que un día le cambió el nombre y quedó hasta hoy: La Bella Durmiente, como la hostería.
Sonia tiene 72 años, una mata de pelo sano y canoso; está sentada en la entrada de la hostería que fue construida con maderas nativas y hace unos 25 años está pintada de rosa chicle. Además de las habitaciones, el complejo –compartido con su hermana de crianza, Antonieta Calluqueo, propietaria del 25%– tiene cabañas, camping y un restaurante con buenas pastas. En esta época, la decoración del salón principal se ha transformado en vintage; se exponen souvenirs de viajes y hay madera para donde se mire.
Sonia lleva un saco de lana porque la tarde refrescó, se siente el otoño en la brisa y se lo ve en el ocre de los ñires. Hace una pausa en lo que estaba contando para mirar el camión que arregla la calle de ripio, la principal de Moquehue, y se asombra: “Un día domingo pasando la máquina de vialidad, eso sí que es para aplaudir”. Mientras habla escanea cada auto, bicicleta, caminante que pasa. Habla del pasado, pero no se le escapa un detalle del presente. Ya conoce los nuevos domos turísticos sobre el río Quillahue, sabe de las salidas de kayak, catamarán y mountain bike.
A Sonia le tocó vivir un cambio de época importante y para eso hay que remontarse a los tiempos madereros. En los 50, las araucarias gigantes y hermosas que hoy están protegidas por ley, se talaban sin pensarlo dos veces. Con hachas y sogas para bajarlos, los árboles nativos se convertían en rollizos que se cortaban con la sierra corvina de doble mango porque no había motosierra. Se deslizaban por la ladera, rodaban hasta el lago y ahí los empleados de los aserraderos –la mayoría chilenos que conocían el oficio– armaban jangadas para cruzarlo y llegar al otro lado, donde estaba el camino. Ahí se cargaban en camiones y viajaban a Zapala, donde se terciaban.
El aserradero más importante de Moquehue –también había aserraderos en Aluminé– era la Compañía Industria Forestal de Armando Colombo. El administrador se llamaba Pacián Garro, el hombre con el que se casó Evangelina Cofré Pantoja. “Pacián había llegado en 1918, cuando Neuquén era territorio nacional (fue provincia a partir de 1955). En esa época trabajaba como policía de frontera. Evangelina y Garro no tuvieron hijos juntos, pero él tuvo 17 por ahí y a todos les dio el apellido. Cuando murió, ella crio a varios”, dice Sonia.
Con los aserraderos, Moquehue tenía muchísimos más habitantes que ahora. Hasta había una pista de aterrizaje que hizo construir Colombo para llegar en avioneta. Todavía está y se usa como avenida. Posiblemente la más ancha y la menos transitada del mundo.
¿Cómo surge la hostería?
–Esta hostería nace hace más de cincuenta años por un capricho mío. A mamá le gustaba el almacén. Vendíamos yerba, grasa, aceite, jabón de dos kilos y perfume Madera del Oriente, Tulipán Negro, Siete Brujas. Lo de la hostería se me ocurrió porque Garro tenía muchos amigos, y los solía traer a casa, entonces mami y yo teníamos que dormir en el piso para hacerles lugar. Yo llegué a dormir en el mostrador del almacén.
Entonces, Sonia pensó que podía atender a la gente, ofrecerles hospedaje y comida y que pagaran. Ya tenía 18 años. Al principio la madre no quiso, le dijo que pronto se casaría y la tendría que atender ella. Pero Sonia prometió que aún casada vendría a ayudarla en la temporada de verano. De todas maneras, en esa época ella no pensaba en casarse: quería ser monja en Bahía Blanca, un deseo que duró poco porque con el tiempo se casó y tuvo tres hijos. Igual cumplió con la promesa de venir todos los veranos a hacer la temporada. La hostería la construyó un tío que era maestro mayor de obras con maderas del bosque.
–¿Y cómo es eso de que fuiste maestra sin serlo?
Juntaba a los chicos del pueblo y les enseñaba porque no había escuela. Hasta que una vez que apareció por la localidad el intendente de Zapala de ese momento, Amado Sapag, y mi mamá le espetó que no había escuela en el pueblo, que hiciera una, él le respondió que para qué si no había chicos. Pero sí que hay, dijo ella, hay 11 niños. Según cuenta Sonia, en 15 días levantaron una escuela y en marzo ya había clases. Cuando ella quiso enseñar, eso sí, Sapag le dijo que si no era maestra, primero estudiara.
Sonia se va para atrás con las palabras y a veces acompaña el ejercicio con la mirada posada en alguna rama de araucaria. Antes de despedirse, muestra sus cuadros artesanales –de maderas pegadas y encastradas– de estrellas del cine o de la vida. Primero las dibuja y después piensa qué madera utilizar para cada parte. En el cuadro de la madre Teresa, la cara es de álamo 214, los labios de lleuque y el manto de radal. Usa la sierra del abuelo y siente que pierde las huellas digitales lijando. Pero no deja de hacerlo. Ahora está terminando uno de Charles Chaplin.
Al principio parecía que hablaría poco, y hace un rato que se expande en el recuerdo, abre su vida como si fuera un museo. Hasta trae álbumes de fotos de antes, gordos, donde se la ve a Evangelina de viaje, a ella con sus hijos, la hostería, el almacén La Evangelina.
Para las fotos de esta nota, su nuera venezolana Génesis Vargas, que escuchó atenta toda la conversación, le alcanza un chal azul de lana. En un rato salen al monte a buscar hongos de pino para el relleno de los agnolotis que sirven en el restaurante. Ya tiene lista la navaja.