Cómo Nelly Albanesi y Pepe Guidobono, lograron reabrir, en 2013, la vieja sala de 1934. Antes de la pandemia, se proyectaban allí cortos todos los fines de semana.
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Dicen que el Cine Club Colón nació tres veces: el 20 de septiembre de 1934, cuando se inauguró; un día impreciso a comienzos de los 80, cuando un grupo de mujeres consiguió recuperarlo tras largos años de abandono; y el 22 de noviembre de 2013, cuando, restaurado por el municipio de Roque Pérez con la colaboración de los vecinos, reabrió sus puertas para quedarse. Tiene el inmenso orgullo de ser el único cine rural en funcionamiento en la provincia de Buenos Aires.
Cortos rurales
Afuera hace un calor que raja la tierra. Aunque adentro está fresco, los espectadores se abanican con palmetas y hasta con sus boinas. De pronto la sala queda a oscuras, el telón carmesí se abre lentamente, y aparece en pantalla un paisano de camisa a cuadros y aire preocupado, cebando unos amargos en mate de loza. Personaje y actor son la misma persona: José María Guidobono, “Pepe” para todo el mundo, el poeta de La Paz Chica. Un hombre empeñado en rescatar del olvido al cine de sus amores. Como quien cumple un ritual, Pepe barre el piso en damero, la escalera recién encerada, desliza con paciencia la escoba entre las patas de las butacas para que no quede ni una sola pelusa. Después escribe con birome azul “Cine Club Colón- Entrada Gratis” en unos papelitos que recorta de un cuaderno y sale en bicicleta a repartirlos.
Pasa por el potrero donde los chicos juegan a la pelota, por una placita donde las chicas conversan. Todos lo saludan con cariño y aceptan el papelito... pero nadie asiste a la matiné. Solita su alma, Pepe mira “una de cowboys” en el cine vacío. Al día siguiente, una combi se acerca por la calle de tierra. Bajan varios turistas. Pepe los hace subir al palco, pone un tango en un viejo combinado; ellos fotografían los afiches originales que adornan las paredes: Gone with the Wind, Der blaue Engel, Ladri di Biciclette. Sin embargo, cuando los invita a a ver la película —”Ya está por empezar”, dice expectante—, el guía responde que no, no han venido a eso. Cuando Pepe está a punto de darse por vencido, llega una de las chicas y promete ayudarlo... y en la próxima función los vecinos vuelven a llenar la sala. Esta fábula con final feliz titulada Pepe es también un cortometrajes que integra la actual programación del Cine Club Colón. Fue filmado en 2014 por Javier Nadares y es la coda de una historia que comenzó allá por 1933, cuando un inmigrante hizo realidad su sueño de construir un cinematógrafo en el medio del campo.
Soñar, soñar
Los parajes roqueperenses se hicieron famosos con la Noche de los Almacenes, que convoca –convocaba, hasta que llegó la pandemia– cientos de miles de visitantes cada año. Pero desde siempre se los conoce por su fuerte impronta italiana: a comienzos del siglo XX se instalaron aquí laboriosos inmigrantes llegados de Ancona y otros pueblos y ciudades. Uno de los más prósperos, Jerónimo Coltrinari, decidió que a sus nuevos pagos sólo les faltaba un cine para ser perfectos. Y en 1933 convocó a Rómulo Mazagliari para que dibujara los planos. La construcción quedó a cargo de un solo albañil, el Tano Mangalardo, que en menos de once meses levantó el hermoso edificio de ladrillos a la vista asentados en cal. Un cinematógrafo con todos los chiches: escenario con cabina para el apuntador, butacas de madera lustrosa, boletería con reja forjada a mano, y hasta un primer piso con palcos y sillas ricamente tapizadas. Y de yapa, una cantina. Durante muchos años, el Cine Club Colón fue exactamente lo que soñó Coltrinari: el epicentro de la vida social y cultural de Roque Pérez y cercanías. Por su escenario pasaban las mejores compañías teatrales y en sus jardines se organizaban kermeses y bailes: muchas parejas se conocieron allí y robaron el primer beso en la penumbra de la sala. Y todo terminaba siempre a la medianoche, porque a esa hora se interrumpía la provisión de luz. Con el correr del tiempo, los parajes se fueron despoblando y el Colón tuvo que cerrar. Sin embargo, a comienzos de los años 80, veintidós mujeres aguerridas lograron reabrirlo vendiendo rifas y hasta “poniendo plata de su bolsillo”.
Pero en 1984 las bombitas de colores que iluminaban su marquesina volvieron a apagarse. Los jardines fueron invadidos por malezas y la sala se transformó en improvisado galpón donde se guardaba desde alimento para los animales hasta chanchos y gallinas... Parecía el fin de una época dorada. Pero dos vecinos “de toda la vida” no aceptaron el revés de la suerte.
Nelly y Pepe
Nelly Albanesi es hija del primer carnicero de la zona y propietaria del “La Paz Chica”, heredero del ramos generales homónimo fundado circa 1897 y uno de los pocos que aún funciona como almacén. Cuando le preguntan por el nombre del paraje que la vio nacer, dice que le pusieron La Paz Chica, simplemente porque ya existía La Paz Grande. Que su padre empezó con la carnicería en los años treinta y que ella se crio “ahí nomás, en un rancho de adobe”. Que las vacas llegaban caminando desde los campos de Elvira, arreadas por gauchos a caballo. Que Federico, su padre, se levantaba a las tres de la mañana para faenar y los repartidores salían a las cinco y regresaban al caer la tarde. Que los sulkys iban camino adentro, por las chacras, abriendo y cerrando tranqueras aunque arreciaran los temporales. Que las compras se anotaban en libreta y se pasaba a cobrar cada seis meses, llevando de regalo una tira de asado para los buenos pagadores. Que uno de los peones que trabajaba para su padre era, además, poeta.
José María “Pepe” Guidobono trabajó como peón rural y, ya jubilado, fue un bohemio enamorado de lo que Antonio Machado llamaba “mundos sutiles”: la poesía y los sueños. Empezó a escribir a los 34 años y firmaba bajo el seudónimo de Claudio Vitar. Supo cosechar éxitos en Chile, donde viajó invitado a leer por la radio Colo Colo; pero, solía decir con una semisonrisa, “acá no me conocía nadie”. De su infancia recordaba salir a la puerta de su casa y ver el humo de las locomotoras que pasaban por Elvira. Y el Cine Club Colón, “que se llenaba de gente y nos abrió los ojos al mundo, junto con la escuela”. Y al Turco Abraham, “que venía a pasar las películas en un Ford A, hasta que un día unos muchachos le pincharon las gomas del auto y no volvió más”. Fanático de Juan Moreira —a su entender de cinéfilo, el Moreira de Fernando Ochoa era infinitamente superior al de Rodolfo Bebán—, dedicó estos versos notables al belicoso gaucho: Llevo un montón de tristezas / cuarteando mi huella larga / no sé pa dónde me llevan / ni qué destino me aguarda.
Fueron ellos —Nelly y Pepe, Pepe y Nelly— quienes impulsaron, cada uno a su manera, lo que parecía imposible: recuperar el viejo cinematógrafo. Mientras Pepe contaba anécdotas y convencía a los parroquianos acodados en el mostrador de que el cine era imprescindible “para todos, pero más que nada para los jóvenes”, Nelly iba de acá para allá redactando petitorios y juntando firmas. Pionera de la restauración, acudió a la Municipalidad de Roque Pérez, que dio comienzo a las obras. Entusiasmados con el proyecto, los vecinos se peleaban por colaborar: los bomberos voluntarios palearon más de un metro de barro para descubrir el piso de baldosones y se armó un pequeño batallón de carpinteros, pintores de brocha gorda, herreros, costureras, bordadoras, lustradores. La expectativa era enorme; la emoción, aún mayor. Como no podía ser de otro modo, cuando el Cine Club Colón por fin reabrió sus puertas en 2013 hubo un gran festejo y Pepe Guidobono escribió una oda para celebrar el acontecimiento. Pepe falleció en junio de 2015. Pero el Colón volvió a ser lo que todos deseaban: un espacio de reunión y un foco cultural de la vida roqueperense. Desde 2019, su escenario lleva el nombre del poeta que tanto lo amó.
Agradecimiento: a Daiana Márquez, Directora de Turismo de Roque Pérez, y Graciana Uruslepo, Secretaria de Coordinación y Gestión Municipal.
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