Lleva cuatro ingredientes y cuatro horas de elaboración. Martín Ortellado recuperó la vieja receta y se puso al frente de la confitería familiar. Cuál es el secreto de su éxito.
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Santa Rita fue fundada en 1936, en la localidad de Bragado, por Pascual Bruno, un piamontés que, 20 años después, en 1956, quiso regresar a Italia. Puso la confitería en venta y la noticia viajó hasta llegar a oídos de Martín Ortellado, quien trabajaba en otra confitería, pero de Chivilcoy.
Martín le propuso a la familia comprar el negocio y continuar la vida en otra localidad. Se mudaron a 60 km, junto a Mary Panzardi, su esposa, Pedro Ortellado, hijo de ambos, Irma Capobianco, esposa de Pedro, a un inmueble compuesto por varias partes: el local que daba a la calle, frente a la plaza principal, la casa en la parte de atrás, y el gran horno en el centro, en un lugar al que se conoce con el nombre de “cuadra”. En efecto, el horno –el corazón de aquella edificación de 300 m2– hizo palpitar a buena parte de Bragado.
Martín Ortellado, nieto
“Este es el ruido de mi infancia”, dice Martín apenas se enciende la batidora que hace girar 60 claras de huevo hasta dejarlas a punto nieve. Es nieto de Martín Ortellado, quien al poco tiempo se separó de su abuela y volvió a Chivilcoy; es hijo de Pedro Martín Ortellado, excelente pastelero y dibujante, un fanático de River capaz de construir el Monumental en bizcochuelo usando galletitas Lincoln para las ventanas de la tribuna.
Es arquitecto, amante de la montaña, padre de Milagro y esposo de Karina Borgio. Durante su infancia, Martín vivió en la casa que está detrás de la cuadra. Para él era común llegar de la escuela y atravesar la confitería entre bombas de crema, hojaldres y palmeritas, saludar a su madre y abuela que trabajaban ahí. Dicen que la abuela, por ley, regalaba una masita fina a cada cliente. Dicen que la madre secaba los pantalones con el calor que daba la pared central de la casa, que era, nada más ni nada menos, una de las paredes del horno. “Nosotros no necesitábamos prender la estufa porque la pared del comedor era la parte de atrás del horno y siempre estaba caliente. El horno es el corazón de este lugar”.
Cambio de rumbo
Y el Imperial Ruso es un postre de origen argentino que inventó un pastelero de la Confitería del Molino de Buenos Aires, a principios del siglo XX. Hace 60 años que Santa Rita lo elabora y Martín lo conoce a la perfección, es el postre que lo acompaña desde que nació: él tiene 59.
Pero nunca pensó hacerse responsable de Santa Rita hasta hace un año atrás, cuando su hermano Daniel, el que llevaba adelante el negocio, murió en un accidente. “Ahí me cayeron todas las fichas…”, dice. Antes de este hecho, había comprado el inmueble para fraccionarlo y vender. Tal vez la muerte del hermano mayor haya sido un punto de inflexión, porque a partir de ese momento quiso cambiar el rumbo. Habló con Karina y Milagro y juntos decidieron quedarse con todo, recuperar las recetas que se habían perdido y, por supuesto, levantar al santo imperio; esa noble hermandad que hay entre Santa Rita y el Imperial Ruso. Por ahora, la confitería está cerrada al público. El Imperial Ruso se encarga por Instagram y pasa a retirarse martes y sábados en Mitre 121. Pero Martín ya está trabajando en volver a abrir el local a la calle.
¿Imperial o Partenón?
Cuando las batidoras se detienen, la cuadra queda en silencio. Paula Latif, encargada pastelera, destapa un pote de dulce de leche, pesa azúcar, rellena una manga, abre el horno y manipula placas de metal como si estuviera usando el horno de su casa. “Yo peso todo”, dice. “Yo voy todo despacio. Si no, hacemos macanas y no es la idea”. Aprendió a hacer el postre mirando al “Negro” Leones, el viejo pastelero, ya jubilado, a quien pidieron que transmitiera la receta que hoy hace ella. Paula ubica hileras de merengue en la mesada, busca la crema que preparó, la esparce sobre esos cilindros blancos, delicados.
Cuando termina, pone encima otra capa de merengues, más crema, otra capa. Así cuatro veces hasta coronar la base con merenguitos partidos y una lluvia de azúcar impalpable. El postre aún no está fraccionado, es una torre que debe pesar cerca de diez kilos. Así como se ve, con las paredes de merengue y crema, sectores castaño claro, mínimos huecos de aire y partes absolutamente lisas, parece una construcción a escala del gran Partenón griego.
Un secreto que se puede contar
El horno mide 3 por 4 metros, es de ladrillos, bóveda baja y piso de piedra, especial para pastelería. La boca es de fundición de hierro, realizada por la empresa Fábregas Hermanos. Antiguamente era un horno a leña y en 1970 se hizo a gas.
Cuentan que una vez se desprendió un ladrillo y que un hombre tuvo que meterse adentro para arreglarlo, no sin antes haberlo dejado apagado durante una semana para que llegara a enfriarse. Acá radica el secreto, en el poder que tiene este horno para mantener calor. El merengue se cocina a horno apagado, con el calor residual que queda después de haberlo encendido durante dos horas. Por esta razón sale crocante sin llegar a ser duro. Y por esta razón Santa Rita consigue el Imperial que consigue: no por apagar el horno, sino por apagar ese horno.
Además, claro está, por la cofradía que hay entre los que trabajan ahí con Martín Ortellado al mando. El hombre que reparte el tiempo entre familia, estudio de arquitectura, visitas a la montaña y Santa Rita. El que pasa cada mediodía por la cuadra a probar la crema del Imperial y ver si está el sabor a punto. El que dice “No sé si acá hay una historia. Pero esta es mi historia”.
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