Más allá de los caminos habituales, todavía se esconden rincones que desafían el tiempo y la geografía. Un recorrido por lugares ocultos, paisajes misteriosos, pueblos detenidos en el tiempo y secretos que solo unos pocos conocen. El lado más enigmático de Salta.
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Ya casi no sabemos cómo es el tiempo (y la vida) sin conexión a internet; el tiempo de la otra conexión, con uno mismo y con el entorno. Viajar a lugares donde, por déficit en materia de infraestructura, no ofrecen señal de 4G o un buen Wi-Fi, se transforma en un lujo inesperado: una oportunidad para mirar y ver, de sentir y contemplar. Experiencia mata a la Inteligencia Artificial, cuando la vivencia es tan grande que resulta imposible recrear sensaciones que, en definitiva, justifican el viaje. Todo esto se me viene a la mente y lo garabateo en el teléfono, cuando salimos de San Antonio de los Cobres, el asfalto desaparece y nos adentramos en la cordillera, pleno altiplano, hacia las alturas de la Puna salteña. Las notificaciones de las benditas apps desaparecen.
Federico Norte, nuestro experimentado guía, vino tantas veces a esta zona que ya no sabe cuántas fueron. “Pero no me canso de hacer esto”, jura. Lleva este paisaje tan impregnado en su cuerpo como lo marca su apellido. Su relato se fue alimentando de historias que fue escuchando a lo largo de los casi 30 años que lleva como guía. Sabe con exactitud qué caminos tomar, sin necesidad de usar un GPS, y es un gran tiempista para generar expectativa.
Luego de tocar el punto máximo de altura sobre la ruta 51 en Alto Chorrillos (4500 msnm), el camino desciende hacia el Salar de Pocitos, ya en la ruta 27. Lo primero que aparece como evidente es el boom minero de la zona: camionetas, camiones y colectivos, puestos mineros, plantas solares gigantescas, y toda la logística relacionada. La joya es el litio abundante, desparramado por entre más de 20 salares.
El Desierto del Diablo: un espectáculo de otro mundo
Sin embargo, acá las reglas las sigue poniendo la naturaleza, a veces herida por nuestra voracidad que busca extirpar lo que atesora en sus entrañas. Aún con esas licencias, hay cierta virginidad atrapante, una sensación de exploración latente. Tal vez sea la ausencia de turistas. “Ahora viene el primer plato fuerte”, avisa Fede. Un sentimiento de majestuosidad inunda el cuerpo al ingresar al Desierto del Diablo. Junto al fotógrafo, Juan, vamos largando expresiones de asombro ante cada curva. Fede se ríe un poco de nosotros: “Changos, se están quedando sin palabras”. Y tiene razón. Ahora mismo, escribiendo este texto, resulta difícil encontrar la forma de dimensionar lo impactante del lugar.
Lo primero, y más trillado, es que realmente se parece a lo que uno se imagina del planeta Marte. Aridez, tierra colorada y montañitas con picos extraños. Como no puedo sacarme de encima mi frustración por no haber seguido la carrera de Geología -de chico coleccionaba obsesivamente piedras “preciosas”-, me contacto con el geólogo e investigador del Conicet, Iván Petrinovich, otro amplio conocedor de la zona, para tratar de entender de qué está hecho este paisaje.
“Es algo similar al proceso del Gran Cañón del Colorado, es nuestro cañoncito colorado”, dice Iván, y me entusiasma. “Al momento de formación de esas rocas, que tienen entre 10 y 15 millones de años, la Puna ya existía y el clima era bastante similar. La poca agua que caía, quedaba encerrada en esa laguna y precipitaba sales, cloruro de sodio, yeso, todo lo que esas agua venían lavando de las rocas”, explica. “Se llaman cuencas endorreicas, lagunas sin salida, es el mismo proceso que, por ejemplo, la laguna de Chascomús”, añade. Es decir, un proceso que se da en varios lugares, pero que acá, por las características del clima y la composición del suelo, nos ofrece un espectáculo diferente y demoledor. “Al estar atrapada en un valle, entre sierras altas y volcanes, el agua no tiene para dónde salir; y el color rojo no es por el hierro, sino que lo que marca es una condición de aridez, un clima seco y frío”, aclara.
Bajamos de la camioneta de Fede. Con Juan parecemos dos niños con alma exploradora. Seguimos tan asombrados que nos trepamos, sin pensarlo dos veces, por unos cerritos hasta la cima. Queremos ver más: “¿Qué habrá detrás de esa cima?”. Nos quedamos sin aire. El precio que pagamos es razonable: vemos el Desierto del Diablo desde otra perspectiva con su imperturbabilidad, el viento y el silencio.
Volvemos al ruedo. Un poquito más adelante comienza el tramo conocido como las “Siete Curvas”, un camino zigzagueante que serpentea a través de las dunas fósiles, adornadas con miles de picos de arcilla y cristales de yeso. Desde aquí, tenemos 45 kilómetros más hasta llegar a Tolar Grande, el pueblo donde haremos base y donde, por suerte, el Wi-Fi se atora después de las 19 para dejar de funcionar. En el camino, el sol y el cielo dominan con su claridad puneña, tan característica, tan azul. Las vicuñas que corren asustadas, huyendo de nuestra presencia, pero en libertad.
Un viaje lleno de colores
A la mañana siguiente, nos espera un largo recorrido que comienza adentrándonos en el salar más grande de la Argentina: el Arizaro, ubicado a casi 3500 msnm y con casi 1.600 km2. Fede aporta que en idioma kunza, Arizaro significa “dormidero del cóndor” y aprovecha el hallazgo de una vaca muerta -y momificada- para contarnos que este era un antiguo paso de ganado que se engordaba en los valles salteños y se vendía en Chile. Muchos animales no llegaban a cruzar y todavía se pueden hallar desparramados en el territorio, como momias involuntarias. Hoy, este salar es un sitio codiciado por los yacimientos de litio, que se esconde debajo del sedimento de la superficie que pasa de rojizo a grisáceo y, por último, al blanco.
La camioneta encara por el medio de un camino flanqueado por sal y montañas. Lenguas de basalto se abren paso como testimonio de viejas erupciones. Una torta volcánica irrumpe el salar, rodeada de piedras relucientes que parecen recién enfriadas. El volcán Aracar, con sus 6095 msnm, y su pico nevado, se mantiene en el horizonte. “Este es un salar encerrado entre cordones montañosos, entre fallas y volcanes. Es una historia de millones de años, que podemos ver hoy”, aporta Iván.
Gracias a esa presencia volcánica, aparecen por el camino minas de oro y cobre. En la superficie, la paleta de colores no deja de maravillarnos, aún cuando viajamos durante horas con la vista fijada en las mismas montañas. Pequeños cambios de ángulo o movimientos de la luz, arrojan resultados diferentes. Hay tonalidades de verde, de rojo, de marrón, de ocre. Hay pastiches indescifrables, únicos.
La Casualidad: el pueblo fantasma que sigue vivo
Hacia un extremo del Arizaro, al pie del cordón lindero con Chile, tomamos un camino asfaltado en la década del 60, que comunicaba a la antigua mina de azufre con la abandonada estación de tren de Caipe. La inesperada ruta sube por la ladera y desde ahí se obtiene una vista increíble que permite dimensionar el tamaño del salar que tenemos debajo nuestro. El camino se adentra por entre viejas erupciones, otro salar (Río Grande), y desemboca en el Campamento La Casualidad, al pie del volcán donde supo funcionar la mina azufrera, La Julia. Atrás, como huellas del pasado, los caminos se cruzan formando hilitos en la montaña.
“Acá pongo The Doors”, avisa Fede y desempolva una anécdota. Cuando empezó a trabajar en 1996, tenía una vieja camioneta rusa. Un turista norteamericano le preguntó si podía poner un cassette para musicalizar el momento. En ese mismo lugar comenzó a sonar un disco de esa banda. De regreso, cuando quiso extraer el cassette, estaba atracado. Así que estuvo más de dos meses escuchando la misma música.
Nos damos una licencia para citar a Jim Morrison. “Break on through to the other side (abrite paso hacia el otro lado)”, podría ser tranquilamente el cartel de entrada de La Casualidad, un pueblo donde llegaron a vivir 3 mil personas -a casi 4 mil metros de altura- hasta que, en 1976, se ordenó el cierre de la mina de azufre que abastecía principalmente a Fabricaciones Militares. Lo que queda son vestigios de una ciudad pensada para siempre, pero que cayó en desgracia fruto de una decisión de la dictadura militar, con su iglesia, sus canchas de fútbol y básquet, la escuela, un hospital, oficinas, hogares y hasta un cine.
Una vicuña cruza corriendo el pueblo habitado hoy sólo por pequeñas aves que buscan comida entre los escombros. La iglesia fue reconvertida en un improvisado refugio (llamado “Refugio del Peregrino”), donde sus eventuales visitantes dejan mensajes, estampitas y dibujan santos en las paredes. La imagen de la Virgen de Fátima custodia el lugar, una pintura firmada por “Azufredo”, en 2013. En un cuaderno Éxito de tapa dura amarilla, hay cientos de mensajes desde el 22 de noviembre de 2021. El primero dice: “Centro de Azufreros, presente. Danos tu bendición”. Hay firmas de todo el mundo: Italia, Austria, Estados Unidos. Abajo, otro libro de tapa dura roja contiene mensajes desde 2011, que arranca con una frase: “Juntos en un mismo camino”.
En las afueras del campamento, el cementerio es un contrapunto que luce prolijamente cuidado. Luego nos enteramos, gracias a Luis Pereyra, nacido en este lugar e hijo de un minero, que La Casualidad es el único pueblo abandonado en el que su cementerio crece: “Quienes nacimos en ese lugar, queremos que nos entierren ahí mismo”.
De regreso, cortamos camino y la cosa se pone totalmente off road. La camioneta avanza por una huella, en 4x4, mientras la montaña empieza a vestirse de una pequeña mata amarilla que colorea quebradas y valles. Detrás se asoma el imponente Llullaillaco, el lugar donde se encontraron las momias incaicas cerca de la cima de este volcán, el segundo en actividad más alto del mundo, con 6739 msnm. Hacia el frente tenemos el Antofalla, de 6437 msnm, compartido con Catamarca. Atravesamos un cañadón y volvemos a toparnos con el salar Arizaro y el volcán Aracar. “Estamos rodeándolo”, explica Fede. En este punto, las matas hacen contraste con el negro de la piedra volcánica, que vuelve a aparecer. La naturaleza -o quién sabe qué- nos regala otro espectáculo: una manada de 12 vicuñas corre a toda velocidad por un pequeño salar sin nombre y cruzan justo delante nuestro. Fede aprovecha la aparición de una apacheta para hacerle una ofrenda de coca a la Pachamama.
El Cono de Arita: una formación geológica única
Casi al terminar la tarde, llegamos a otro de los platos fuertes de la zona de Tolar: el Cono de Arita. Lo hacemos por arriba, no desde el salar -como suele hacerse-, y a través del camino utilizado por una empresa minera. El esfuerzo lo vale: vemos a esta extraña formación desde un ángulo que permite dimensionar su particularidad. El cono tiene 150 metros, casi la misma altura que la pirámide de Keops, y 16 millones de años. Lo primero que llama la atención es su condición solitaria: un pequeño y perfecto pico, como un mini-volcán, en medio de un inmenso salar.
Volvemos con el especialista Iván Petrinovich para entender un poco más. “El cono de Arita es un paisaje muy raro”, reconoce. “Está conformado -continúa– por el piso de salar, arenas, arcillas y un poco de roca volcánica porque la zona está llena de volcanes viejos de 17 millones años, por eso hay tantas minas de oro y cobre”. Y revela un dato espectacular: “Es producto de la erosión que ha bajado, es decir, la superficie del salar estaba en la cumbre del cono”. ¿Cómo? “Lo que se ve es lo que ha bajado el piso del salar por erosión. Ha quedado como un volcancito, pero en realidad es el piso del salar que ha resistido”, responde. “Son esas cosas raras de la erosión, vaya a saber por qué”, añade.
La tarde va cayendo y de regreso al pueblo, con la luna casi posada sobre el filo de los cerros, los colores rojizos toman intensidad y, otra vez, aparece el “paisaje marciano” como referencia, a fuerza de caer en la repetición.
Tolar Grande: el renacer de un pueblo minero
Con poco más de 150 habitantes, Tolar tuvo un renacer desde hace unos años gracias a la minería. El pueblo vive por y para los emprendimientos que brotan por doquier alrededor. De a poco, también, tratan de vincularse con la actividad turística, aunque hay mucho para hacer al respecto, tanto en hotelería como en gastronomía y otro tipo de prestaciones. No hay duda de que tiene un futuro brillante por delante, cuando baje la espuma minera, o tal vez algún mineral reduzca de valor y los proyectos empiecen a perder interés.
Cuando eso pase, y el turismo encuentre su lugar como motor de la región, florecerán historias que hoy es necesario hurgar para encontrarlas. Como la de Teófila Casimiro, una de las artesanas tejedoras de Tolar, que nació en una familia de pastores y que, como solía pasar entonces, se mudaron a San Antonio de los Cobres en búsqueda de trabajo y un futuro mejor. “Siempre me gustaron las ovejas y las llamas”, cuenta Teófila. No recuerda cuándo aprendió a hilar y tejer. Tal vez, lo sabe desde siempre. Ya desde chica sentía una amor especial por esos animales y todas las actividades vinculadas, desde el tambo, la esquila y el ovillado. Sus primeros recuerdos la ubican a bordo de su bicicleta, yendo a vender sus artesanías a los turistas en el Tren de las Nubes. Más adelante, comenzó a viajar a Salta para hacer trueques y conseguir cosas para sus hijos. Hoy reparte sus días entre el tejido -para la escasa afluencia de visitantes- y el quiosco que la ayuda a sobrevivir. Algo similar atraviesa Graciela Soriano, que trabaja en la oficina de turismo, a la que asiste acompañada de su perro, Jake. Es artesana, buscadora de piedra tola (la planta bañada de erupción volcánica y petrificada) y tejedora, gracias a las enseñanzas de su madre, María Arjona, ya fallecida.
Para regresar a Salta, dejamos atrás Tolar Grande y volvemos a atravesar el Desierto del Diablo, que nos entrega su magia desde otra óptica. Desde Salar de Pocitos, enfilamos hacia el Abra de Quirón y en la primera vega, aparece una manada de burros negros con hocico blanco y un padrillo pardo. Antes de llegar al Salar de Pastos Grandes, el más blanco de todos, vemos el hermoso nevado de Cachi. Petrinovich hace otro aporte: “Durante décadas, Salta tuvo mucha producción de sal. El problema es que son sales que no tienen yodo. Entonces en el noroeste había muchos problemas de hipotiroidismo. En los 80 se empezó a agregar artificialmente yodo”.
En esta zona, desde Pastos Grandes, lo distintivo es la cantidad de agua en forma de arroyitos que bajan desde la montaña y que van confluyendo hasta formar un cauce más importante, que luego se transformará en el río de San Antonio de los Cobres. Vamos bordeando estos afluentes, en la Cuesta del Gallo, hasta que la bajada se hace más extrema, repleta de piedra laja. Detrás queda una mina de plomo abandonada y el nevado del Acay.
Pasando San Antonio de los Cobres, de regreso al asfalto, a la ruta establecida, nos espera la hermosísima Quebrada del Toro, amenazada por nubes cargadas de agua -esta fue una temporada muy lluviosa-, que avanza entre fincas con maizales, alfalfa, frutales, margaritas amarillas, cactus, alamedas y nogales. Fede aprovecha para comprar queso artesanal y unos choclos, justo al borde de la vía que solía recorrer el Tren de las Nubes.
Al llegar a Salta, mi cabeza vuelve una y otra vez sobre lo que acabamos de vivenciar. Estas montañas no saben lo que es la fugacidad, lo efímero, lo superficial. No son una storie de Instagram que pasa de una a otra, en un bucle endemoniado sin final; estas montañas estaban, están y estarán para quienes quieran rendirse ante su belleza, caminar entre sus quebradas y trepar por sus laderas. Hablamos de la trascendencia, lo que rompe el espacio temporal de la aceleración infinita de los tiempos actuales. Algo que nos ancla en el paisaje.
Norte Trekking
T: + 54 9 (387) 509-3299.
Desde hace casi 30 años Federico Norte coordina viajes a pedido por la región. Es guía experto, organiza trayectos de varios días en 4x4, sabe de mecánica y conoce los caminos y sus servicios como pocos. En su página web propone salidas en caravana y algunos recorridos. Consultar precios telefónicamente.
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