El lujoso palacio San Carlos fue habitado por las jóvenes Fuchs Valon, que hablaban con los animales que tenían en el jardín y habrían cautivado al autor de El Principito.
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Junto a la bellísima costanera flanqueada por largos senderos y playas de arena, el Parque San Carlos es “el” paseo preferido en Concordia, Entre Ríos. A solo cinco minutos del centro, sus 80 hectáreas de selvas en galería y lomadas con vista al río albergan las ruinas (puestas en valor en 2013) de un enigmático castillo.
Un heredero en apuros
Circulan varias versiones sobre la llegada a Concordia de Charles Édouard Demachy (1857-1927), el excéntrico que mandó construir el castillo. Algunos dicen que, devenido en oveja negra de su familia tras casarse con una “bailarina de dudosa fama”, puso proa a Sudamérica en su propio bergantín, al que bautizó Hippolyte por la ópera de Rameau. Otros, menos románticos, afirman que el padre de Édouard, harto de la pereza y los despilfarros de su casi treintañero vástago, lo mandó a vigilar sus negocios en tierras entrerrianas. Y una crónica de la época asegura: “Procedente de París llegó M. Édouard Demachy, francés de gentil apostura, cuyos modales rumbosos trasuntan una existencia acomodada. No es conde, ni marqués; es algo más que todo eso: es el hijo de uno de los banqueros más opulentos de Francia, con cuyo capital sostendrá la instalación de un saladero en nuestras costas”. Pero, según parece, el saladero (cuyas ruinas se encuentran al sur del castillo) existía desde 1883 y los franceses solo añadieron una fábrica de carnes enlatadas: “La Uruguay”.
Dijo “Caras y Caretas”
“Hace cosa de unos años, un francés tuvo la ocurrencia de edificar en los alrededores de Concordia un palacio, que fuera la última palabra en materia de edificación y lujo. El palacio San Carlos, que así se llama el castillo, está construido en piedra viva, de la que hay bloques enormes, fuertemente soldados gracias a materiales de primer orden. Paredes macizas, salones con techo en madera esculpida, mármoles, tapicería finísima que cubría las paredes y se cambiaba a menudo, pues el dueño no era muy conservador, sino que encontraba agradable solamente lo variado, el hecho es que el palacio San Carlos se parecía más a la residencia de un rajá indio que a la suntuosa mansión de un europeo. Por su cuenta y riesgo llegaban troupes de artistas y bailarinas que daban funciones ahí mismo para uso exclusivo del dueño y sus amigos; en fin, un derroche que apenas habría podido sostener el patrimonio de los Rotschild o Rockefeller.”
Construcción en tiempo récord
Los Demachy desembarcaron en el puerto de Concordia en 1886, con su único hijo y “carradas de baúles y maletas”. Primero se instalaron en el mejor hotel que pudieron encontrar y luego alquilaron una casa, donde residieron mientras un ejército de obreros levantaba el fastuoso castillo estilo Luis XV en la lomada más alta del parque, según planos trazados en París. Inaugurado en 1888, era un “muestrario” de materiales llegados de Europa: hierro de Inglaterra, madera de Alemania, mármol de Italia, arañas de cristal y terciopelos de Francia. El único aporte “autóctono” fue la piedra lavada, extraída de las costas del río, que se utilizó para revestir el exterior. La iluminación a gas (distribuido a través de cañerías) fue toda una novedad para la época, al igual que el sistema de agua corriente y los sanitarios móviles. Para evitar “aromas irritantes” que pudieran perturbar el delicado olfato de Madame, la cocina se construyó a 260 metros del edificio principal, que contaba con 27 amplísimas habitaciones. Los Demachy llevaban una agitada vida social: daban fiestas y banquetes, visitaban la ciudad en su carruaje tirado por caballos y jamás se perdían un concierto en el Teatro Beñatena. Pero... un domingo de octubre de 1891 cerraron por última vez el portón de hierro y abandonaron sus dominios “con lo puesto”. Se fueron como habían llegado, aguas abajo por el río Uruguay, y nunca más se supo de ellos. Dicen que Édouard tuvo un descalabro financiero que lo obligó a “poner pies en polvorosa”, pero también es probable que Madame añorara París y los encantos de la Belle Époque.
La piedra de la discordia
De la existencia de Antoinette Yolande de Corbeil (1859-1926), media naranja del dispendioso Demachy, quedan pocos testimonios: una foto donde aparece vestida de zíngara con una tiara de monedas, una lápida cubierta de musgo en el cementerio parisino de Père-Lachaise y una noticia publicada en 1895 en la sección Sociales de un periódico que “certifica” sus dotes líricas: “Cena muy elegante en Baronne de Bièville, seguida de una velada musical en que aplaudimos calurosamente a la esposa de Édouard Demachy, a Mmlle. de Lallemand y al conde de Valgorge, quienes cantaron maravillosamente inolvidables páginas de Tannhäuser, Lonhengrin, Aída y Samson et Dalila”.
Nuevos inquilinos
Sin noticias de los propietarios, el castillo quedó deshabitado. El saladero y la fábrica continuaron produciendo durante un tiempo, pero a falta de remesas de capital francés, entraron en bancarrota. Luego de varias peripecias –entre otras, su cesión en préstamo al Regimiento de Caballería–, el castillo y el extenso parque fueron arrendados por el matrimonio Fuchs Valon.
Un caluroso día de fines de 1929, un pequeño avión zarandeado por el viento tuvo que aterrizar de emergencia en un claro, a orillas del río Uruguay. Mientras evaluaba el daño (una de las ruedas se había incrustado en una vizcachera) el piloto oyó risas sofocadas y unas voces joviales que hablaban en francés. Se alejó unos pasos del vehículo averiado y vio dos cabecitas rubias asomando entre la vegetación. Eran las hijas de los Fuchs Valon, Suzanne y Edda, de 12 y 18 años. El solitario aviador, que respondía al nombre de Antoine Jean Baptiste Marie Roger, conde de Saint-Exupéry, había cumplido 29 en junio.
Lina Vargas y Nicolás Herzog recuperan la historia (que tiene mucho de verdad y algo de fábula) en su libro Las principitas. Allí cuentan que el Latécoère 25 que piloteaba Antoine de Saint-Exupéry sufrió un desperfecto mientras cubría la ruta entre Buenos Aires y Asunción del Paraguay para la Aéropostale, y debió realizar un aterrizaje forzoso en las cercanías del Castillo San Carlos, donde residía el matrimonio de Jorge Carlos Fuchs y Suzanne Valon con sus dos hijas. Así comenzó una amistad que, para muchos, dio origen al quinto libro más vendido del mundo, El principito (ya lleva vendidos más de 140 millones de ejemplares). Las adolescentes –que tenían como mascotas una iguana, una mangosta, un mono, un zorro y varias serpientes– le enseñaron al aviador nuevas maneras de comunicarse con los animales. En cierto sentido, Saint-Exupéry revivió con Edda y Suzanne las aventuras de su infancia en Saint Maurice de Rémens, cuando inventaba obras de teatro con sus hermanos y se hacía llamar “Rey Sol”. Elsa Aparicio de Pico, traductora de francés que hacia 1953 trabó una discreta amistad con Suzanne Fuchs Valon, fue una de las primeras en vincular a las hermanas con el autor de El principito. Respondiendo a sus preguntas, Suzanne reveló que Saint-Exupéry “todo el tiempo sacaba fotos y tomaba notas en un pequeño carnet del que nunca se separaba”. ¿Notas que inspirarían Le Petit Prince, libro que publicaría recién en 1943, un año antes de su muerte?
Un reino mágico
Quizás el testimonio más potente para vincular a las hermanas Fuchs Valon con la génesis de El principito provenga del propio Saint-Exupéry. Ya en 1932 las había retratado para la revista parisina Marianne en “Las princesitas argentinas”, artículo donde relata su encuentro con dos chicas que vivían en un castillo y hablaban con los zorros mientras su madre regaba los rosales que ella misma había plantado. En 1939, en el capítulo “Oasis” de su novela Tierra de hombres, escribe: “Había aterrizado en un campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. Fue cerca de Concordia, en Argentina. [...] Tenían un hurón, un zorro, un mono y abejas. Todos vivían entremezclados, se entendían de maravillas, componían un nuevo paraíso terrestre. Ellas reinaban sobre todos los animales de la creación, los encantaban con sus manos, les contaban historias que, desde el hurón hasta las abejas, todos escuchaban”. Y hacia el final se pregunta, habiendo transcurrido casi diez años desde aquel encuentro: “Todo parece tan lejano. ¿Qué habrá sido de las dos hadas? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con las hierbas locas y las serpientes?”
Hay muchas similitudes y aires de familia entre el vínculo que las Fuchs Valon tenían con los animales y con el cosmos y ese pequeño príncipe llegado de otro planeta que el aviador encuentra en medio del desierto. La voz de Saint-Exupéry parece confirmarlo en unas grabaciones realizadas en 1941 en su casa de Nueva York, destinadas al cineasta Jean Renoir para una película que nunca se filmó, donde recuerda su fascinación por las “salvajes” de Concordia.
El custodio del parque
De pie sobre su asteroide B 612, con la mano en la cintura apenas apoyada sobre su espada curva, El Principito contempla el curso de las aguas y la vegetación exuberante que rodea las ruinas del castillo. La escultura, de marmolina, piedra pequeña y cemento blanco, es obra de la artista panaraense Amanda Mayor y fue erigida en 1997. Dijo la escultora sobre el personaje que la inspiró: “Es un bálsamo para el corazón humano”.
Castillo recuperado y Jardín Botánico
Antes que los Fuchs Valon, ocuparon la casa Roberto Lix Klett y familia. La Sociedad Rural de Concordia, uno de los últimos propietarios del Castillo, se lo vendió a la Municipalidad, que a su vez lo alquilaba a familias acaudaladas. Los Marcone Cheirasco fueron una de ellas. En 1938 padeció un devastador incendio y quedó abandonado. En 2013, luego de varios años de trabajo, concluyeron las obras de restauración. Hoy cuenta con pasarelas, rampas y escaleras que permiten recorrer los distintos espacios e imaginar los encuentros entre el aviador y sus princesitas. En el Centro de Interpretación del subsuelo, donde antes estaban las caballerizas, abundan objetos relacionados con su historia, entre ellos un libro contable que cayó del carruaje de los Demachy y fue recogido por “unos gurises” y luego donado por la familia Moulins. En el Parque San Carlos, una inmensidad con zonas de esparcimiento y áreas intangibles, hay un espléndido Jardín Botánico de ocho hectáreas llamado Ca â Porá, voz guaraní que significa vegetación hermosa. En el tramo de selva en galería –un festín para los avistadores de aves– conviven especies insignia como el ubajay, el guayabano blanco, el palo cruz y el vivaro.
Parque San Carlos. T: (0345) 430-0908. Está abierto las 24 horas, todos los días del año. El Castillo abre todos los días de 8 a 11 y de 17 a 20. $200 (los menores de 10 años entran gratis y los jubilados pagan $150). El precio de la entrada incluye una visita guiada: 8.15, 9.15, 10.15, 17.15, 18.15 y 19.15 hs.
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