Exploraciones por Marrakesh, Fez, el desierto de Erg Chebbi, Volubilis y el instagrameable Chauen.
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Engaño y picardía figuran como sinónimos en el diccionario. Después de visitar Marruecos viene a mi cabeza, además, la palabra ingenio: la busco y se asimila a inventiva, a la habilidad para inventar con facilidad. ¿Cuál aplica en estas latitudes? Lo de los marroquíes es, sin duda, ingenio. Lo utilizan con creatividad para vender alfombras, cerámica, cofres, collares, candelabros, lámparas, aceites, cuero, comida o excursiones. Viajamos sin guía y somos el blanco perfecto: occidentales con cara de estar por primera vez en un país árabe, acostumbrados a hacer contacto visual y con la curiosidad a pleno para preguntar. Precios, origen, material.
“Si tocás, comprás”, me habían advertido antes de ir. No fue tan así. Messi nos abrió puertas, o a ellos para acercarse a nosotros. “Argentinos, campeones del mundo”, se escuchaba cuando nos veían. “Messi, Maradona, doña Petrona”, exclamaron en la plaza Jemaâ El Fna para atraernos a los puestos de comida que sirven brochettes de carne de vaca, cerdo y pollo, verduras asadas, cuscús. Cada cual tiene un número, y los promotores dispersos por toda la plaza buscan turistas que se sienten a comer. Dudamos, aunque la mención de la cocinera argentina nos simpatizó. “Venga al puesto 73, garantizamos un mes sin diarrea”, remataron en español. Con tal de sobrevivir, son políglotas los vendedores en la plaza. Durante el día, otros pretendieron llevarnos al único mercado bereber de una cooperativa de mujeres que baja de las montañas una vez al mes, justo el día que fuimos, o vendernos el único aceite de argán puro de todo el país.
Somos cuatro. Al final del primer día en Marrakesh, dos se declaran saturados del acoso intenso. Yo me divierto regateando. “Aunque creas que sacaste un buen precio por los vasos de vidrio para el té de menta, los que siempre ganan son ellos”, dice mi cuñado desde Buenos Aires cuando le cuento acerca de mi logro. No me importa, hoy tengo en casa los vasos de colores para té marroquí que me sirvieron mil veces, pero que acá nunca sabe igual que allá. También tengo los candelabros que compré en Chauen, los géneros bordados de rayas blancas y rojas que las mujeres bereberes usan de túnica y yo de pequeño mantel, los cinturones y la billetera de cuero amarillo que durante muchos meses mantuvo el olor fuerte de las curtiembres de Fez. Un exprimidor de limón de una pieza de madera que compré a un artesano apenas lo terminó de tallar, algunas pulseras de alpaca y de cobre, llaveros con forma de pescadito, y muchas especias que condimentan mis comidas porteñas.
Mientras discutíamos el valor de las tazas de té, Karim nos dijo que le gustaría tener una democracia, un sistema que no fuera monárquico. Que, aunque al rey Mohamed VI lo quieren y ha hecho cosas importantes –en especial, por las mujeres– y el país está más modernizado, le gustaría poder elegir. Marruecos está regida por una monarquía constitucional en la que el rey es mucho más que una figura simbólica: él es quien tiene la última palabra en los temas de importancia. En el negocio de Karim, como en todos los otros, hay una gran foto del rey.
Tres días en Marrakesh
A la medina –dentro de los límites de la muralla– no se puede entrar en auto. Las calles de la ciudad vieja amurallada son angostas, y por ellas circulan sólo motos, bicis y carros. En la puerta Bab Doukkala, una de las 18 que tiene Marrakesh a lo largo de sus varios kilómetros de muralla, nos esperaba Yamal, el joven anfitrión del riad en el que nos alojábamos.
Los riads son viviendas tradicionales de la medina con un patio central y que, restaurados, se destinan hoy a hotelería o a restaurantes. Están decorados con mosaicos, yeso cincelado y artesonados de madera, y muchos tienen terrazas con plantas. El nuestro funcionará de oasis al que se vuelve a retomar energías y a refrescarse cada vez que el caos y el calor resultan excesivos. Como indica Yamal, la calle en la que se encuentran el par de palmeras y la preciosa fuente azulejada donde la gente carga sus tachos de agua serán la referencia para llegar y volver sin perderse en el intento.
Los trayectos por ruta entre destinos se hacen largos ya que la máxima es de 90 km/hora y al atravesar los pueblos, de 40.
Salir al laberinto de calles es toda una experiencia. Hay puestos de venta y de comida pegados uno al otro. Carnicerías con cortes raros, pollerías con pollos vivos que la gente elige y lleva del cuello, recién degollados. Vendedores ambulantes de fruta y pan. Otros que venden la delgada masa filo con la que se hacen los típicos pastelitos llamados briouats, que confeccionan ahí en la calle y que airean como platillos voladores. Porteadores de equipaje. Una cantidad de peluquerías que trabajan hasta tarde (no se ven hombres con el pelo largo). Muchos gatos, pocos perros. Motos y bicis que circulan a toda velocidad por calles angostas y esperan que uno se aparte. Rozan la cadera, las pantorrillas, y el temor a ser atropellado es constante. Carros tirados por mulas que circulan cargados de mercadería, gente que va y viene.
Sacar fotos es una tentación. Aunque hay mucho turista y muchos viven de ellos, los hombres vestidos con su djellaba (la túnica con capucha), y las mujeres con sus velos y vestimentas largas, tapan, por lo general, sus rostros cuando ven que se levanta una cámara o un celular. Y se niegan a que se los fotografíe, a ellos o a su mercadería en el caso de los comerciantes. Hay que pedir permiso. Tampoco se puede fotografiar a las fuerzas de seguridad.
La plaza Jemaâ El Fna, pegada a la mezquita de La Koutoubia –la más grande de Marrakesh–, es el lugar donde entretenerse por la tarde y hasta la una de la mañana. Un circo viviente lleno de encantadores de serpientes, artistas del henna, vendedores de agua, músicos callejeros, hombres con monos, y juegos, muchos juegos. Las terrazas de los cafés y restaurantes que la rodean son lugares adecuados para tener una buena panorámica.
Ir al Jardín Majorelle –uno de los imperdibles– implica salir de la medina hacia la parte más nueva de la ciudad. Allí también los edificios son de color rosado. El jardín, pequeño y exuberante, fue creado por el pintor francés Jacques Majorelle en 1924, y adquirido por el diseñador Yves Saint Laurent y Pierre Bergé, quienes lo restauraron y le agregaron cactus de todo el planeta. Por el calor y el gran número de visitantes, es mejor ir temprano.
En Marrakesh, el terremoto del último septiembre se sintió y hay indicios de su paso: paredes agrietadas y minaretes de algunas mezquitas con rajaduras pronunciadas. Un 50% de los turistas canceló su viaje. Aunque un mes después, los trabajos de reparación sean apurados en vistas a la inminente reunión anual del Grupo Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, aún se advierten casas derrumbadas y callejones cancelados. La parte sur de la ciudad fue la que más sufrió. Allí se encuentran la mellah, o barrio judío, los espectaculares palacios de la Bahía y El Badi, y las tumbas saadíes, que no pudimos visitar. En el circuito que hicimos saliendo de Marrakesh hacia el sur –más cerca del epicentro del terremoto–, encontramos tiendas de campaña blancas que alojan a los pobladores que de noche prefieren no dormir en sus casas por miedo a que haya nuevos derrumbes.
Camino al desierto
Alquilar un auto para recorrer Marruecos por cuenta propia es una decisión importante. Las agencias de turismo lo desaconsejan, sugieren contratar combi y guía. La fantasía sugiere que puede ser difícil, que la cartelería en árabe y bereber será imposible de entender. Que en las zonas menos turísticas del país será complicado manejarse. Lo cierto es que los marroquíes son amigables, las rutas están, por lo general, bien marcadas y el pavimento en buen estado, y que Google Maps y una tarjeta SIM local en el teléfono son una excelente herramienta. En las rutas hay mucho control policial –la máxima es de 90 km/hora–, las señales de tránsito están también en francés (el país fue protectorado francés y se escucha mucho el idioma) y del chofer se puede prescindir, y así, tener más independencia. Al llegar a la ciudad, el auto se deja en estacionamientos pagos y cuidados fuera de las medinas.
Nuestro primer destino fue Ait Ben Haddou, atravesando parte de los montes Atlas. En la región hay cantidades de ksars, pueblos de tierra cruda rodeados por una muralla jalonada por torreones que son como fortalezas y tienen acceso a través de grandes puertas. Las casbas son las viviendas fortificadas de adobe –cuadradas o rectangulares– con torres en los cuatro ángulos y, a veces, un patio central. Servían de residencia a las familias con determinado poder, que gracias a los altos muros se encontraban protegidas.
Ait Ben Haddou, una de las fortificaciones mejor preservadas y más pintorescas, fue usada como escenario por la industria del cine. Aquí se rodaron películas como Gladiador, Lawrence de Arabia, La joya del Nilo e Indiana Jones. Data del siglo XI, es Patrimonio de la Humanidad, pero está habitada por poquísimas familias. La mayor parte de los locales son de venta de alfombras, artesanías y recuerdos tipo souvenir.
El palmeral de Skoura
El navegador nos llevó directo al alojamiento en Skoura, unos tres kilómetros en las afueras de la ciudad. Una moto nos siguió. El conductor nos hizo señales con sus manos en medio del palmeral. “¿Van a Dar Lorkham?”, consultó. “Es por allá, yo los acompaño”, nos dijo, e hizo que retrocediéramos y pegáramos la vuelta. Lo seguimos, el camino que tomamos se unió enseguida con aquel por el que veníamos y nos reconocimos engañados. Frenó frente a la posada, trepó a una palmera, tomó unos dátiles, nos los dio y sacó, de paso, su tarjeta de guía. Se ofreció a guiarnos al día siguiente por el palmeral y por la casba de Amridil, que, según dijo, era fantástica. “Call me, see you tomorrow”, se despidió, no sin antes pedirnos una propina para la nafta que usó al conducirnos. Reímos y le dijimos hasta mañana. Otra muestra del ingenio marroquí.
Thierry, el francés dueño del alojamiento, suele charlar con sus huéspedes a la hora de la cena. Nos sugirió no desviarnos hacia la garganta del Dades si queríamos estar en el desierto de Erg Chebbi a tiempo para subir a las dunas al atardecer. Más interesante es el ksar El Khorbat, por la particularidad de que tiene calles o pasillos cubiertos, con pozos de luz en los cruces. “Magia pura”, prometió.
Allí viven unas 60 familias, y varias están volviendo a él gracias a la iniciativa de una ONG española que promueve su reinserción y la introducción del turismo de un modo paulatino. Sólo 12 personas lo visitamos al mediodía. El Museo de los Oasis, preciosamente armado en tres de sus casas, muestra, a través de objetos, maquetas y fotos, la vida tradicional de la zona y las costumbres de sus tribus bereberes. Una joya de lugar.
Las dunas de Erg Chebbi
El dromedario tiene la cadencia de un caballo al caminar, pero es bastante más alto. Sobre la montura se va cómodo. Caminamos lento en caravana, tirados por un guía bereber de turbante blanco. Sólo hay que dejarse llevar. El desierto de Erg Chebbi, a 15 kilómetros de la frontera con Argelia, tiene una extensión de no más de 20 kilómetros de norte a sur y 5 de ancho. Su campo de dunas alcanza el mayor contraste de formas, luces y sombras al amanecer y al atardecer, unos instantes siempre demasiado breves en que los médanos pasan del amarillo al anaranjado más puro.
Sentimos la arena, bien finita, caliente en el perfil que aún recibe el sol, y mucho más fresca donde la sombra ya cayó. No había nadie más que nosotros, éramos sólo un puntito en la inmensidad del desierto. Tampoco había otras jaimas cerca –carpas típicas en donde duermen los nómades–, sólo el cielo estrellado y las interminables montañas de arena.
Yusef, del personal del camp, nos explicó que ya no hay tanta tribu nómade en el desierto porque, debido a la escasez, no circulan en busca de agua para sus animales. Están sedentarizados y viven en jaimas (oscuras y recubiertas con lana de dromedario) con sus cabras.
Camino a Fez pasamos pueblos con nombres como Zaida, Midelt, Erfoud, Errachidia. También una represa, un cañón, un bosque de cedros con monos sin cola, valles donde acampan las tribus, cultivos, frutales, y un centro de esquí. Sí, ¡esquí en Marruecos! (muy cerca de Ifrane, en el Atlas Medio). No por nada llaman a Ifrane “la Suiza marroquí”. Una vueltita devela chalets alpinos de techo a dos aguas rojos, rodeados de frondosos jardines, avenidas con bulevares de pasto, flores, riego, limpieza y una prolijidad excepcional. Alrededor, bosques. Por un rato, parece Europa. Termina Ifrane y, en pocos kilómetros, se vuelve al África.
La medina de Fez
El muecín llama a la oración por altoparlante desde una mezquita cercana. De noche se escucha fuerte y de día se disimula entre el bullicio de la medina. Pero los locales lo escuchan cinco veces al día, y muchos negocios dejan de atender. Otros no, la vida no se detiene por completo con la llamada al rezo. Cierran unos minutos y en un rincón del local, sobre un trozo de cartón corrugado o una alfombrita, rezan con los brazos extendidos en dirección a la Meca. “Il est fermé pour la prière”, explica alguien en francés (“cerró para el rezo”).
A las mezquitas no se puede entrar si no se es musulmán. Sí se visitan las madrasas, las viejas escuelas coránicas. Por ejemplo, la de Bou Inania, residencia de estudiantes que tiene un gran patio marmolado decorado con azulejos, estucos y tallas en madera de cedro. También se visitan los fondouks (un tipo de fonda o almacén), como el de los ebanistas (Fondouk Nejjarine), que es del siglo XVIII y ha sido reconvertido en el Museo de los Oficios de la Madera. El edificio y los objetos que alberga son una belleza.
La medina de Fez el Bali es la más grande del país, la más antigua y de las más activas. Sube y baja, y sus pasillos techados en madera, o con pérgolas de caña, parecen más angostos que los de Marrakesh. Cada tanto hay fuentes decoradas con azulejos de colores donde se toma agua potable. El conjunto de 9.000 calles es muy laberíntico y sus zocos (souks) están ahí para deambular sin rumbo. Allí, los artesanos trabajan al aire libre y ofrecen sus productos. No es fácil entender su distribución, aunque pronto se descubre que los artesanos del cobre trabajan juntos en la placita Seffarine, de donde provienen los ruidos metálicos, y que los vendedores de hilos de seda y borlas se concentran en otro sector techado, igual que quienes tallan la madera. Las babouches –las típicas zapatillas puntiagudas–, los vestidos elegantes y las especias están todos agrupados por gremio.
Al souk del cuero, donde trabajan los curtidores, hay que ir dispuesto a aguantar el olor. Un puñado de hojas de menta cerca de la nariz ayudan, porque la fetidez que proviene del centenar de piletones de piedra con ácidos con los que procesan y tiñen el cuero es insoportable. Los artesanos trabajan dentro de ellos, sumergidos hasta la cintura. La escena se puede ver desde las terrazas de alrededor con vista a los teñideros, donde hay negocios de venta de productos de cuero terminados, o bien desde los edificios cercanos que parecen abandonados, pero que resguardan cuartitos donde más curtidores realizan un trabajo muy físico y sacrificado, como se viene haciendo hace años. Pasan el cuero por cal y guano de paloma para que se suavice, y luego lo tiñen con tinturas naturales.
El mediodía llegó rápido y decidimos almorzar en un puestito donde venden, por el equivalente a un euro, un tazón de sopa de habas con un pan redondo delicioso. La sirven en cazuelitas de cerámica, y se le agrega comino y picante. Muchos vendedores del souk hacían fila detrás de nosotros con recipientes con tapa o la llevaban en bolsitas de plástico. De postre, té de menta. De noche nos tocó otra vez tajine, el plato número uno de la gastronomía marroquí: un guiso tradicional cocinado en cazuela de barro –plato hondo con tapa cónica que también se llama tajine– con o sin carne, y al que se le añaden especias y frutos secos.
Volubilis
Es el yacimiento arqueológico romano mejor conservado en estas tierras. Fundado por los cartagineses en el siglo III a. C., el pueblo alcanzó su esplendor cuando pasó a los romanos en el año 45 y se construyeron sus principales monumentos. En Volubilis se dedicaban al comercio de aceite, y a la exportación de leones para los circos de la antigua Roma. Luego cayó en manos de tribus bereberes, y tras un período de decadencia, sirvió de base para la fundación del reino de Fez. Aunque quedó destruido en el terremoto de Lisboa de 1755, en su gran extensión tiene restos de importancia como la basílica y el templo de Júpiter, el foro donde se discutían asuntos públicos, un arco de triunfo erigido en honor al emperador Caracalla, las fábricas de aceite y maravillosos mosaicos en las viviendas. Hay que evitar visitarlo al mediodía, ya que no hay ni un solo sector de sombra.
El pueblo azul
La medina de Chauen está toda pintada de un azul claro, casi celeste, que le da a la ciudad vieja una serenidad especial. Esta ciudad azul tan instagrameable se encuentra al norte de Marruecos, en plena cordillera del Rif, donde se habla bastante español, ya que formaba parte del protectorado de España en Marruecos entre 1913 y 1956. Antes, tras la caída de Granada, estaba poblado de musulmanes y judíos expulsados de la península ibérica que habían levantado sus barrios con un marcado carácter andalusí. Parece que el color azul fue una idea de los judíos sefardíes para repeler los mosquitos que hoy sienta bien a los felinos, porque en ningún lugar del mundo se ven tantos gatos como en esta ciudad, que parecen multiplicarse en los tejados, en escalinatas y en callejones sin salida.
Chauen es tan azul como turística, y su sector más comercial es la plaza Uta el-Hammam. Como siempre, basta alejarse poquitas cuadras y perderse por calles que ascienden y descienden, o tomar una escalinata con rumbo desconocido para descubrir la vida cotidiana. Pispear el rezo dentro de una mezquita, ver los chicos jugar, o descubrir, cuando cae la noche, un pastor que regresa a su casa en el interior de la medina azul con su rebaño de 20 cabras que ingresan por la puerta de entrada, la misma por la que entran el hombre y su familia, y suben todos a un primer piso a descansar. Shukran Marruecos, gracias por la experiencia.
Datos útiles
Marrakesh
Dónde dormir
- Riad al Massarah. Tranquilo riad de pocas habitaciones dentro de la medina, a escasas cuadras de la puerta Bab Doukkala. Lindísima decoración marroquí y una pequeña piscina en el patio central (al que dan las habitaciones), donde relajarse después de explorar las agitadas calles. Se puede desayunar o tomar algo en la terraza, donde hay enormes maceteros. De noche iluminan con velas decorativas las partes comunes. Desde u$s 133 la doble con desayuno. 26 Derb Djedid, Bab Doukkala. T: +36 30 629-6095/ +212 (0) 808 63 92 49.
- Kasbah Tamadot. A unos 50 km de Marrakesh, este es el premiado resort de la colección Virgin Limited Edition del millonario Richard Branson. Después del terremoto de septiembre de 2023, sufrió severos daños. Aprovecharon los trabajos de recuperación de las 28 habitaciones, diez carpas y una master suite, para ampliar e inaugurarán 6 nuevos riads (de dos dormitorios y piscina privada) y otro restaurante a mitad de año. Desde u$s 1200 la doble. Asni, Atlas Mountains. T: +44 208 600 0430.
Dónde comer
- Café Arabe. En la medina, con cocina italiana y marroquí, una variedad de pequeños salones ambientados donde comer más íntimamente, una terraza y un patio con verde y agua. 184 rue Mouassine. T: +212 (0) 524 42 97 28.
- Mandala Society. Comida sana y atractiva a pocos minutos de la plaza Jemaâ El Fna. Sirven ensaladas y platos con productos y especies locales, con un toque más occidental. Hay, además, licuados y smoothies, y café de especialidad con tortas. 159 Rue Riad Zaytun Jdid. T: +212 (0) 642 95 7062.
Skoura
Dónde dormir
- Dar Lorkham. Posada perteneciente a una pareja francesa que vive en África hace unos 40 años y que atiende el lugar. La construcción es en adobe y techos de cañiza, y su decoración rústica con madera, géneros, colores y piso alisados de cemento. Tiene una gran piscina y un jardín muy cuidado. Desde € 79 la doble con media pensión. BP 65 Douar Ouled Amer. T: +212 663 81 96 29.
Erg Chebbi
Dónde dormir
- Kam Kam Dunes. En medio de la duna y bastante aislado, a casi media hora en camioneta desde la ruta cercana a Merzouga, se trata de un pequeño establecimiento de carpas estilo jaima con sommier king, baño privado con ducha y living al aire libre con alfombras, braseros y lámparas. € 200 la jaima doble con media pensión. Ofrecen paseo en dromedario por las dunas. T: +34 66 770 4711/ 213 66 153 3122.
Fez
Dónde dormir
- Dar El Bali. Espléndida casa tradicional marroquí, restaurada y decorada con muy buen gusto por una familia belga. Tiene una gran terraza con vistas a la ciudad, y cinco acogedoras habitaciones con capacidad para once personas que dan a un patio cerrado. Muy buen desayuno incluido. También ofrecen cena. u$s 80 la doble. 46 Derb Tadlaa. T: +212 53 563 5643.
Dónde comer
- Fondouk Bazaar. Cocina marroquí, mediterránea y de Oriente Medio. Ambiente bien logrado con una terraza con mesas que se llenan. De una selección de mezze o platos pequeños (que en realidad son abundantes) sugieren pedir de a varios como comida principal. Buena atención. 16 Talaa el Kebira. T: +212 535 63 8104.
- Bistró Laaroussa. El restaurante del magnífico Riad Laaroussa ofrece opciones de comida marroquí, mediterránea y europea, con deliciosos sabores y muy buenas presentaciones. Reservar. 3 Derk Bechara. T: +212 067 418 7639.
Chauen
Dónde dormir
- Casa Perleta. Encantador hotel en estilo andaluz de once habitaciones decoradas con sencillez y objetos locales. Se encuentra dentro de la medina de Chauen. Buena atención y desayuno. €55 la doble. N68 Hassan 1 calle Bab Souk. T: +212 67 156 6696/5399 889 79.
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