Escapada perfecta desde Los Ángeles, es la meca de moda para yoguis, viejos hippies y estrellas de Hollywood. Un monte para meditar, productos orgánicos y una librería al aire libre son algunas de sus joyitas.
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Corría mediados de los 80 cuando Adriana, la mayor de mis siete hermanos, que había vivido en varios lugares exóticos, se mudó otra vez. “Adriana se va a Ojai!”, dijo mamá después de colgar el teléfono. En mi mapa mental no existía ese lugar; “qué nombre raro”, pensé, y hoy mismo, cuando lo pronuncio, me miran con cara rara. “Oujai? Ohio? What?”, me interrogan. Y empiezo con mi versito: “O-J-A-I –enfatizo bien cada letra– es un encantador pueblito de California, un pueblo místico, a 80 millas de Los Ángeles, rodeado de montañas y a media hora de la playa, hoy más hip que hippie, donde vivieron Krishnamurti y Aldous Huxley y, desde hace mil, viven mi hermana mayor y sus dos hijos, Gunnar y Eliza. Y en los últimos años se puso de moda.
Rural y sereno
Un pueblo de 8.000 almas, al noroeste de Los Ángeles. A 40 minutos del Pacífico. A 45 de Santa Bárbara. Un pueblo –salpicado de casas bajas, cero ostentosas– desparramado en un generoso valle, rodeado de las Topatopa, una cadena montañosa de 2.000 metros de altura que, al bajar el sol, se tiñe de rosa con bastante regularidad (el famoso “Pink Moment”).
Un pueblo en el que McDonald’s tiene la entrada prohibida, misma veda que rige para cualquier gran marca de cadena que, si logra entrar, por esos resquicios legales que siempre existen, sufre el boicot de los lugareños, como sucedió con Subway. Ni que hablar de que a algún desarrollador se le ocurra construir un condominio, o a un político, extender la autopista para que llegue a la puerta del pueblo. Misión imposible.
Ojai es un pueblo habitado por gente de buenos modales, de buenas formas, que parece estar siempre relajada. La gente se saluda, se sonríe francamente, sin conocerse. Los nativos respetan los grandes signos de stop pintados sobre el asfalto, aunque no haya un alma a la redonda. Y también frenan a cero para dejar que cualquiera cruce la calle por las líneas de cebra.
Un pueblo que tiene un pintoresco trolley (todavía queda el de madera) atendido por conductoras simpatiquísimas que te dicen: “Buen día, ¿cómo estás?”, al subir, y “Que tengas un buen día”, al descender.
Un pueblo en el que se avizoran, al costado de algún camino, puestos de venta de mandarinas, naranjas, limones, paltas –todos cultivados a unos metros, con prácticas orgánicas o regenerativas–, atendidos por nadie. La sola presencia de una alcancía recuerda, con altas chances de éxito, que después de llevarte ese fruto habrá que depositar los correspondientes dólares en la cajita, con ranura, apoyada sobre el chiringuito.
Un pueblo en el que también brilla Bart’s, una librería a cielo abierto que desde que inauguró, en 1964, tiene diversos estantes adosados a los muros externos, en la vereda misma, llenos de libros. Por la noche, cuando está cerradísima, sigue funcionando bajo las estrellas. Y si a alguno –un noctámbulo, un soñador, cualquiera– se le ocurre, puede tomarse todo el tiempo del mundo hasta encontrar ese tesoro que lo alejó de la cama.
Y, otra vez, esa misma confianza que hace a la esencia de este pueblo, tan único, tan a contramarcha de los tiempos que vivimos y sin que nadie lo recuerde; ese sujeto que eligió un libro bajo el cielo estrellado deposita el valor de la mercancía comprada dentro de un buzón que está al costado de la puerta de entrada. Repito: sin que nadie se lo recuerde.
Cómo lo conocí
En su momento, a mediados de los 80, llegué a Full Circle Farm, una comunidad hippie, recientemente estrenada en las afueras del pueblo, donde se instalaron mi hermana y Gunnar, su hijito de 6 años. Unos meses después de su mudanza, decidí ir de vacaciones de verano y pasar un enero entero con ellos. Pero, aclaro, no me daba ni una pizca de miedo esta comunidad vegetariana liderada por Bob Goddard, un excéntrico californiano que años después se convirtió en mi cuñado. Bob, un pacifista que a los 18 años se las ingenió para evitar ser alistado en la guerra contra Vietnam, sin recibir ni una sanción. Bob, el gran explorador de montañas y un convencido de que la vida en comunidad es la mejor alternativa en esta sociedad tan individualista.
Pero antes de seguir tengo que confesar un terror infantil: no sé cómo me enteré de que en Ojai vivía –y vive– Malcolm McDowell, el villano de La naranja mecánica, película de 1971 dirigida por Stanley Kubrick, con escenas de una violencia descomunal. Está claro que no podía separar al actor de su personaje: la sola idea de cruzármelo por las calles de ese pueblo con nombre raro me daba pánico (jamás lo vi, ni en aquel primer viaje ni en la decena de otros que hice durante estas décadas pasadas).
Y me instalé nomás en el Farm, una de las pocas comunidades hippies que siguen en pie en Estados Unidos. Extendida en unas cinco hectáreas, poblada de ciruelos y pastos nativos, incluye una amplia casa central de dos plantas construida en madera, con siete dormitorios, dos baños compartidos, un sauna, un family room y una cocina comedor donde se juntan a comer los que quieren: acá no hay obligaciones de ningún tipo y la repartición de las tareas –limpieza, preparar la cena, por ejemplo– es sugerida como una forma de buena convivencia.
Y en cuanto al resto de las construcciones, que tienen diferentes valores de alquiler, es una mezcla exótica y espontánea que fue construyendo Bob en estas décadas: tiny houses, un yurt, una casa de adobe, casas rodantes, una huerta, un gallinero, un lavadero y una kiva donde se practican ceremonias varias.
Y lo más exótico para mí: compartí feliz mis días con otras 24, 25 almas jóvenes y de espíritu libre, de 20 a 40 años, que cada mañana se trepaban a sus autos para ir a trabajar al pueblo. Había ingenieros y había profesores de literatura. Y artesanos, artistas y diseñadoras de joyas, como mi hermana Adriana, que empezó en la feria de Plaza Francia, siguió con Portobello Market y hasta hace poco tenía Love Heals, “la tienda” de joyas en el centro del pueblo.
Además de adultos, en el Farm, vivía un puñado de niñitos de diversas edades: muchos hacían home schooling y durante la semana el living se transformaba en aula, y Jaia, la polifuncional Jaia, oficiaba de maestra para todos (además de ocuparse de las compras comunitarias de alimentos orgánicos y otros enseres). Mientras que otros estudiaban en colegios privados con nombres que me parecían risueños, como Happy Valley (hoy llamado Besant Hill) y el secundario fundado en 1946 por Huxley y Krishnamurti, asimismo fundador de la escuela Oak Grove, también poblada de hijos de celebridades, como la hijastra de Barbra Streisand, los hijos de Yvon Chouinard –el mítico creador de la marca Patagonia–, los de Ewan McGregor, Diane Keaton, etcétera, etcétera.
Lo que aprendí
En Ojai, incorporé rituales varios que, en mi país, en los 80 y en los 90, eran desconocidos, salvo para un círculo iniciático: a sacarme los zapatos para entrar a la casa principal como medida higiénica; el bello ritual de agradecer, cada día la comida, con los ojos cerrados y tomándome de la mano con otros habitantes de la comunidad.
Me advirtieron que había que comer orgánico para estar más sano. Y que el jugo de pasto, clorofila pura, era un magnífico purificador. También conocí terapias alternativas que en aquel entonces eran lo más parecido a practicar la magia. En el Farm, me hablaron del peyote, de las enseñanzas de Don Juan y de lo maravillosa que es la práctica de la meditación.
Y descubrí quizá lo más importante de todo, observándolos en este febrero que pasé en la casa de mi querida hermana, que ya no vive más en la comunidad, pero sigue practicando el ritual hermoso de agradecer la comida: hay otra forma de habitar y de armar comunidad. Que el respeto, la confianza y la empatía, y el respeto de las normas son motores poderosos para generar una sociedad más amorosa. Y que para que persistan hay que hacer un trabajo de estar presente y recordar y recordar. Es tan fácil olvidar.
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