Juan Pelizzatti decidió vender su bodega Chakana en 2020 y mudarse con su familia a Italia, donde hoy cultiva viñedos, produce vino en pequeña escala y recibe turistas. En este cambio radical, encontró un equilibrio entre mente y cuerpo que lo transformaron profundamente.
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El camino de ripio avanza por entre laderas repletas de viñedos y olivares. A ambos lados, las lomadas se multiplican apenas interrumpidas por construcciones de piedra, la mayoría de dos o tres pisos, con sus típicos techos de tejas redondeadas. Cada tanto, en alguna cima, aparece a lo lejos un borgo o un pueblo medieval conservado para terminar de componer el paisaje típico de la Toscana. Este fue el lugar elegido por Juan Pelizzatti, un empresario argentino que decidió cambiar el ritmo frenético de los negocios por la serenidad de la agricultura. Fundador de la bodega orgánica Chakana en Mendoza, Juan dejó atrás una carrera exitosa para comenzar de nuevo como agricultor, en la búsqueda de reconectarse con la tierra y escapar de la presión constante del crecimiento empresarial. Un nuevo camino, más simple y desafiando -de paso- esa ley de mercado que dice que siempre hay que crecer para sobrevivir.
Es pleno verano y el sol pega de lleno en la Toscana. Juan manipula cuidadosamente un ánfora, subsumido en la pequeña bodega de la finca Setriolo que, a simple vista, contrasta con la empresa que creó en la Argentina allá por el 2002 y que llegó a vender un millón y medio de botellas. El reducido equipamiento de Setriolo es acorde al tamaño del emprendimiento. Hoy, en Setriolo, produce una cantidad mucho más modesta de Chianti clásico, el vino emblemático de Italia, en una finca que abarca 12 hectáreas: cuatro dedicadas al vino, otras a olivos y el resto a un bosque protegido. Además, el proyecto incluye una casa de huéspedes y un caserón en plena reforma, pensado también para turistas.
“Ser agricultor era una intención”, dice Juan, sentado a la sombra de un ciprés que flanquea la entrada a su finca. Esta nueva etapa de su vida lo tiene donde quiere estar: con las manos en la tierra. No es la primera vez que Pelizzatti se reinventa. A principios del siglo XXI, dejó su puesto de ingeniero en telecomunicaciones en Movicom para comprar una finca en Mendoza y crear la bodega Chakana. Fue una decisión audaz en plena crisis económica post 2001, que marcó un antes y un después en su vida. Chakana creció rápidamente, alcanzando su pico en 2011, cuando Juan decidió reorientar la bodega hacia la producción de vinos orgánicos y biodinámicos, un cambio que no sólo fue económico, sino también profundamente espiritual.
El quiebre con Argentina
Sin embargo, este alejamiento de la visión puramente economicista generó tensiones con sus socios en la bodega. “Había diferencias por las complejidades económicas de la Argentina. Yo creía que estaba haciendo algo que valía la pena, pero los números no eran favorables. Mis socios querían resultados”, resume Juan. A principios de 2020, acordaron separar caminos, y el 6 de marzo, solo una semana antes de que comenzara la pandemia, Juan vendió Chakana, sin tener claro cuál sería su próximo paso, pero convencido de que todo sería para mejor.
Durante el encierro obligatorio por la pandemia, Juan reflexionó sobre su futuro y sobre la situación de Argentina. En junio de 2020, aprovechó una oportunidad que se abrió para quienes tenían pasaporte italiano. “Le dije a mi mujer: ‘Me voy y veo qué hay, después vienen ustedes’”, cuenta. Juan tenía una idea en mente, que había empezado a germinar cuando conoció a Jonathan Nossiter, cineasta norteamericano, autor de Resistencia Natural, que explora la tradición de los vinos naturales en Italia. Inspirado por esta visión, comenzó a buscar una propiedad en alguna de las regiones vitivinícolas más destacadas de Italia.
La búsqueda del lugar perfecto
Guiado por el consultor toscano Alberto Antonini, Juan exploró tres regiones: Montalcino, Bolgheri y Chianti clásico. Descartó las dos primeras por ser inaccesibles económicamente y apostó por la tercera, una región con una rica historia e identidad. En julio de 2020, Juan ya estaba negociando la compra de una propiedad en las afueras de Siena. Un mes después, su familia se unió a él y se instalaron allí. “En Italia era verano y la sensación era que el Covid estaba pasando. Buscamos un colegio para las chicas y alquilamos un departamento. Después, llegó el otoño y todo se cerró un poco, pero nunca como al principio”, recuerda.
Aunque la primera negociación fracasó, Juan encontró otra oportunidad en la región del Chianti clásico. Una señora italiana, que había crecido en Venezuela, vendía su propiedad. El acercamiento cultural y el idioma facilitaron las conversaciones, y pronto, la finca Setriolo estuvo en sus manos. “La propiedad tenía potencial, pero había que invertirle mucho para levantarla. Desde hacía 30 años que estaba un poco abandonada. Y el viñedo hacía cosas interesantes, aunque necesitaba trabajo encima”, revela.
En la región del Chianti clásico dio con la escala perfecta para su nueva vida. Rodeado de pequeños productores, cada uno con viñedos de entre cuatro y 10 hectáreas, Juan participa activamente en todos los procesos de su finca, desde el cultivo de la vid hasta la elaboración del vino. “En Argentina, las superficies son mucho más grandes y hay mucha distancia entre los procesos y las personas que participan. Aquí, el circuito es muy pequeño y te da tiempo para todo”, dice.
De aquel empresario que tenía mucha gente a cargo, la responsabilidad de que los números cerraran en una economía inestable, la proyección de esos resultados ante socios exigentes, y las contingencias de la incertidumbre argentina, a trabajar “con la cabeza y las manos” en su propia tierra. “El cansancio físico y la exposición al sol me hicieron muy bien: ha cambiado mi relación con el trabajo. Hoy es todo mucho más simple para mí. La ocupación mental, la ansiedad, se han reducido drásticamente”, cuenta.
Y su pasión por la agricultura orgánica sigue intacta. A través de la Fundación Deafal, Juan trabaja con jóvenes profesionales en la agricultura regenerativa, aplicando las últimas tecnologías en cultivos orgánicos. “En Italia, están a mano todas las herramientas y el conocimiento para poder aplicarlos”, explica. Y completa: “Acá se consiguen productos orgánicos de manera sencilla, usamos por ejemplo destilados de madera, que son estimulantes para las plantas, impiden que se enfermen, mejoran la calidad de los frutos”.
Emprender en el exterior
Al comparar su experiencia en Mendoza con su nueva vida en la Toscana, Juan nota inevitablemente diferencias significativas. “La estructuración del negocio agrícola en Italia, en particular en esta zona, te permite sostenerte, tener una casa, mandar a tus hijos a la escuela y tener un auto”, dice. “Es casi imposible dar un salto enorme, como el que tuvo el vino en la Argentina cuando comencé con Chakana, pero no hay vaivenes, es todo más estable”, resume. El componente turístico también juega un papel esencial en su negocio actual. “Me siento custodio de estas hectáreas sembradas con Chianti, en una propiedad que tal vez tiene mil años. Me encanta recibir a la gente, darles el vino que hago y que disfruten de la Toscana. No es una apología de Italia ni una condena a Mendoza, son situaciones diferentes”, aclara.
Sin embargo, cuando piensa en la provincia cuyana y en los esfuerzos por posicionarse como una capital del vino mundial, Juan se lamenta por la desconexión con la tierra que eso conlleva. “Esto es más afín a mi vocación. Yo me siento mejor haciendo esto, que tratando de hacer una bodega importante: a veces, menos es más”, sentencia. Para él, la decisión de reducir su escala empresarial no es un retroceso, sino un camino hacia algo más profundo. “En Argentina, la decisión era ver cómo no estrellarnos. La sensación siempre es que si no somos los mejores del mundo, no existimos. Y no es así. La idea de estar en una pequeña realidad, mostrando cómo hacer el vino, parece que no alcanza”, reflexiona.
Ese cambio de expectativas, lejos de crear ansiedad, se tradujo en un alineamiento de mente y cuerpo: “Como emprendedor, con 20 años de experiencia, si logro vivir de lo que produzco, me siento realizado. Las escalas son completamente diferentes. Deseo hacer un buen vino, igual o mejor al que se hizo siempre acá, y poder vivir en el intento. No tengo ninguna expectativa de crecer. Espero poder hacer rendir esta superficie, y sacarle el mejor precio. No pretendo mucho más”. Y revela otro componente esencial: “Esto es algo que me divierte hacer y me hace bien físicamente. Además de la guita, que es indispensable, se necesitan muchas otras cosas para ser feliz”.
Juan no sabe a ciencia cierta qué destino les depara a él y a su familia. Hoy están establecidos y entretenidos con su nueva vida. “Siempre nos hace falta un poco de Argentina, pero las inversiones que hicimos demandan una dinámica de largo plazo”, dice. Y cierra: “Pero yo sigo siendo argentino y acá me siento extranjero, por más que hable bien italiano, tenga la nacionalidad y un grupo de amigos. El futuro dirá”.
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