Sobre Avenida del Libertador, frente a la Catedral, la historia de una propiedad de 1892 que fue depósito, casa de veraneo, geriátrico, taller de artistas y hotel boutique desde 2003.
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“$9.000 en moneda nacional al contado”, fijaba como valor el contrato de venta, en 1892, de un terreno llamado lote 2, frente a la catedral del “Pueblo de San Isidro”. El mismo que, más de un siglo después, se transformó en un referente del lujo y de vida cosmopolita en el casco histórico de este tradicional barrio de zona norte.
Por entonces se trataba de una casa de veraneo modesta, a metros del río (con el correr de los años, se fue alejando). Se la jeraquizó como palazzo neoclásico recién en 1930 –se cerró el patio central, se revistieron las columnas, se le agregó un techo corredizo, pisos calcáreos y puertas vidriadas– a tono con las exquisitas casonas de 1800 que la rodean.
Tuvo varios usos –depósito, taller de artistas y agencia de publicidad– hasta que fue adquirida en 2003 con fines de convertirla en hotel. No un hotel cualquiera, sino uno destinado a los familiares, de aquí y del exterior, de los vecinos de San Isidro. En lugar de tener que hospedarlos en las casas, tendrían una buena base, en inmejorable ubicación, para estar cerca de los afectos.
“Estábamos convencidos de que los huéspedes iban a ser básicamente familiares de los vecinos, pero resultó que había un público corporativo no atendido que nos desbordó y el turismo de cercanía enseguida nos incluyó como destino”, explica Betina Ruzal, la actual gerenta.
No sólo los novios que se casan en frente lo eligen para hacer la sesión de fotos o la noche de bodas. También lo hacen, cada vez más, muchos huéspedes extranjeros y de perfil corporativo. Cansados del estrés citadino y el minimalismo de los hoteles de cadena, se empezaron a inclinar por este suburbio de la provincia, donde pueden salir a caminar por las calles adoquinadas, comer en los tranquilos restaurantes de la zona o pasear cerca del río. Elogian el trato personalizado, los servicios premium como el spa, la pileta, el precioso jardín arbolado y perfumado con agapantos, malvones, geranios y jazmines trepadores (y hasta una cascada), además de una cocina discreta pero muy sabrosa.
Al principio fue “una sorpresa” para los vecinos la apertura de un hotel de lujo en el barrio. Pero, con el tiempo, ellos mismos se convirtieron en sus principales promotores y se escapan a pocas cuadras para un aniversario o algún festejo especial. “Todavía nos preguntan si hay gente que elige alojarse en la zona, aunque la mayoría se enganchó con la propuesta y ya nos consideran un clásico local”, cuenta Betina.
Como en otra época
Recorrer la mansión es un viaje en el tiempo, mientras suenan a cada hora las campanas de la catedral. Conserva la estructura original, paredes gruesas, amplias galerías con arcos y puertas, ventanas y pisos de madera. La decoración –a cargo de la experta Estela Bogner–, sobria y elegante, intenta no desentonar y recrear la época en que se construyó, con antigüedades, pinturas y piezas únicas como el mostrador de la recepción, que pertenecía a una estación de tren.
Otros detalles distinguidos son las bañaderas antiguas de las habitaciones y las orquídeas y plantas de interior que embellecen los espacios semi-cubiertos.
A las doce habitaciones originales del edificio principal se sumaron otras ocho, más amplias y luminosas, cuando se anexó un edificio del otro lado del jardín, en 2006. Tienen escritorios, arañas, tapices, salidas a las galerías y están equipadas con todo el confort.
El año pasado adquirieron la propiedad vecina y duplicaron el patio y un jardín de verano, gran aliado durante la pandemia. Por último, las Casas del Casco, un poco más alejadas, tienen cocinas y son ideales para estadías largas como las de los expatriados.
El desayuno se puede tomar en la galería o el jardín de invierno (incluso en la habitación) y es a la carta: jugos naturales, platos de frutas, panes caseros, mermeladas, budines y cereales.