Nació en San Fernando, estudió francés en París, pero hace años descubrió que quería dedicarse a la cerámica en su tierra. Ha vivido en Formosa, San Luis, y actualmente en Salta.
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Dónde empieza una obra de arte. ¿Cuál es el origen? Martín Heidegger, el filósofo alemán, se devanó la imaginación pensando en esto. Y claro, de ahí salió su precioso escrito, El origen de la obra de arte, que es en sí mismo una obra de arte, donde hay dos botas pintadas por Vincent van Gogh, el genial neerlandés que vivió pobrísimo, sin un peso más que lo que le daba su hermano (o que vivió su muerte en la absoluta riqueza, así de ridículo como suena, porque, se sabe, millonario se hizo cuando murió), pero sin soltar el pincel un solo día. La consecuencia de aquella voluntad rabiosa: 800 cuadros y centenares de dibujos que, desde hace 150 años, embellecen el planeta.
¿Cómo hacen los que crean para empezar el cuadro, el poema, la vasija, la melodía? Pilar Mari, una ceramista de 43 años, que pasa horas en su taller de Payogasta, una construcción con forma de cruz andina y ventanales que dejan ver el amanecer y atardecer sin moverse de ahí, dice esto: “Hay dos aspectos presentes cuando empiezo a hacer una pieza: por un lado, el contacto con la tierra. Empezás a dialogar en el amasado involucrando el cuerpo, la espalda, los brazos y las manos. Sentís la pasta fresca, suave, dócil, muy agradable de llevar. La unidad entre vos y la pasta, que es arcilla mezclada con otros materiales, y será cerámica después de su paso por el fuego”. Y sigue. “El otro aspecto de comenzar a construir una pieza es lo que vas a hacer con esa pasta. Ese es un camino que lleva más tiempo. Que viene manifestándose de una pieza a la otra, que hace que quieras levantarte temprano e ir a construir al taller con la energía del sol naciente.” Así de virtuoso es el hecho artístico.
Cada uno de los viajes que hizo Pilar, cada paso, fueron una elección deliberada que incidió, directamente, en su vida como ceramista. El Calafate, La Lucila, Formosa, París, San Luis, Payogasta, ella iba –ella va– adonde la arcilla y sus manos decidan juntarse. Manos que en realidad son pura imaginación. “Es la mano la que va encontrando la forma más abierta, más cerrada, más alta, más baja. Es ir pensando el vacío de la pieza”. O es estar dispuesto a encontrarse con el consabido vacío: ahí donde no hay nada de nada y, sin embargo, está la posibilidad de que algo sea.
El origen
Pilar, además de ser ceramista, es instructora de yoga y guía de turismo. Nació y pasó su infancia en San Fernando, Buenos Aires. De chica, tuvo un breve y rotundo contacto con la cerámica, no tanto por un taller que hubiera hecho, sino por los museos que visitaba. “Veía una pieza arqueológica y decía, Ay dios mío, qué es esto. Cómo nadie me explica qué es, quién lo hizo. Cómo hicieron los diseños, de dónde sacaban la tierra, cómo la horneaban, cómo la pintaban, por qué esos colores. Me volvía loca”. Pero a veces, que nadie explique es bueno, queda latente la curiosidad. Muchos años después, a los 28, se fue a El Calafate a trabajar como guía de turismo. Una tarde prendió la radio y escuchó que la ceramista Adriana Aristizábal iba a dictar un taller. A partir de ahí, el tiempo se bifurcó. “En temporada alta trabajaba un montón, pero en temporada baja me metía con la cerámica”. Pero mejor es decir que el tiempo tomó tres caminos: por un lado el paseo con extranjeros, el trekking, el hielo; por otro, el silencio, la cadencia de las manos, el fuego. Y por último (o primero), Emilio Daher, un guardaparques salteño que trabajaba en seccional Lago Argentino –conocida como Punta Bandera, por ser el lugar donde Perito Moreno planto por primera vez la bandera argentina al borde del lago–, y que la enamoró.
Sí, Europa me gusta, pero no quiero vivir en Europa
Antes que El Calafate –antes de que Pilar se encontrara con la cerámica del modo “para siempre”–, fue París. En la misma época en que ella estudiaba turismo en la Universidad de Morón, estudiaba francés. Su profesora le propuso que hiciera un intercambio. Viajó a la ciudad del Moulin Rouge y las crêpes. “Cuidaba dos nenas a tres cuadras del Arco de Triunfo. Es alucinante... todo ese año, que yo ya era guía y me gustaba mucho el arte, me la pasé recorriendo museos, muestras”. Era conocer, mirar, impregnarse de lo que hacían otros. “A ver, a ver. Era ver, ver, ver”. París fue una ciudad nutrida de arte, pero cuando regresó a la Argentina se dio cuenta de algo, “...tuve una pequeña revelación de decir: yo no quiero vivir en Europa. Me di cuenta de que quería vivir en Argentina.”.
Lo que yo quiero es un Pikachu de cerámica
Luego, llegó la convivencia de cinco años en El Calafate, y después una ruta por diferentes destinos. A Emilio le salió un viaje a la Antártida para hacer trabajo de monitoreo ambiental; Pilar decidió estudiar con la ceramista Mariana Alonso y viajó a La Lucila, Buenos Aires. Ahí aprendió el gres, un tipo de cerámica de alta temperatura, que llega a hornearse a más de 1200 grados. “El gres te da una resistencia y un esmalte bien integrado a la pieza. El esmalte al fundirse, a tanta temperatura... imaginate que la cerámica más común, la que más se suele hacer, es de 1000 grados; 1200 grados es una barbaridad.” Además de encontrarse con el gres, viajó con turistas franceses por todo el país, iba a Ezeiza, los buscaba y salían a recorrer el país. “A cada lugar que iba, descubría. Siempre buscando talleres. Y mostrando eso a la gente. Para mí la riqueza de cuando uno viaja está en la cultura, en las tradiciones. Está en las comidas.”. Cuando Emilio volvió de la Antártida, pidieron el traslado a Formosa, se fueron al Parque Nacional Río Pilcomayo, que limita con Paraguay, y donde vive una comunidad Qom.
Pilar armó su taller, empezó una tecnicatura con Jorge Fernández Chiti, del Instituto de Ceramología Condorhuasi, y tuvo su primera alumna, Anabel, una toba que le enseñó cestería a cambio de aprender cerámica. “No me voy a olvidar nunca porque ella vino y le dije, “bueno, Anabel, qué querés hacer? Un Pikachu. ¿Cómo un Pikachu?” Y se hizo un Pikachu para guardar su plata, le hizo un hueco y... ¿Entendés? Una dice, “...te va a decir que quiere tal pieza...No, un Pikachu”.
Serena y al ritmo de las estaciones
Hace seis años, Pilar, Emilio, Aimé y Tupac viven en la Seccional El Churcal, dentro del Parque Nacional Los Cardones, cerca de la Recta del Tintin, de Payogasta, de Cachi. Aimé, nació en San Luis, y Tupi, como le dicen ellos, en Salta capital “...pero empecé el trabajo de parto en casa. Bajé la Cuesta del Obispo con contracciones”. Vida nómade y tranquila, serena. Tal vez por eso, La Serena se llama el taller que Pilar construyó en Payogasta. Un puente entre ella, la tierra, la luz del sol. Una chacana de adobe, piedra, barro y caña, a la vera de la RN40.
René Mamani fue uno de los albañiles que hizo la edificación, usando su oficio, aunque sin saber adónde iban. ¿Una construcción con qué forma? Un día, le confesó a Pilar que no entendía lo que ella quería, pero que igual la siguió –el vértigo que muchas veces propone el arte–. De él, ella dice que aprendió mucho. Que a veces el hombre no iba porque tenía que cosechar tomates, que ella se enojaba, que hablaba consigo misma hasta que entendía. “Yo quiero que venga a trabajar. No, Pili, el tipo va a seguir teniendo el campo, su rastrojo, sus gallinas, sus animales. Eso es su fuente de ingresos.” El taller se construyó al ritmo de las estaciones.
Cuatro veces al año, Pilar organiza jornadas artísticas de tres días y con un cupo máximo de 10 personas. Incluyen alojamiento, almuerzo, delicias como bizochuelo, fruta, té rico, y el trabajo en el taller. Comienzan con meditaciones. “Nos vamos para allá, entre unos algarrobos que tengo, y hacemos unos vuelos para conectarnos con la naturaleza. Respirar.” Pasan días entre la arcilla, el torno, las formas que de a poco llegan. El taller finaliza, Pilar cocina las piezas en el horno y las envía por correo. Mientras, o durante, sigue encontrando. “Yo estoy en una búsqueda. Porque acá la arcilla local es de baja temperatura. La cerámica arqueológica es alucinante, pero ellos tenían una sapienza y sabían que tenían que hornear a esa temperatura, 850, 900... grados como mucho. Y digo, estoy acá, tengo que usar la arcilla local, entonces estoy en ese proceso.”. Así de espiralado es el camino del arte. En cada vuelta una pregunta más, una técnica nueva. La imaginación, una vez que florece, no se detiene.
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