Breve historia de una institución centenaria que nació en Europa y llegó a mediados del siglo XIX a nuestro país. Logias de distintos órdenes se propagaron rápidamente, no sin sufrir varias crisis y fracturas. Cómo es el escenario hoy.
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Desde sus orígenes, la masonería ha despertado grandes polémicas, en Argentina como en otros países, especialmente en los latinos. Es mucho más abundante la literatura dedicada a atacarla o a defenderla que la que ha buscado explicar su historia, su naturaleza y sus objetivos. Sus enemigos declarados han visto en ella una fuerza oscura y misteriosa orientada a destruir las instituciones fundamentales de la civilización occidental: la religión, la Iglesia, la familia, la autoridad, la propiedad privada.
Desde los tiempos de la Revolución francesa se la acusó de haber sido la instigadora de la abolición de la monarquía, de la ejecución de los reyes y del desmantelamiento del Antiguo Régimen. En el siglo XIX, púlpitos y libros católicos denunciaron su alianza con el liberalismo y el protestantismo para destruir a la Iglesia, erradicar el catolicismo y favorecer los intereses imperialistas británicos. En el XX cobró forma la idea de un oscuro “contubernio” de judíos, masones y comunistas para subvertir la sociedad y destruir los valores tradicionales y cristianos. También se habló abundantemente del protagonismo de primer orden que la masonería habría asumido en hechos fundamentales de la historia contemporánea, a comenzar por la supuesta pertenencia masónica de los próceres libertadores a la antigua América española, entre ellos Bolívar y San Martín.
La mayor parte de las veces, el abordaje del tema ha asumido como datos certeros no pocas suposiciones y falacias y algunos equívocos. La idea de que los masones habrían formado un complot anticatólico junto a iluministas, liberales y protestantes y más tarde junto a judíos y comunistas es, cuanto menos, inverosímil. La masonería fue prohibida en algunos Estados protestantes, casi desapareció durante la Revolución Francesa y fue perseguida en los países comunistas. Tampoco hay pruebas fehacientes de la pertenencia masónica de San Martín, y Bolívar prohibió las sociedades secretas en la Gran Colombia en 1828. La logia Lautaro tuvo sus rituales, fórmulas y juramentos como las logias masónicas, pero no era sino una sociedad secreta creada para alcanzar objetivos políticos concretos, en primer lugar la independencia americana. Que algunos de sus miembros hubiesen sido iniciados en la masonería no hace de ella una logia masónica.
Los orígenes
Los mismos orígenes de la masonería suelen mezclarse con la fantasía. Se han registrado más de cuarenta versiones diferentes al respecto, entre ellas las que identifican como su fundador a personajes bíblicos, desde Adán, pasando por Noé y Salomón hasta Jesucristo; a hombres ilustres de la antigüedad como Alejandro Magno y Julio César; a fundadores de religiones o filosofías orientales como Zoroastro y Confucio; a los antiguos egipcios, a los jesuitas, a los templarios, a los judíos…
En realidad, los orígenes de la masonería se encuentran en las corporaciones de constructores medievales (masón quiere decir “albañil”, “constructor”), especialmente de iglesias catedrales y abaciales, que sometían a sus miembros a rituales de incorporación y a la progresiva revelación de secretos del oficio que estaban obligados a guardar celosamente. Es lo que se llama “masonería operativa” para diferenciarla de la “masonería especulativa”, que es la que aquí nos ocupa. A partir del siglo XVI las academias de arquitectura y las nuevas técnicas de construcción fueron quitando a los antiguos gremios de constructores su razón de ser. Además, en las reuniones de los constructores comenzaron a participar hombres que no practicaban el oficio, pero estaban ligados a las logias porque financiaban obras o porque practicaban la construcción como aficionados. Eran algo así como “socios honorarios” y se los conocía en Escocia e Inglaterra como “masones aceptados”. Así, poco a poco se dio el paso de la masonería operativa, la de los verdaderos constructores, a la masonería especulativa, que tomó sus ritos, ceremonias y símbolos (como el compás y la escuadra) con fines muy diferentes: no se trataba ya de construir un determinado templo de piedra, sino un templo espiritual, un hombre nuevo, una humanidad nueva. La idea se expandió rápidamente por Europa desde el siglo XVIII, las logias se multiplicaron, se agruparon en distintas obediencias masónicas y adoptaron diferentes ritos.
De allí que sea más prudente hablar de “masonerías” que de “la masonería”: logias de distintos ritos, idearios, disciplinas y organización jerárquica han coexistido desde los orígenes, y las modalidades y las finalidades de las sociedades masónicas han variado notablemente, además, con el correr del tiempo. Ha habido corrientes masónicas en las que estaba prohibido el ingreso a los ateos, y ha habido otras decididamente antirreligiosas, en particular anticatólicas. Ha habido logias dedicadas a fines muy diversos: culturales, filantrópicos, educacionales, políticos. Es riesgoso, por lo tanto, buscar una definición que pretenda dar cuenta de todas las manifestaciones masónicas. Sí podemos mencionar, como elemento común, su carácter iniciático y mistérico: la masonería ofrece a sus adeptos un recorrido intelectual y espiritual, a través de la iniciación a diferentes grados de “iluminación” por medio de ritos que progresivamente les van develando ciertos conocimientos ocultos.
En Argentina
¿Qué papel jugaron los masones en la Argentina? Es curioso que tanto sus defensores como sus enemigos coincidan en adjudicarles un papel destacado en la historia del país, para bien o para mal. Si abrimos el clásico libro de Alcibíades Lappas, La masonería argentina a través de sus hombres (1958), leeremos que “en la Masonería Argentina militaron, al igual que ahora, las más destacadas figuras de la nacionalidad”. Si leemos al historiador católico Cayetano Bruno, comprobaremos que ve la mano de la masonería detrás de muchos hechos históricos clave de nuestro siglo XIX, desde la derrota de Urquiza en la batalla de Pavón a la promulgación de las “leyes laicas” de la década de 1880. Conviene siempre desmitificar para hacer lugar a la Historia: sabemos fehacientemente que muchos de los hombres célebres de nuestra historia fueron masones: Sarmiento, Mitre, Pellegrini, Urquiza, entre otros. Pero no sabemos hasta qué punto hicieron lo que hicieron por el hecho de ser masones. Ni siquiera sabemos, en algunos casos, si fueron masones durante toda su vida o sólo durante un período: las deserciones a la masonería no fueron nada infrecuentes.
Los orígenes de la masonería en la Argentina se encuentran en la década de 1850, cuando se renovó la vida política y asociativa tras el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas en 1852. ¿No había antes masones? ¿No había antes logias? Por supuesto que sí. Pero que haya masones no significa que haya masonería, y como hemos visto no todas las logias eran masónicas. En la década de 1850 se verificó en Buenos Aires una “explosión asociativa”: la ciudad vio emerger en pocos años una miríada de asociaciones de diversa naturaleza y orientadas a múltiples finalidades: religiosas, sociales, recreativas, gremiales, comerciales, culturales. Es en ese marco que comienza a cobrar forma la masonería argentina como una expresión asociativa más, una experiencia que de inmediato concitó interés en un sector de la elite porteña y que se difundió en otras ciudades y pueblos argentinos, primero en el litoral y luego en otras áreas del interior. La expansión de la masonería fue un fenómeno transnacional: fue en Brasil donde ya en 1822 se creó la primera potencia masónica independiente en América del Sur.
Luego se institucionalizó en Uruguay, donde se formó en 1855 el Supremo Consejo y Gran Oriente de la República del Uruguay, del que dependieron las logias porteñas hasta la creación del Supremo Consejo y Gran Oriente de la República Argentina en 1858.
La primera logia
La primera logia de Buenos Aires fue la “Unión del Plata”, de rito escocés, fundada en 1856. Ese año se organizaron otras dos logias, una en Buenos Aires y otra en Entre Ríos. A partir de entonces, la masonería argentina aceleró su proceso de expansión: en 1857 se crearon en la ciudad de Buenos Aires otras seis logias; en 1858, otras cuatro en la ciudad, dos en la campaña y una en Entre Ríos. Desde 1862, año en que se resolvió el conflicto entre Buenos Aires y la Confederación con la presidencia de Bartolomé Mitre, la masonería inició una década de importante crecimiento.
La ampliación de la actividad masónica desde Buenos Aires y el litoral hacia el resto del país se verificó en los siguientes decenios a medida que el territorio se fue integrando como nación. Políticos, comerciantes, educadores, estancieros, funcionarios y militares se comprometieron con la institución. Por ejemplo, la creación de logias en las áreas recientemente conquistadas a los indígenas fue a menudo iniciativa de oficiales del ejército destinados a las áreas de frontera. Hubo desde el comienzo, además, logias “étnicas” que reunían a hombres de determinadas nacionalidades, señaladamente franceses e italianos.
Relaciones con la iglesia
Las relaciones de los masones con la Iglesia Católica no fueron tan claras como podría creerse. En los comienzos las logias imponían como requisito la fe en Dios e incluso se negaban a incorporar a ateos declarados, aunque no imponían la pertenencia a la comunión católica. Sin embargo, muchos masones de las décadas de 1850 y 1860 se declaraban católicos. Por otro lado, varios papas habían prohibido las reuniones de asociaciones secretas desde el siglo XVIII, lo que permitía pensar que la masonería estaba incluida en la prohibición.
Así, el obispo de Buenos Aires Mariano José Escalada reaccionó en 1857 frente a la organización de las primeras logias con una carta pastoral que declaraba la incompatibilidad entre la pertenencia masónica y la pertenencia a la Iglesia. Los masones protestaron vivamente y el conflicto ganó virulencia al año siguiente, cuando Escalada prohibió los funerales de un confitero italiano muy devoto por el hecho de ser masón. Decenas de carruajes acompañaron el féretro de Juan Musso hasta el cementerio, en pública protesta por la violación de los “derechos religiosos” de los masones por parte del obispo.
La crisis en el siglo XIX
La expansión de la masonería fue importante desde el punto de vista cuantitativo: en los primeros años del siglo XX había en el país casi un centenar de logias, y los poco menos de 900 masones de 1859 se habían convertido en unos 2.500 en 1906. Más importante aún fue el crecimiento cualitativo: a diferentes logias se habían incorporado muchos de los hombres que de un modo u otro habían dirigido o dirigían los destinos de la república: presidentes, ministros, legisladores, militares, juristas e intelectuales. Sin embargo, la institución atravesó varias crisis a lo largo de ese proceso de crecimiento. A causa del relativo secreto en que se desarrollaba la vida de la masonería –menos secreta, sin embargo, de lo que a menudo se cree–, y a causa también de la dificultad para acceder a la documentación, desconocemos suficientemente los motivos. Sabemos que en 1873 se produjo una ruptura que dividió a la masonería argentina en tres corrientes distintas.
Sabemos también que una nueva crisis condujo en 1898 a la creación de la Gran Logia Nacional Argentina, que abandonó la obediencia al Supremo Consejo y Gran Oriente. Sabemos, por último, que partir de 1902 se abrió un período de fuertes contrastes y divisiones que condujo a la conformación de varias obediencias masónicas –federaciones de logias– que diferían en la estructura de grados y en los ritos. Por ejemplo, mientras el Gran Oriente Argentino del Rito Azul creado ese año aceptaba sólo los tres grados fundamentales de “aprendiz”, “compañero” y “maestro”, las logias que permanecieron fieles al rito escocés contemplaban 33 grados. Las laceraciones que sacudieron a la masonería en esos años fueron profundas, al punto de que el general Bartolomé Mitre, venerable anciano y patricio, fue convocado a mediar entre los varios grupos que se enfrentaron entre sí.
Jerarquías
A pesar de los límites que impone la falta de documentación disponible, podemos con cierta cautela acercarnos a la vida interna de la masonería, teniendo siempre en cuenta, sin embargo, que lo que podemos decir de una obediencia masónica no necesariamente se ajusta a la realidad de otras. Por ejemplo, el Gran Oriente del Rito Azul, que se apartó del rito escocés de los 33 grados en 1902, afirmaba que la masonería era una institución “filantrópica, filosófica y progresista, motivada por el amor a la humanidad”. Sus estatutos imponían a sus miembros la creencia en el Gran Arquitecto del Universo, pero declaraban el principio de la libertad de conciencia como derecho inalienable de todo ser humano, lo que implicaba la negativa a excluir a alguien por sus creencias religiosas. La estructura de gobierno era compleja. Las supremas autoridades eran el Gran Maestre, el Vice Gran Maestre, el Gran Secretario y el Gran Tesorero, elegidos por un Gran Consejo de la Orden que era designado, a su vez, por un Consejo General en el que estaban representadas las logias. Cada una de estas era autónoma y propietaria de sus bienes. Para la iniciación se exigía, entre otros requisitos, la presentación por parte de un maestro de la orden, contar con 22 años de edad o con 18 en el caso de tratarse del hijo de un masón, y ser un hombre “honrado y de buenas costumbres”.
Damas bienvenidas
La iniciación se concretaba, desde luego, mediante un ritual. En algunos ritos, el “profano” ingresaba al templo con los ojos vendados –lo que simbolizaba su ignorancia de los misterios que le serían progresivamente develados– y desprovisto de cualquier objeto metálico –alusión al despojo de las armas para el ingreso a una sociedad pacífica y armónica–, con el pecho y el pie izquierdo descubiertos en señal de humildad. Por medio de ese rito el “profano” se convertía en “aprendiz”.
Para acceder a otros grados, como los de “compañero” y “maestro”, era necesario someterse a otros ritos de pasaje. ¿Se trataba sólo de hombres? Aunque muchos ritos y obediencias excluían a las mujeres, una diferencia entre las masonerías anglosajonas y las latinas ha sido la distinta actitud hacia la participación femenina, por regla general rechazada por las primeras y a veces admitida –o al menos tolerada-– por las segundas. Ya en el siglo XVIII el Gran Oriente de Francia creó una “masonería de damas”, y a fines del siglo XIX aparecieron, también en Francia, experiencias de masonería mixta, como el Derecho Humano Mixto e Internacional, que todavía existe. También en el país galo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial se creó la “Unión Masónica Femenina de Francia”. Por otro lado, logias que sólo admitían varones, a veces permitían la participación de las mujeres en algunas actividades y ceremonias.
Ceremonias y rituales
Como dijimos, existía una edad mínima para el ingreso a la masonería. A veces 22, a veces 25 años. Sin embargo, en algunos ritos existía la figura del “lobatón”, es decir, del hijo de un masón –a veces de cierta jerarquía– que era “bautizado” y adoptado por la comunidad masónica de su padre hasta que reunía la edad necesaria para solicitar la iniciación. De esa manera, los demás masones se convertían en “tíos” o “padrinos” del niño. También en otros aspectos la vida de la masonería reproducía instituciones y rituales de las Iglesias cristianas. Los grandes momentos de pasaje de la persona –de la niñez a la adultez, de la soltería al matrimonio, de la vida a la muerte– se acompañaban de ritos de fuerte contenido simbólico. La masonería tuvo también sus “santos laicos”, héroes y mártires que no siempre habían sido masones o no lo eran de manera comprobable. Podemos mencionar a algunos: Giordano Bruno, Voltaire, Franklin, Washington, Bolívar, San Martín, Garibaldi, Martí…
¿Y en la actualidad? En otros países, como Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Suecia, Holanda, Alemania o Australia, goza aún de mayor reconocimiento público que en el nuestro. En Dinamarca y Suecia el Gran Maestre ha sido tradicionalmente el rey, o un delegado suyo; en Inglaterra, el cargo ha sido reservado a algún miembro de la familia real, como actualmente el duque de Kent. Si bien la irrupción de la sociedad de masas en el siglo XX –masificación de la participación política mediante el voto universal y secreto, masificación de la economía y de los consumos culturales– puso en crisis formas de organización y de intervención en la vida pública propias de la restringida política de notables del siglo XIX, la masonería ha desempeñado en la historia un papel importante que no conviene, sin embargo, mitificar.
Roberto Di Stefano es Lic. en Historia (UBA) y Doctor en Historia Religiosa de la Universidad de Bolonia.
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