Una casa tradicional de campo fue traída desde el país asiático hasta la provincia de Buenos Aires por un matrimonio que vivió 32 años allí y se enamoró de su cultura. Alberga una colección de arte y artesanías.
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Un día Guillermo Bierregaard estaba eligiendo unos biombos de 350 años en un anticuario japonés de la ciudad de Tokyo, cuando en lugar de eso le ofrecieron comprar una casa tradicional entera de tres siglos de antigüedad por casi el mismo valor. El detalle era que debía hacerla trasladar desarmada desde las montañas al norte de Kyoto hasta la Argentina, su destino final. Por su cabeza ya rondaba la idea de, después de muchos años de vivir en Japón, volver a nuestro país con algún tipo de proyecto cultural. Y la casa le vino como anillo al dedo. Cualquier proyecto que desarrollara vinculado a lo japonés sería mucho más fuerte si sucedía en un espacio acorde. No lo pensó demasiado y compró la casa campestre.
Hoy Minka, la “Casa de Japón” de 1.000 metros cuadrados que alberga una magnífica colección de artesanías y arte japonés se visita en Boulogne, Buenos Aires, y Guillermo y su mujer Patricia la muestran orgullosos en visitas guiadas que ellos mismos realizan. Pero desmontarla en los Alpes japoneses y remontarla en las pampas argentinas no fue una tarea sencilla. El ingeniero y su tesón pudieron, y al mando de semejante proyecto Guillermo se convirtió en el más informado especialista en arquitectura japonesa (fueron nueve los arquitectos contratados que participaron en su armado y de tanto estar, Guillermo terminó siendo un experto), además de avezado coleccionista de arte y artesanías modernas de esa parte del mundo.
“Cuando decidimos adquirirla nos comprometimos a que si la casa se desarmaba, se volvía a armar”, explica. Corría el año 1979 cuando la compraron, la hicieron desarmar y guardar en un tinglado durante los cinco años que fueron necesarios para resolver una serie de problemas como cuestiones de aduana, la compra del terreno donde la ubicarían en Buenos Aires, y la contratación del arquitecto japonés que hiciera la distribución de la casa que usarían como museo sin alterar la arquitectura original de la misma.
Antes de embarcarla en el puerto de Nagoya la erigieron en un 80 % para verificar el estado de los encastres y ante cualquier eventualidad, resolverlo in situ. Un mes y medio trabajaron seis carpinteros especializados en pagodas y palacios para verificar que las antiquísimas maderas estuvieran en buen estado. También hubo que supervisar la bodega del buque para que se cuidara las piezas, que durante el trayecto debían estar bien ancladas a la bodega para que no se rompieran.
A Buenos Aires trajeron cuatro carpinteros que interactuaron con el equipo local sin poder, al principio, intercambiar palabra. Guillermo hizo de intérprete en materia constructiva durante las tres intensas semanas en que se montó la estructura con columnas y vigas. “Es puro encastre, no tiene ni un tornillo. Son como las manos en posición de rezo”, explica, y agrega que una vez que se fueron los japoneses concluir los detalles les llevó 22 años, 9 arquitectos y varias complicaciones. Por ejemplo, hubo que sacar el techo original de paja con 55 camiones y reemplazarlo por pizarra. “Así se trae una casa”, dice risueño Guillermo tras su extensa explicación.
Aprender de cero
Durante los cinco años en que la casa estuvo desarmada en Japón, Guillermo se obsesionó con aprender acerca del arte y artesanías japonesas. “Visité todos los días en mi moto exposiciones y disertaciones, fui a charlas con curadores y críticos, visité artistas, fundaciones y agencias culturales para lograr una formación sólida”, dice. Y, a puro esfuerzo, se puso a preparar una colección de primer nivel.
“Como país isleño, Japón no suele aceptar que un extranjero se presente con la idea de hacer un proyecto cultural, pero cuando vieron que el proyecto era genuino y yo responsable, comenzaron de a poco a abrirme las puertas”, cuenta. Al Museo Nacional de Arte Moderno de Tokyo iba con una obra y le explicaban a qué grupo pertenecía y quiénes eran los otros integrantes, sus obras más importantes, quiénes eran ganadores de premios o participaron en exposiciones fuera del país. “Me orienté conociendo qué tenían los museos nacionales, y qué coleccionaban los museos locales”, cuenta acerca de los comienzos.
Después de unos años, Guillermo se convirtió en competidor. Con mucha dedicación, accedió a buenísima obra de discípulos (los maestros estaban ya expuestos en los museos) que, años después fueron a su vez demandados por los museos. Pero bingo, el coleccionista ya los tenía. “Me resulta muy divertido: antes tenía que pedir que me los presentaran y ahora tengo acceso fácil a ellos”, dice, y explica que muchos de los artistas que en su momento tenían 35 años se convirtieron después de varias décadas en tesoros nacionales vivientes (artistas designados por el Ministerio de Cultura que han alcanzado el máximo nivel en técnica y expresión artística).
¿El resultado? Unas 1.000 piezas de alto valor artístico en cerámica, porcelana, vidrio, hierro y metales, piedra, madera, fibras y kimonos, de las cuales exponen solo el diez por ciento por falta de espacio.
Desde el interior de la casa-museo se vive el jardín a pleno. Es que la naturaleza está siempre integrada a la casa y son parte del hogar en la cultura tradicional japonesa. Guillermo explica que no existe la dualidad interior- exterior, y que la naturaleza marca el ritmo cotidiano de cuándo despertarse, cuándo trabajar o dormir. “El jardín se diseña desde el interior y está integrado a la casa, se trata de ser parte de la naturaleza y no un observador”, sostiene.
Una estadía que se prolongó
Los Bierregaard se fueron a vivir a Japón como una aventura de unos pocos años. De tres a cinco, pensaron. En Buenos Aires, él trabajaba como ingeniero industrial en la parte de producción de un laboratorio de especialidades medicinales cuando vino la oferta para ir a Japón por parte de una empresa japonesa. Tenían solo 26 años y se fueron con la idea de tener una experiencia en una cultura diferente y volver. “Es una cultura tan amplia que pasaron seis años y parecían tres meses, había tanto por absorber que el tiempo no nos alcanzaba”, cuenta. Entusiasmados, se quedaron y el tiempo de estadía pasó a ser indefinido. “Luego de un tiempo uno se plantea si mantiene la identidad occidental o se transforma en un japonés: entonces hubo que volver”, explica. Fueron 32 la cantidad de años que se pasaron en Japón, y la “Casa de Japón”, el proyecto que refleja cómo calaron en ellos esos años.
Más info
Las visitas son a demanda y en grupo, cuentan con la guía de los propios dueños y se arreglan previamente por teléfono al 4737-9293.
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