La historia de la francesa y el tucumano que decidieron unir sus caminos y afincarse en los valles calchaquíes, donde invitan a una estadía sustentable.
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El flechazo sucedió en un vuelo Madrid-Buenos Aires, en 2005. Fabienne Nouvelot viajaba con su hermana gemela, Sandrine, para iniciar un periplo por los Andes hasta Ecuador. Juan Concha Lozano volvía a pasar las fiestas a su Tucumán natal después de veinte años radicado en Francia.
Sin saberlo, allá vivían a sólo una hora de tren. Ella en Lyon; era profesora de francés para extranjeros en la universidad. Él en Grenoble, donde había forjado una empresa agroindustrial de productos orgánicos a base de papas.
Seis meses después de ese primer encuentro en el aire, hubo otros en Francia. Pero la mayor parte del romance continuó de modo virtual. “Nos escribimos unos cien mails más o menos”, relata él.
En uno de esos mails, Juan le propuso a Fabienne viajar juntos a Argentina para que ella pudiera conocer su pago, Tafí del Valle. El lugar añorado, donde había sido feliz en su infancia y juventud, tenía la base inmejorable de un rancho familiar de montaña. El proyecto era transformarlo en una maison d’hôtes –casa de huéspedes, un concepto muy extendido en la campiña francesa– para recibir viajeros que quisieran descubrir el noroeste argentino.
A Fabi le fascinó la idea. Estaba justo en ese momento de buscar su lugar el mundo, de afincarse después de una vida nómade, atada a ninguna parte: “Si bien tengo la nacionalidad francesa, no me siento puramente francesa”, confiesa. Hija de un geólogo e ingeniero que identificaba necesidades hídricas en países emergentes, nació en Yaundé, Camerún, y se crió rodeada de elefantes y jirafas en la selva. Después vivió cuatro años en Recife, Brasil, donde aprendió a nadar entre los arrecifes de coral, y otros seis años en Quito, Ecuador.
Tras ese derrotero por el mundo, probar suerte en un pueblo de los valles calchaquíes era un desafío que la llenaba de entusiasmo. Vendió su departamento de Lyon, dejó su trabajo y apostó todo a su nuevo rumbo.
En Tafí, pensaron, iban a poder fusionar todo lo que habían aprendido antes de conocerse. Juan soñaba con poner en práctica sus saberes en la construcción ecológica, la agricultura y la naturaleza. Fabi, con su perfil más académico, estaba lista para bajar a la tierra su mirada multicultural y ser anfitriona de viajeros globales.
La villa de montaña era un lugar prometedor para emprendedores como ellos y allí se instalaron definitivamente en 2008, tras decirle au revoir a sus vidas europeas. “Zarpamos del puerto de Marsella en un crucero y desembarcamos un 10 de diciembre con sólo 17 valijones y baúles en el puerto de Buenos Aires”, relatan sobre la épica mudanza.
El aire puro de Tafí resultó un bálsamo para la flamante pareja. Fue sencillo adaptarse a la belleza de los valles de altura, el microclima entre las yungas y el semidesierto, el sol puro de invierno y las noches frescas de verano. Fabienne se enamoró al instante de su pago adoptivo: “Los días otoñales o primaverales son como cuadros de Van Gogh; y un día nublado con el alpapuyo, esa niebla que se desplaza y envuelve de misterio una montaña o el valle entero, tiene un encanto único”.
Para coronar su unión, se casaron a caballo en un coqueto hotel local. Su luna de miel fue una cabalgata a los cerros del Mala Mala, durmiendo en ranchos con piso de tierra y en escuelitas de alta montaña. Una aventura a la altura de su amor poco convencional.
La posada y la vida en los valles
El rancho, entre la villa y el río La Banda, se convirtió en una posada a la que llamaron Inti Watana o “sol detenido”, en quechua. La impronta astronómica es influencia de Juan, que diseñó un reloj solar a reflexión en la galería: marca las estaciones, el día y la hora, además de concientizar sobre el lugar que ocupamos en medio de los astros. Las cuatro habitaciones (no quisieron hacer más, para preservar el carácter íntimo) se llaman Solsticio, Equinoccio, Eclíptica y Geoda. A la última se entra a través de una esfera arcillosa que imita la forma de la Tierra.
“Más allá de un hospedaje es, sobre todo, una forma de concebir la vida, una vida en sintonía y armonía con la naturaleza”, sintetiza Fabi, con acento tucunés.
La casona está hecha con materiales reciclados: descartes de demolición, vigas de quebracho colorado, durmientes de ferrocarril, piedras graníticas de río. El techo de paja y los muebles encargados a artesanos locales, con tientos de cuero y tejidos, fueron aspectos estudiados de acuerdo a los pilares de la construcción bioclimática. Hay un foco especial en el ahorro energético, con captores solares que precalientan el agua para las duchas, luz natural que entra desde los claros del techo y un invernadero que junta calor y lo envía al interior.
Los huéspedes comparten el día a día con los anfitriones. Juan da talleres de cerámica, mientras que ella se dedica a recomendar salidas, caminatas y atractivos cercanos o algún libro de su biblioteca de sustentabilidad. El desayuno es casero, preparado con productos orgánicos y cosechados en la huerta. Suelen ofrecer dulce de tuna para untar con el pan brioche y dulce de cayote con nueces y naranja tucumana rallada.
Los dueños siempre están ocupados en algo nuevo. Las cosechas, el compost, el reciclado. Ahora incursionaron en la elaboración de sidra con sus manzanas. Con la sidra, preparan vermuts con cítricos tucumanos y aromáticas de la zona, como arca yuyo, ruda y muña muña. También hacen un praliné riquísimo con las nueces.
Lo próximo es la inauguración de un eco refugio de altura (a 2.700 metros) en la zona de El Sauzal- Ampimpa, región de Amaicha del Valle, concebido para los que, como ellos, busquen contacto estrecho con la naturaleza. Tendrá dos módulos de adobe para recibir huéspedes, con baño privado y cocina, espacios comunes y vista a los cerros.
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