La legislatura fueguina aprobó el proyecto de ley que prohíbe la salmonicultura en Tierra del Fuego. Una decisión alineada con el cuidado del medioambiente, la salud y la economía de la provincia. ¿Podrá poner en jaque a la especie que monopoliza el sushi?
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Argentina se convirtió en el primer país en prohibir la salmonicultura a gran escala. La ley, aprobada el 30 de junio último por la legislatura de Tierra del Fuego, no sólo puso un límite a esta industria sino que también ubicó en la mira la dimensión que para los fueguinos tiene la conservación de sus recursos naturales, la protección del entorno y su gente.
A minutos de publicada, la noticia copó las redes y se convirtió en polémica. Defensores de la industria alimentaria argumentaron su discurso a favor del desarrollo, con la productividad como bandera. Ambientalistas les recordaron que no hay desarrollo posible si el costo es el que impone un esquema peleado con un camino sostenible. Para estos últimos, las salmoneras son pan para hoy, hambre para mañana y para pasado. De trabajo, poco; de futuro, nada.
No fueron los primeros en decirle no a esta industria. La iniciativa de la salmonicultura ya se había topado con el rechazo de los habitantes de Tierra del Fuego en 2018, cuando Argentina firmó un acuerdo con los reyes de Noruega para desarrollarla en el Canal de Beagle. En aquel momento, Ongs, científicos del Conicet, investigadores y entidades académicas empezaron a pujar por la sanción de una ley que prohibiera la actividad.
La movida alcanzó al territorio gastronómico y algunos referentes como el cocinero fueguino Lino Adillón (el primero en dar la alerta), Narda Lepes, Francis Mallmann, Mauro Colagreco, Germán Martitegui, Christophe Krywonis, Fernando Trocca sumaron voces desde una campaña en redes que tuvo una repercusión extraordinaria. En 2019, las jaulas que la empresa Nova Austral tenía en Puerto Williams, del lado chileno del Beagle, en una región de aguas puras donde habitan ballenas, delfines y pingüinos, se declararon ilegales. La presión ciudadana y el trabajo de la comunidad indígena Yagán lograron que la causa trascendiera, se hiciera binacional y llegara a buen puerto.
“El 30, después de un debate de casi más de un año, terminó la cría industrial de salmón en el Beagle y en los lagos”, dice Nancy Fernández, docente en la UNTF y ambientalista, integrante de la ONG Manekenk. “Estas empresas construyen una comida/producto y difunden la creencia de que promueven trabajo y alimentos. Pero el salmón es un plato de élite que no llegan a las clases populares. Derribemos el mito de que este tipo de modelo genera empleo y riqueza. Pensemos en la mega minería: los pueblos cercanos a Vaca Muerta no se convirtieron en Dubai, quiere decir que las ganancias se las está llevando otro. En nuestro caso, la principal fuente de ingreso es el turismo, los que llegan a la isla buscan el ‘producto fin del mundo’: naturaleza, poca intervención humana, aguas claras, armonía, y eso va a contrapelo de las factorías. A nivel mundial cada vez se avanza más hacia la economía humanista”, agrega.
SALMÓN HASTA EN LA SOPA
Argentina entera balconea sobre el mar. Un mar sometido a la depredación furiosa desde hace años. El país se despliega en kilómetros y kilómetros de costa que augurarían un consumo alto de pescado si no fuera por el sistema de distribución fallido, las mafias de la pesca y la fuerza de la costumbre, que todo lo reduce, lo simplifica y lo achata. Nuestra riqueza marina es enorme. Róbalo, lenguado, abadejo, corvina, pez limón, anchoa, sardina, caballa, mero, chernia, besugo, jurel, trilla.
Los argentinos comemos más o menos 5 kilos de pescado per cápita por año, mientras en el mundo ese promedio supera los 20. ¿Por qué la cocina marinera nos resulta ajena? La antropóloga Patricia Aguirre da su argumento: para los inmigrantes europeos que llegaron al país, la carne roja, escasa en su tierra, y moneda corriente acá, era sinónimo de un bien social que en su continente comían los ricos. Y así fue como la vaca se tragó al resto de las materias primas.
El sushi y sus derivaciones sí empujaron el consumo de pescado pero con el salmón como mascarón de proa. Algunos lo reemplazan por trucha, pero esa especie exótica introducida por empresas noruegas en Chile y producida de manera industrial sigue siendo figurita repetida en las cartas de toda Argentina.
Salmón con palta, salmón con verdes, salmón a la plancha. Salmón que no es salmón. El salvaje nace en los ríos y lagos cristalinos del Hemisferio Norte hasta que su instinto lo lleva al mar, donde crece y, cuando suena la campana de la reproducción, pega la vuelta y nada contra la corriente hasta que llega a la cuenca fluvial donde nació, para desovar. Un origen y un destino tan distinto del que se produce industrialmente. Otro cantar, otra forma de crecer y reproducirse.
La crianza en las piscifactorías chilenas tiene un pasado y un presente oscuro. Unos métodos non sanctos. Responde a una técnica que se originó en Noruega a finales del año 1960 con fines –obviamente– comerciales, fieles a la lógica del “menos tiempo, menos superficie y mayor rentabilidad”. Si muchos conocieran ese por qué y ese cómo, evitarían este pescado que se produce igual que la soja: se cultiva una sola especie en jaulas de hacinamiento donde los peces nadan en un espacio no más grande que un bidet.
Son miles y miles de animales encerrados y hambrientos de carne (para hacer un kilo de salmón se requieren 5 kilos de otras especies), confinados a una vida parecida a la de los pollos de criadero industrial, y a un ámbito contaminado en el que fácilmente pueden enfermarse: el remedio es una dosis inverosímil de antibióticos. Y las consecuencias, trágicas: mortandad masiva de peces, intensificación de blooms de algas tóxicas –como la marea roja–, alteración de los ecosistemas y pérdida de fauna local, entre otras perversiones. A lo largo de los años, las empresas salmoneras protagonizaron infinidad de escándalos vinculados a catástrofes como la de 2016, cuando el gobierno chileno, violando la legislación nacional e internacional, autorizó arrojar al mar 5 mil toneladas de salmón en estado de descomposición provocando una crisis social y ambiental gravísima. Los pescadores y mariscadores de Chiloé perdieron su trabajo y los comerciantes sus productos. El océano se contaminó y cientos de peces, aves y mamíferos murieron.
La periodista y escritora argentina Soledad Barruti dedicó un capítulo de su libro Malcomidos a analizar la producción de este pez infeliz que de sano no tiene nada.
Su industria, la salmonicultura, tampoco nutre. Para ejemplos, basta Chile, segundo productor de salmones, después de Noruega. Aunque en ese país esta actividad productiva genera exportaciones y por lo tanto dinero contante y sonante, según un informe publicado en justeconomics.co.uk, los territorios que involucra no son los de mayor desarrollo social y económico. A cambio se dañaron ecosistemas de fiordos y canales que han sido sustento de comunidades costeras pueblos originarios desde hace siglos.
La salmonicultura no pareciera una buena estrategia para combatir la pobreza. Tampoco para nuestra cultura alimentaria. Ni siquiera para alegrar al paladar. Aunque muchos cocineros no lo sacan de sus cartas “porque el cliente lo pide”, y muchos comensales no lo sacan de sus vidas por su color y su sabor “fácil”, siempre será mejor elegir un alimento real. El salmón engordado en granjas es un producto/mercancía. Un negocio de 20 billones de dólares manejado por un puñado de multinacionales. Sólo alimenta a la industria. O a las modas.
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