De la soledad de Isonza y Amblayo, en los valles Calchaquíes, a los verdores de la selva montana del valle de Lerma. Una experiencia que desafía el espíritu, fomenta la camaradería e invita a reconectar con lo esencial.
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De despojarse, de eso se trata. Lo sospecho cuando recibo la lista con lo que hay que llevar (y lo que no) para seis días de cabalgata por Salta. La lista me llega por mail un par de semanas antes de la fecha de partida. Incluye bolsa de dormir, dos mudas de ropa, protector solar, anteojos de sol, sombrero (no gorra), campera, polainas de montar, botellita de agua, linterna y no mucho más. ¿Recomendaciones? Vestirse tipo cebolla, con camisa para proteger el cuello y los brazos. Ante la duda de llevar algo o no, ¡no llevarlo!, consigna clave para el armado de todo equipaje, que en este caso rige más que nunca. “Límite de carga por persona: 10 kilos”, sentencia el mail. Y lo compruebo la tarde anterior a la partida, cuando Eduardo Finkel, líder de Pioneros Cabalgatas, me deja las alforjas en la recepción del hotel Alejandro I, en la capital salteña. “¿Tiene que entrar todo acá?”, me pregunta Xavi, el fotógrafo que viaja conmigo y compañero ideal para este tipo de aventuras. Le contesto que sí y cargo mis alforjas con mis 10 kilos indispensables. El resto de mis cosas quedarán en la maleta, en el depósito del hotel.
Día 1
Eduardo pasa a buscarnos en combi a las 10 de la mañana. Hay dos argentinos, Horacio y María Battellini, que son padre e hija. Conocen a Eduardo porque hace algunos años hicieron el Cruce de los Andes con él. Hay también una dupla de holandesas, que pienso que son amigas, pero resultan ser madre e hija. Se llaman Marijke Luinenburg Schuiben y Danielle Luinenburg. Hablan muy bien en inglés. El grupo se completa con una francesa, Elise Herzog, que lleva nueve meses viajando por Sudamérica con su novio (que no es parte de esta travesía). Ella también habla muy bien inglés e incluso algo de español. ¿Qué tienen en común las tres europeas? Aman los caballos.
Las primeras charlas se dan en la combi mientras avanzamos por la RN 68 y después por la RP 33. Subimos la Cuesta del Obispo y paramos en el cartel que marca los 3.457 metros de altura sobre el nivel del mar. Una bocanada de aire fresco me devuelve algo de bienestar después del mareo que me provocó el ascenso repleto de curvas. Media hora más en camioneta y llegamos a Piedra del Molino, donde nos encontramos con los caballos. Acá están Delfín y Federico Flores, los baqueanos que nos acompañarán a lo largo de estos seis días. Descargamos las alforjas de la combi mientras ellos despliegan una mesa y sillas de camping. Sobre la mesa hay pan, fiambre, tomate, lechuga y huevo para que comamos sándwiches. Eduardo nos acerca un papel con indicaciones para la cabalgata. Dice que cuando estemos arriba del caballo, él, Delfín o Federico estarán abriendo y cerrando la fila de jinetes. Dice también que los caballos son mansos, pero nos recuerda que son animales. Lo firmamos y ¡a los caballos! A mí me toca Pimentón, un zaino colorado que se anticipa tranquilo. Le cargo mis alforjas, que cuelgan sobre las nalgas, atadas a una bolsa tipo militar que lleva mi bolsa de dormir. Luego me subo y voy sentada sobre un apero cordillerano, que es un tipo de silla fabricada en madera y cuero que va encinchada sobre un cuerito y una matra.
En fila, con el cielo encapotado, encaramos nuestra primera jornada de cabalgata. Bajamos por la Cuesta Chica en dirección a Isonza. Atravesamos este pueblo minúsculo, con escuela e iglesia, y después de dos horas al paso, llegamos al establecimiento Peñas Blancas. Junto a un río seco, el Salado, entre la sierra del León Muerto y la sierra Pelada, es donde Eduardo hace base. Tiene un puesto de adobe con tres cuartos, una cocina y una galería. Hay té, café instantáneo, mate y galletitas para que entremos en calor mientras nos acomodamos. Hay camas marineras, una pileta para lavar los platos y agua que llega de una vertiente. A unos 15 metros, entre paredes, hay un inodoro que me hace acordar al de la familia Ingalls. Tenemos electricidad porque hay paneles solares, pero no hay señal de celular ni wifi.
La primera comida es un lujo: colita de cuadril, choris, papas y cebollas a la parrilla. Además, hay ensaladas y vino. Alimentos frescos que llegaron hasta acá en la combi. De ahora en más, todo viajará en mula, para que lo consumamos a lo largo del camino. Nos acostamos antes de la medianoche, con oscuridad total y cielo cerrado.
Día 2
Dormí mal y me costó. Tuve ganas de ir al baño, pero no quería hacer ruido. Me despierto soñando con mi abuela Nanny y entonces sé que algo dormí. Después del desayuno, tardamos en salir porque hay mucha niebla. Eduardo debate con Delfín para qué lado conviene ir primero. El plan es andar por la zona, para volver a dormir a este puesto. Cuando la niebla se disipa un poco, nos dirigimos a la cuesta del Chivo. Por momentos se vuelve espesa y, cuanto más espesa, mayor es la fascinación de Xavi, que se sale de la fila para buscar la mejor foto. Hace frío. “El hombre tiene un vínculo de 5.000 años con el caballo”, me dice Eduardo sobre este animal noble, depositario de poemas, novelas, películas y dibujos animados. Protagonista y también coprotagonista, tiene historias de guerra, transporte, deporte y aventura.
El almuerzo es frugal, de vuelta en Peñas Blancas. Lo que sobró de anoche queda riquísimo en un salpicón, clásico argentino que las europeas comen con gusto. Luego salimos para El Mollar, ya sin niebla. Llegamos hasta un punto, nos bajamos de los caballos y subimos a pie hasta un alero con pinturas rupestres. Detectamos figuras de agricultores y llamas. Unos metros más arriba hay también un mirador, que nos pone de lleno frente a la montaña. “Todo esto es parte del primer valle calchaquí”, cuenta Eduardo. Me explica que hay tres valles que corren en paralelo. Nosotros estamos en el que se encuentra más al oeste de la RN 40.
La vuelta al puesto es por el cauce seco del río Salado, con arreo de vacas y un buen tramo de galope. Compruebo que las europeas –que usan casco– no sólo aman los caballos, sino que además andan muy bien. Vemos cabras de campos vecinos, entre el coirón y la peludilla, que es un tipo de arbusto. Con un mapa militar –y superexacto–, Eduardo me muestra por dónde anduvimos. Fideos tirabuzón con salsa de tomate es el menú de la segunda noche. Hay clima de fogón alrededor del fuego que nos reúne porque hace frío. Las holandesas Dany y “mommy” –porque Marijke es un poco la madre del grupo– apelan a la ironía para contar anécdotas simpáticas sobre los amores de su vida. Así derriban el prejuicio de que los europeos del norte son distantes. Eli, la francesa, resulta encantadora y colabora con todo. Horacio y María, los argentinos, cuelan chistes universales que le hacen bien al grupo. Y cuando Federico insiste, Xavi canta “Luna Tucumana” y toca el bombo que improvisa con un tacho de pintura. Creo que todos nos sentimos un poco en casa.
Día 3
Anoche sí dormí muy bien. Encima salió el sol, como Delfín había anticipado. Es hora de cargar las mulas, que son dos y les tapan los ojos para colocarles los baúles que llevarán hasta Amblayo. Van los vinos, comida y todo aquello que Eduardo –maestro en logística– tiene anotado en un Excel que imprimió y lo sigue a todos lados. Alguien comenta que para las mulas es menos molesto ir con carga que con humanos, que nos movemos. No sé si será cierto.
Adiós, Peñas Blancas. Vamos hacia el sur, siempre en fila. Cada tanto se da alguna charla, pero, en general, cada uno va solo, con su caballo. Acá, los pastos duros dan lugar a las cortaderas, el molle y los cardones. Hacemos un buen tramo y, a las 14.30, bastante hambrientos, paramos a la sombra de un sauce para un nuevo almuerzo de campamento. Atún, tomate, huevos duros, arvejas y alguna que otra cosa hacen a una comida abundante, con un ratito para la siesta al sol. El cauce seco del Salado se pone blanco por acción de no sé qué carbonato. Desde el cielo, un cóndor nos mira curioso. La sierra Pelada, a la derecha, se ve imponente. Entonces Marijke pregunta si aquello que vemos son los Andes. Efectivamente, estos cerros integran la colosal cordillera de los Andes, asegura Eduardo.
La llegada a Amblayo es por la tarde. A 2.450 metros de altura sobre el nivel del mar, como una especie de oasis entre los cerros, es un pueblo con álamos, acequias, un puente sobre el río Amblayo y loros barranqueros. Sobresale la iglesia, que visitaremos al día siguiente. Nos acomodamos en el hostal, que está junto a la casa y comedor de la familia Villada. ¡Qué placer bañarme después de casi tres días! Por la noche, milanesas con puré. Además, tengo wifi, que aprovecho para agradecerles a mis padres por haberme criado con amor por el campo, los caballos y la aventura. Necesito contarles que estoy bien, además de feliz. Es que cuando andás a caballo, horas y horas, pensás mucho. Y esta tarde pensé, entre otras cosas, en el tiempo que gasto frente al teléfono, llenándome de nada, de cosas que no necesito.
Día 4
El plan de hoy es particular. Por la mañana, los caballos descansan y nosotros descubrimos a pie este pueblo prehispánico. Amblayo tiene 150 habitantes, aunque son 400 los que llegan hasta acá desde parajes vecinos. Hay sólo dos calles y una plaza General Martín Miguel de Güemes. Hay una escuela rural, que es primaria y secundaria, donde –entre otras cosas– los chicos aprenden a cultivar habas, arvejas y maíz. Hay una salita de primeros auxilios que es atendida por un par de enfermeros. Los martes viene el médico y un dentista. Los partos se hacen en Cachi, que queda a 80 kilómetros al norte.
Las fiestas patronales –la iglesia está consagrada a la virgen de La Candelaria– son el segundo sábado de febrero. Llega gente de todos lados y se queda de viernes a domingo. Hay misa, procesión y almuerzo en el fortín, donde se arma baile. Suena cumbia carpera (que se baila de a dos) y folclore. También puede haber arreo y demostración de destrezas. “Pero eso un poco se fue perdiendo”, me aclara Mercedes Arana, que es hija de Milagros Arana, dueña de la pulpería del pueblo. Mercedes vive en Salta capital, pero viene acá los fines de semana largos. “Acá duermo como en ningún otro lado”, agrega mientras cose una bolsa para cargar alfalfa. Después me invita a pasar detrás de la pulpería, donde está el campo y está su papá, que, en rigor, es “papá del corazón”. Se llama Roberto Copa y es un expolicía de La Plata que trabaja con vacas, caballos y ovejas, pero además rastrilla y pela maíz. Así me lo encuentro, con el sol pegándole de lleno.
A unas cuadras, una casa de adobe con columnas y galería nos llama la atención. Aquí está Vicente Guanucho, curioso ante el paso del grupo de foráneos que integro. Cuenta que antes llovía más y que hacían mucho queso de cabra, por eso las letras corpóreas del cartel del pueblo tienen una horma de queso en la “o”. Guanucho fue puestero de esta casa, luego la compró y por un tiempo la hizo almacén. También trabajó en el tabaco y quedó rengo. Lo acompaña Aldo, su hijo, que nos muestra diferentes tipos de maíz y se preocupa por que entendamos lo próspera y bonita que puede ser Salta.
Enseguida vamos hasta la iglesia de Amblayo. Data del 1600, es Monumento Histórico Nacional y tiene cuadros cusqueños que recrean la vida de san Francisco y la Consagración. Dos joyitas. La pared del altar está pintada de celeste y rosa; hay una imagen de la virgen de La Candelaria, un san José y flores de plástico. Cuando subimos al campanario, nos divertimos. Después de almorzar, volvemos a los caballos, esta vez para dar una vuelta por los campos de los alrededores de Amblayo. Los valientes, que son la mayoría, suben a La Mesa, una especie de explanada de piedra en altura. Algunos también galopan por el río seco. No hago ninguna de las dos cosas. Al hostal volvemos antes de que baje el sol, para dormir temprano. Dicen que mañana tendremos un día intenso.
Día 5
Mientras desayunamos, María (la argentina que tiene mi edad) enfatiza “this is gold” para adoctrinar a las europeas sobre las bondades del dulce de leche. Nadie le discute. Poco antes del mediodía y después de cargar las mulas, dejamos Amblayo y salimos en dirección al este, hacia el paraje El Churqui. Serán un par de días sin señal de celular. Cardones –hay de 500 años–, algún que otro algarrobo, arena, piedra y viento son la imagen de mi despedida del páramo calchaquí. Horas de aparente soledad. Porque no hablamos, pero estamos ahí por si a alguien se le vuela la gorra o necesita parar a tomar agua.
La pausa para almorzar es en un puesto abandonado y en el medio de la nada, justo antes de cruzar la sierra del León Muerto. Subirla es una aventura de entrega. El sendero es en altura y, por momentos, hay precipicio. Hora de confiar más que nunca en Pimentón. No me cuesta. “¡Pensar que ayer no lo dejé galopar!”, reflexiono agradecida. “Es un caballo joven y con ganas”, me comenta Eduardo.
Tras media hora en ascenso, de un lado se ve el valle calchaquí, dorado y seco; y del otro, el valle de Lerma, verde. Hacia allá vamos. Con el descenso cambia nuestro escenario, que vira hacia el bosque de altura. Ráfagas de aire húmedo nos dicen que estamos en las yungas, mientras la fila de caballos avanza entre ramas pinchudas. Tres horas de paisaje verde y llegamos a El Churqui, junto a un riacho del mismo nombre. Estamos a 1.700 metros de altura, en un puesto que también es de los Villada. Está hecho en adobe con pisos de tierra, un inodoro sencillo y electricidad por paneles solares. Relleno y tapas de empanada nos esperan sobre una mesa larga. Hacer el mejor repulgue es un plan fallido para humillar (en chiste) a las europeas, que todo lo hacen bien. Las empanadas salen fritas y las comemos con vino rodeando el fogón mientras Eli (la francesa) toca la guitarra que le cede el dueño de casa. A descansar, que el último día será “el más técnico”, según advierte Eduardo.
Día 6
En filita bajamos por la montaña verde, húmeda y exuberante. El marco es totalmente distinto al de ayer a la mañana. Esa será, tal vez, la magia de Salta. Vamos bordeando el río El Churqui, con calor. Tenemos la sombra de los árboles, pero está pesado y celebramos al parar a mojarnos el pelo y tomar agua. En un tramo llevamos el caballo a tiro, porque el camino es angosto y el terreno no está tan sólido. Nada que temer. Todo ocurre con naturalidad y paciencia.
Pasa un rato y Eduardo nos alienta con un “falta poco”. Xavi canta una canción cualquiera: está contento. Tras cuatro horas a caballo, ¡llegamos! En una casa de La Viña, nos espera una combi blanca que nos llevará de vuelta al hotel. Antes de subirnos, el último almuerzo grupal nos reúne en torno a los chistes de siempre. Cuando meto el dedo en una lata de atún, Horacio (el papá argentino) me reta como a una hija para que no me corte. Siento que mucho de eso hubo en estos seis días de familiaridad y cofradía. ¿Pimentón? Lo despido con palmadas y con una selfie que más tarde posteo agradecida. Polvorienta y sucia, entro al hotel tan cansada como victoriosa. Llevo lo puesto y las alforjas. No necesito más que un buen baño.
Datos útiles
Pioneros Cabalgatas. Con más de veinte años de trayectoria, coordinan salidas que salen de Salta capital, duran seis días y tienen todo incluido: caballos, alojamiento y comidas. Las próximas cabalgatas serán en septiembre y octubre de 2024. Desde $450.000 por persona. Tienen también un programa para el Cruce de los Andes. T: +54 9 (11) 5024-4532. FB: Pioneros Cabalgatas - Riding tours
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