Viajó por el mundo llevando sus saberes de cocina francesa hasta que recaló en la Argentina, donde se reencontró con la vida campestre y el topinambur, que cultivaba su abuela.
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Sébastien Fouillade se inclina sobre la huerta y corta las ramitas más altas de la albahaca florecida. Repite mecánicamente el movimiento en cada parcela, concentrado y eficaz. En un extremo, en un pequeño cajón que cuelga del alambrado, tiene una colección aleatoria de lavandas, hojas de laurel y flores silvestres que luego llevará hasta el salón de su restaurante, Le Four, para decorarlo aplicada y delicadamente. Aquí, nada está librado al azar: las velitas, la orientación de las luces, la disposición de las mesas bajo una añeja parra de uvas chinche. Todo está bajo su atenta mirada de buen entendedor. ¿Cómo llegó este chef francés de largo currículum internacional a abrir un restaurante de campo que revolucionó Azcuénaga, un pequeño pueblo turístico sin demasiada tradición culinaria?
Podría decirse que la de Sébastien es la historia de un regreso a los orígenes, sin volver físicamente al lugar que lo vio nacer. Las vueltas de la vida lo llevaron a reencontrarse con la práctica horticultora en Argentina, pero sobre todo con el topinambur, un raro tubérculo (para estas tierras), que su abuela Marcel solía cosechar en su pueblo natal Saint George de Longuepierre. Porque Sébastien se crió “arriba de un tractor”, ayudando a su padre, André, en la finca donde cosechaban tabaco y maíz y donde tenían 60 vacas que alimentaban un tambo. De esa época dice tener el mejor de los recuerdos: una niñez marcada por el pulso laborioso del campo y la presencia permanente de gente que iba a trabajar con su padre y que recibían, todos los días, el almuerzo y la cena preparada por su madre y su abuela.
En ese entonces Sébastien no le prestaba demasiada atención a la cocina. “Yo no había cocinado nunca, no era algo que me interesara”, reconoce. Hasta que de repente su vida cambió por completo: cuando tenía 12 años, sus padres se separaron y él se fue a vivir con su madre a Bordeaux. Fue un golpe durísimo, un cambio “muy complicado”. “Siempre recuerdo el impacto que me produjo tomar la leche que se consumía en la ciudad: ¿¡qué era eso que estaba tomando por favor!? Ni siquiera tenía el mismo gusto”, dice entre risas.
La llegada a la gastronomía
Ya afianzado en la ciudad, conoció a un amigo que lo introdujo –sin querer- en el mundo de la gastronomía. “Su padre tenía un restaurante y muchas veces íbamos a ayudar... me gustó”, recuerda. Al finalizar la secundaria, no lo dudó: entró a la escuela de cocina Lycée Talence Hotelería y Restauration para convertirse en chef. Su vida empezaba a tomar un rumbo que jamás hubiera imaginado.
Al terminar su formación en la escuela gastronómica, su madre –que trabajaba en área de ventas de una bodega familiar- le consiguió su primer trabajo, gracias a los contactos que había logrado hacer en los restaurantes de la zona. “Fue más un aprendizaje, también fue muy complicado, bastante duro, pero quedamos con buena relación con el chef”, cuenta.
Llegaría entonces la primera sorpresa de su vida como iniciado en el mundo de la cocina. Sébastien llegó a la Costa Azul recomendado por el chef con el que había trabajado, Alain Chambon. Recién habían pasado dos meses cuando recibió un llamado con otra oferta del mismo chef: un viaje a Tailandia durante dos meses, con todo pago, para cocinar platos franceses en hoteles y restaurantes. “Yo tenía 20 años. Fue una experiencia increíble”, cuenta.
Ahí fue cuando percibió que algo estaba pasando. Que tenía cierta habilidad y también la capacidad para integrarse en los equipos y mantener una relación fluida en la cocina, un ambiente que suele ser áspero ante la mirada ajena. De ahí empezó el despegue: dos meses en un lugar, tres meses en otro, seis meses por aquí, un año por allá. Y así sucesivamente. La vida trotamundos de un chef.
“En la Costa Azul empecé a aburrirme. Son cocinas muy grandes, de 20 o 25 personas, cada uno con su especialidad. Y mucho estrés”, dice. Con ese planteo en curso, como por arte de magia, surgió otra posibilidad: ir a Punta del Este. Más específicamente a Cumbre de la Ballena. Ivan Holjevac, un arquitecto croata, buscaba chefs italianos y franceses cuando se topó con Sébastian. Y así, como si su vida fuese la mismísima vorágine de la cocina en pleno pico, enfiló hacia la costa uruguaya.
Era 1993 cuando Sébastien hizo la primera temporada en Uruguay, junto a otro cocinero y un pastelero. Fue un éxito. Y así siguieron durante 10 años.
Pero claro, ¿cómo frenar con ese impulso sanguíneo de seguir en movimiento? Sólo faltaba la chispa para encender otro proyecto. “En el hotel había un uruguayo pianista y barman, Diego, que tenía familia en Argentina. Nos hicimos amigos. Y poco tiempo después abrimos un restaurante en Buenos Aires. Se llamaba Cala, cerca de la plaza Guadalupe, en Palermo. Fueron dos años”, resume. “Luego tuvimos una empresa de catering. Alquilamos una cocina y teníamos contacto con empresas francesas en la Argentina. Explotó y nos iba muy bien”, amplía.
Sébastien se quedó en el país. Conoció a su primera esposa, tuvo su primer hijo. Al poco tiempo, se separó. Hacía asesoramientos a restaurantes. Y seguía buscando su horizonte. Cerró Cala, abrió La Provence Bistró, en Palermo, en un año que resultaría trágico para el país: 2001. Duró poco, como los patacones y Lecops que usaba para pagarle a proveedores.
De vuelta en el ruedo, regresó a Cumbre de la Ballena, pasó por distintos restaurantes como Chef Ejecutivo. Yendo y viniendo, inquieto, obsesivo. “Después conocí a María, con quien me casé y tuve dos hijos más. Me hizo quedarme. Hace 20 años que estamos juntos”, cuenta.
Su desembarco en las pampas
María sería finalmente la llave que abrió la última de las puertas de su largo e intenso recorrido culinario. Sébastien llegó a Azcuénaga a través de la fascinación que le produjo el paisaje pampeano y que conoció gracias a la chacra de su suegra, Alicia. En cinco hectáreas repletas de árboles, una casa de geometrías fascinantes, frutales, gallinas, ovejas y caballos, Sébastien se reencontró con algo que le rememoraba a su Francia natal, ese terruño repleto de bellos recuerdos de infancia. “El campo sigue siendo mi cable a tierra”, dice.
Ahí mismo completaría el círculo de reconexión. En la huerta que su abuela solía labrar, había siempre alguna que otra plantita de topinambur, un tubérculo originario de Norteamérica. A él le fascinaba su sabor: una mezcla de papa, alcaucil y espárrago. “Siempre me pregunté por qué no había topinambur en la Argentina”, explica. Entonces empezó a investigar y encontró a una persona en Córdoba que cosechaba. Lo fue a buscar y se trajo unos cuantos kilos. “Él me vendió para plantar en Azcuénaga y ahora hay otro productor en La Plata. No somos muchos. Algunos me llaman el ‘embajador del topinambur’ en la Argentina. Fui un poco el pionero, lo incluí en el menú y tengo una empresa de catering con ese nombre”, cuenta.
Para Sébastien, plantar topinambur es un pequeño homenaje a su abuela. “No es una trufa, es un producto sencillo muy noble, es un tubérculo”, aclara.
Le Four
Desde que puso un pie en la chacra siempre anduvo dando vueltas por su cabeza la idea de armar algo en Azcuénaga, un pueblo que pertenece a San Andrés de Giles que desde hace un tiempo viene recibiendo turismo de escapadas.
Pero faltaba una vuelta de tuerca más. Un derrumbe había puesto en riesgo la sobrevida de una vieja fonda del pueblo sobre la calle principal, un lugar que solía recibir a viajantes en la era dorada del tren y de la mano de obra intensiva en el campo. El arquitecto José Yanes se había propuesto recuperar ese inmueble histórico para transformarlo en un polo gastronómico. Colocó pilotes de hormigón por fuera y por dentro y reconstruyó la fachada respetando su identidad. Una idea arriesgada, pero cimentada en la belleza de estos viejos caserones de estilo italiano. Los planetas se alinearon en 2021, en plena pandemia, cuando apareció en escena Ramiro Pobor y el propio Sébastien: las tres patas de un emprendimiento que busca fusionar la cocina local, la arquitectura criolla y la experiencia del chef francés.
Entre paredes cuidadosamente gastadas, chapa, ladrillos que dejan entrever sus juntas de barro, y una cocina a la vista en movimiento permanente alrededor de un imponente horno de barro, Le Four despliega una propuesta inusual para estos parajes, como la burrata con pesto verde, chips de jamón crudo y frutos secos; una pizza de masa madre; tablas de queso (vaca, cabra y oveja) prolijamente decoradas con detalles sorprendentes (como una exquisita factura de cerdo); y platos principales como un arroz negro con chipirones y alioli, el dúo de pato (pata y muslo confitado y pechuga) con panceta o un cote de Boeuf de 800 gramos, con gratín de papas, mix de hojas verdes y manteca de chimi churri, cocinado durante 35 minutos. La carta va cambiando, además, de acuerdo a los productos de estación, e incluye también platos franceses como el Boeuf bourguignon (estofado clásico de carne vacuna con zanahorias, champiñones y papa), un Steak tartar con papas fritas (lomo crudo cortado a cuchillo con alcaparras, cebolla, mostaza y yema de huevo), y la Soupe à l´oignon (sopa de cebolla).
“Mi sueño es seguir, estar con los chicos que son todos del pueblo, no es que son cocineros de estudio. Quiero formarlos. Me siento muy orgulloso del lugar, esto está recién empezando, recién tenemos cuatro meses de funcionamiento”, dice Sébastien cuando se le pregunta cómo se imagina el futuro inmediato. Calcula, a ojo de buen entendedor, que le llevará por lo menos un año estabilizar y estandarizar la cocina de Le Four. Apasionado hasta la médula, detallista impenitente, busca la forma de pasar esta antorcha que le quema por dentro: “Quiero que sientan lo que yo siento”.
Datos Útiles
Av. Pedro Terrén 328. T: (11) 2406-9470. IG: @lefourazcuenaga
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