Al sur de Santiago y a lo largo de 230 km, una sucesión de pueblos costeros junto al Pacífico signados por la fauna oceánica y olas tremendas que desafían los surfers.
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El Paseo Bellamar luce como un tapiz. Cientos de barcos multicolores se mecen silenciosos después de la pesca matutina. El camino peatonal del puerto de San Antonio, con vistas al Pacífico plateado, condensa todo lo esperado e inesperado de una salida ATP: caricaturistas al paso, héroes infantiles y un cuarteto melancólico de flauta y violines. Al final del muelle, cuando el olor salino se intensifica, se impone la Naturaleza. Bajo el parloteo ensimismado de las gaviotas, un par de crías de lobos marinos buscan aire sobre las olas.
“El capitalismo arrasa con los recursos naturales, no respetando al pescador artesanal”, denuncia un mural que muestra un barco humilde y a un marinero atribulado acechados por un buque industrial. Algo de esa resistencia persiste en los puestos donde los vendedores lavan y exhiben salmones, corvinas y congrios. “La gente compra tranquila; la dejamos pensar”, dice Ángela Gómez en el puesto El Chamaco. Para apreciar sus reinetas, recomienda un vuelta y vuelta a la plancha con aceite y limón. En un rincón de la playa breve, una estatua de yeso extiende el brazo hacia el mar. La escultura de San Pedro Pescador que levantó Domingo García Huidobro –hermano del poeta Vicente– vela por una buena pesca.
La ciudad nació como San Antonio de las Bodegas en 1715. A principios del siglo pasado era un puerto pesquero que importaba productos manufacturados y exportaba pieles, pescado y aceite. Hoy es un eje fundamental de logística y transporte, con autos último modelo que llegan de China y Japón para repartirse por toda Sudamérica. El atraque de cruceros potenció el movimiento. Los comerciantes de este territorio, de desniveles abruptos y calles zigzagueantes, miran con cariño a los turistas rojizos que bajan de las moles blancas dispuestos a cambiar divisas por mariscos y artesanías.
CARTAGENA E ISLA NEGRA
Cartagena se revela como una playa extensa y populosa, con negocios surtidos y casas de veraneo para todos los gustos. Entre toallones de Colo-Colo y sombrillas, los perros corren extáticos con la lengua afuera. La visita al Humedal de Cartagena –una gran laguna que aloja cisnes blancos, patos colorados y garzas anaranjadas– es un llamado a la conciencia conservacionista.
El Litoral se torna más boscoso y va abriéndose a entradas de barrios y clubes con salidas exclusivas al mar. Una muy discreta –25 km al norte de San Antonio– deriva en Isla Negra. Como si no hubiera bastado la obra escrita, Pablo Neruda dejó un legado en tres dimensiones, un autohomenaje que cuenta al mundo de qué manera vivió. La casa es como Chile, larga y estrecha; una obra de arte, combinación de buen gusto y sabiduría. La colección de mascarones de proa es un viaje en el tiempo. Lahabitación que compartía con Matilde Urrutia, un poema al espacio, con la cama orientada para recibir la luz del amanecer en la cabecera y la del atardecer en los pies.
La vista al Pacífico reclama todos los sentidos.
NAVIDAD Y MATANZAS
El viaje sigue rumbo sur por una ruta de sembrados, lavanda y retamas en flor. En la comuna de Navidad, el mar se abre en su grandeza verde-azulada y traza acantilados y rompientes sobre dunas de arena fina.
Matanzas es una playa extensa y reparada, de olas propensas al arrastre. El pueblo creció como puerto intermedio, una escala para la carne, lentejas y porotos que seguían a Valparaíso. La bonanza terminó en la década del 30 por una peste que destruyó los sembrados y derivó en la emigración de los jóvenes, con el consiguiente abandono del trabajo agrícola.
Cuando los chilenos redescubrieron las vistas abiertas e imponentes que regalaba el pueblo, volvieron a construir. La tierra se revalorizó un 500% y las casas de veraneo se están reconvirtiendo en destinos de descanso. Ahora es un mundo en transición, con campesinos a lomo de burro que se cruzan con surfers. Mientras mira las nuevas olas, Matanzas preserva tradiciones como el cocimiento, una variación del curanto que mezcla choros y cholgas con papa, carne de cerdo, vaca y cordero en una gran olla sobre el fuego en la arena.
La tarde playera avanza entre anuncios de la visita del circo, el curioseo por los puestos de tejidos y madres que preguntan a sus hijos si se bañaron harto. Para protegerse del viento, los civiles apelan a sobretechos de carpas y los surfistas se cubren de neoprene.
PICHILEMU, LA OLA PROMETIDA
La ruta traza su fidelidad al conjunto: sinuosa y empinada, irregular y cambiante. Llegar a Pichilemu por la avenida Escrivá de Balaguer implica sumarse a la madeja de autos y peatones que hacen fila en los locales de empanadas, pescado, mariscos y churros. Los espacios se amplían en las afueras, donde viven los empresarios, ingenieros y arquitectos que están explorando un nuevo modo de vida: mitad de la semana en Santiago, mitad en un home office distendido.
El ingreso a la Playa Principal aglutina carros tirados a caballo con heladerías, puestos de churros, ceviche y frutas bañadas en chocolate. Tres tablas altura NBA dan la bienvenida a la Capital Mundial del Surf. De lentes espejados y con mallas amarillo flúo, Jorge y Raúl –dos de los 16 guardavidas– aseguran que tienen mucho trabajo, aunque no pasan de los cuatro rescates por semana. Cuando algún bañista deja dudas sobre su experticia, hacen silencio y afinan la mirada.
La Puntilla, al otro lado de la caleta, es territorio surfer: 300 metros de costa con olas atractivas y amenazantes que despliegan una majestuosidad turquesa. Todos se aferran a sus tablas, se detienen en la escollera, esperan el momento y salen braceando. Entonces se paran y se deslizan con ajustes milimétricos para vivir el mejor momento del día.
A Reinaldo “Cha Cha” Ibarra lo encontramos en El Infiernillo, una playa silenciosa con olas feroces. Ariqueño de 47 años, es surfista desde los diez. Tuvo grandes hits en 1993 (campeón nacional) y 2008 (sexto en el Mundial). Hoy aconseja a sus alumnos que disfruten, pero que respeten el mar, sobre todo conociendo el spot: las corrientes, las medidas de seguridad, los puntos de salida. Reconvertido en un big wave raider, explica que para agarrar olas de ocho metros hay que ser paciente. “Estoy siempre maniático viendo los reportes –confiesa–. Cuando veo que se acerca la ola que busco, espero una semana, me preparo tres días antes con yoga, técnicas de respiración y comida sana”.
Hay un hilo que se visibiliza en Pichilemu: el que une las culturas surfer, yoga, vegana, neohippie, slow food y antiplástico. Nihal Khalsa es uno de los costureros. Este chileno de barba y turbante hizo un posgrado de finanzas en Londres y fue gerente de marketing de una multinacional. “Salimos del sistema capitalista”, celebra ahora junto a su pareja, Carolina Muñoz. “Sin darse cuenta, uno se mete cada vez más en ese rollo”. En el verano de 2016, cuando llegaron de Santiago, se dieron cuenta de que no existían propuestas a su medida. Entonces abrieron Cúrcuma, que buscó generar una opción gastronómica saludable y sabrosa para que la pro- puesta casi-vegana no se volviera fome (aburrida). Lo lograron gracias a preparaciones caseras y a la inspiración que les dieron sus viajes a la India, Tailandia y Bali, en un ambiente con tótems de inspiración navaja y un mesón tallado que invita a compartir platos, ideas y experiencias.
La noche termina placenteramente en Ruka Lobos –cabañas premium con encanto rural– y su hottub, esa tina de agua caliente que a veces puede incluir hidromasaje y que parece estar muy de moda por acá. En este caso particular, invita a mirar la luna desde sus profundidades cálidas, con el aire fresco sobre la cara.
PUNTA LOBOS
A 7 km de Pichilemu, el “centro” de Punta de Lobos es breve, con una oferta de servicios apiñada en cabañas, puestos de jugos y ensaladas, cafés con vista al mar. También acá se piensa en surf, se habla de surf y se sueña con surf.
Alrededor de Los Morros (dos enormes promontorios de piedra laja), un enjambre de humanos en neoprene se balancea sobre el agua, concentrados como tiburones. Todas las olas se ven intimidantes y suenan atronadoras. Algunos avanzan como si estuvieran tomándose un espresso; otros caen en lo que parece el golpe de sus vidas. Cuando dejan trajes y tablas, se relajan tomando algo en los decks sobre la arena. Como Yvette Shaw, una rubia neozelandesa que viaja por Sudamérica. Se autodefine “apenas encima de principiante” y dice que se divierte aun- que el mar esté calmo. Ama estar en el agua y cruza los dedos para, algún día, subirse a su gran ballena blanca: una ola grande e inolvidable.
BOYERUCA Y LLICO
Una hilera de pirámides blancas crece junto a las piletas donde los trabajadores de las salinas de Lo Valdivia cargan su producción en carretillas azules. Cinco kilómetros después, surge Boyeruca, una costa de barcos coloridos que descansan como un recuerdo romántico. Con el agua hasta las rodillas, afirmados entre las salientes filosas, los recolectores llenan un par de canastas de mimbre. Juntan algas para ensaladas, jalea y champú, y nos alcanzan un par: textura gomosa, sabor a mar. Cuando hay marea alta buscan jaibas –un tipo de cangrejo de carne agradablemente suave–, cuidándose de las mordidas. “Hay harto”, dice Marcos Guerra, que sirve el clásico pastel sedoso con crema, cebolla y queso en el restaurante Boyeruca.
En Llico, nuestra última escala, las gaviotas anidan en una caleta donde suenan cumbias románticas mientras los pescadores desatoran sus redes. Es el final de la jornada con un pez sierra que se dora a la parrilla, regado con vino blanco.
Patricio Gutiérrez Navarro trae un cargamento de lenguados que levantó frente de la costa. Todavía a bordo de El Raúl I (homenaje a su hijo), promociona el pueblo: “Es muy precioso. Nos distingue la tranquilidad; tenemos playa, un lindo Pacífico, lagunas de agua dulce y santuarios de cisnes”, y dice que pescar acá “es un encanto y un privilegio”.
Al final del pueblo, tres pilotes oscuros muestran los vestigios de lo que pudo ser. En 1894 empezó la construcción de una estructura de madera y hierro forjado, 68 metros de en vigado que soportarían la carga y descarga de sal y cereales, además de conectar con un megaproyecto del presidente José Manuel Balmaceda: la primera base naval de la Armada en el lago vecino de Vichuquén, que permitía esconder los buques de guerra y salir hacia el océano por un estero. Pero las inestabilidades políticas y un suelo demasiado rocoso frustraron los planes y el muelle se fue rompiendo de a poco.
En la zona de Trilco, el camino se vuelve una mezcla intimidante de subidas y bajadas (conviene llegar con un vehículo de motor potente) que revelan un esplendor de valle, viento, bosque y mar que enmudece. La panorámica se abre al oleaje feroz y a un horizonte desafiante, con la punta de un faro –el primero privado de Chile– en un extremo de la playa.
Para bajar las pulsaciones, lo mejor es desandar camino hacia el lago Vichuquén, con casas fastuosas y muelles privados. La playa de acceso público es Paula, una franja de arena estrecha con un objetivo bien marcado: nueve sombrillas de paja que regalan centímetros de sombra. Las boyas limitan el área de natación apenas a diez metros de la orilla; lo demás es kayak y paddle surf, que se alquilan en la costa.
Enfrente se levanta Aquelarre, pueblito entre pinos aromáticos y araucarias solitarias, con familias que pusieron su apellido a la entrada de cada casa. “Empresarios de mucha influencia que no quieren que se mejoren los caminos”, se descarga un vecino que pide anonimato.
La historia oficial del pueblo de Vichuquén (“Serpiente de mar”, en mapudungún) tiene 434 años. Aunque buena parte de sus casas de adobe y fachada colonial debieron reconstruirse después del terremoto de febrero de 2010 (525 muertos y 23 desaparecidos en todo el país), en este rincón no hubo que llorar a nadie.
De vuelta en el Hotel Puerto Viejo de Llico, la imagen hipnótica del muelle insiste en reclamar atención, con el rumor furioso del océano; suena tan fuerte que, de hecho, hay que subir la voz. Nada preocupante. El único dilema es disfrutar del show desde la cama mullida o el lobby luminoso.