Su cocinero defiende las nuevas técnicas de la cocina para realzar los sabores de los productos locales.
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Cocina entre cerros de colores en la bella Purmamarca, Jujuy, en el hotel El Manantial del Silencio. Pero viene haciendo bastante ruido. El chef Sergio Latorre transita su propio sendero con personalidad. Está inmerso en una renovación de las técnicas que aplica, a partir de la incorporación de la cocina al vacío para preservar el gusto genuino de los productos, desde papas hasta carnes. Para eso compró equipamiento especial que, dice, permite alcanzar “sabores de otro nivel”.
Pero quiere seguir avanzando, en un recorrido que, en realidad, es dual: con sus recetas viaja a la vez hacia adelante y hacia el pasado porque, asegura, su idea es llegar a sabores antiguos por caminos actuales.
“Al vacío, con las bolsas plásticas, cocinás a 65°, a 80°, lo que es muy distinto a hervir o meter una carne al horno a 300°”, diferencia. Además, el trabajar con carnes envasadas permite comprar corderos, cabritos y llamas en su mejor punto para faenar, y no estar obligado a hacerlo cuando los animales están muy flacos o tienen demasiada grasa.
La cocción a baja temperatura, define Latorre, “es un pasito hacia arriba porque simplifica el trabajo diario frente a las hornallas, pero sobre todo cuida a fondo el producto. ¿Que a los puristas no les gusta? No me importa”, desafía, sonriente y relajado.
En una charla distendida que se dio, café de por medio y a resguardo del sol en la galería del hotel, Latorre asegura que la carne de los animales de la región sería “imposible de comer de no ser por la cocción a baja temperatura y por tiempo prolongado”.
Conspiran contra la posibilidad de obtener carne tierna los kilómetros que caminan los animales, las pasturas de la árida quebrada y los volúmenes de las especies: “Acá no hay corderos como los patagónicos. Y los lomos son acordes al tamaño del animal”.
La fórmula del chef, al fin y al cabo, no es de vanguardia sino histórica, porque lo que propone se emparenta con los platos de las abuelas que demandaban un día entero de cocción.
“Claro, hay que volver a las cocinas de las casas, pero con herramientas modernas. No es por hacer artificios. Puede ser más divertida una espuma de quinoa, que también hacemos. Pero esto es volver a darle vida a la cocina ancestral”, dice.
Ese camino que plantea, sin embargo, choca a veces con la realidad. Quiere usar roner (termostato que permite cocinar a baño María alimentos que fueron envasados al vacío, de modo tal de conservar sus jugos), pero el agua dura de la zona le corre la meta y le plantea nuevos desafíos.
“Hay que ver cómo nos adaptamos… Pienso en verduras cocidas así porque creo que serían como al vapor, pero con gracia. Desde lo nutricional sería un golazo, y desde lo organoléptico, también porque los colores y los sabores mejoran”, se ilusiona.
Lo que le preocupa es la cantidad de bolsas plásticas que se deberían descartar post cocción. Cree que en general falta conciencia acerca de la sustentabilidad en la industria de la alimentación, pero mientras tanto procura ejercer su “decisión política personal de bajar la contaminación”, por lo que está estudiando alternativas.
El karma de vivir al norte
En el restaurante de Latorre, los comensales pueden pedir platos a la carta, o bien optar por un menú de tres pasos. Allí se destacan el capítulo de pesca (trucha de las montañas de Yala; pacú; pejerrey) y por supuesto las carnes (lomo bajo de cordero con puré de mote y papas, una delicia; bife de llama con timbal de quinoa y vegetales salteados) y las pastas (sorrentinos de ricota de cabra; noodles de quinoa; canelones de calabaza).
De postre, resaltan la suave crème brûlée con hojas de coca, helado de amarula y api (maíz morado); la cheesecake de queso de cabra, con frutas tropicales, quinoa crujiente y syrup de albahaca, y la torta húmeda de algarrobo y chocolate, con helado de frutos del bosque.
En el camino que elige recorrer, Latorre (nacido en Buenos Aires, pero afincado hace más de dos décadas en Jujuy, de donde es oriunda su mujer) da pasos no solo para su restaurante sino en el ámbito de su consumo personal.
“Como budista, sé que no podemos hacernos cargo del karma de los otros. Por eso elijo cambiar de proveedores y romper con lo del km 0 porque no siempre lo más cercano es lo mejor. Por ejemplo, trabajamos con trigo espelta, orgánico, de la provincia de Buenos Aires. Es integral, durísimo, y demanda una molienda especial; y también compramos otros granos agroecológicos. Creo –especula– que tal vez llegue el día en que no usemos harina común”.
Entre otras decisiones, resolvió comprar leche a un productor que tres veces por semana ordeña sus vacas y se la lleva a su casa; a otro le dio semillas orgánicas para que las plante, y ahora es quien le provee verduras.
“Ese tipo de conexiones sirve a ambas partes. Hay que alejarse de la economía de mercado –sostiene– y generar vínculos cercanos, cara a cara. Es necesario apoyar iniciativas interesantes, darse mutuamente una mano. Siento que si alguien quiere cultivar cherries de tres colores hay que bancarlo porque yo no deseo estar condenado a cocinar con tomates solamente rojos. Es divertido que haya variedad”.
Entre el silencio de los cerros, sin estridencias, Latorre construye paso a paso su sendero de renovación.
El Manantial del Silencio. RN 52, Km 3.5, Purmamarca. Todos los días, de 12.30 a 15.30 y de 20 a 22.30
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