Entre los años 40 y finales de los 70, Mar del Plata vivió un boom constructivo que, por un lado, arrasó con el casco histórico y buena parte de sus chalets, pero a su vez trajo aparejado una arquitectura novedosa, impulsada por un crecimiento inédito, propio del desarrollismo de la época.
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La esquina de las calles Alberti y Pellegrini es “una más” en el pintoresco barrio de la Loma de Stella Maris. Pocos de los que la recorren a diario deben saber que allí la arquitectura moderna dio su primer paso en Mar del Plata. Fue hace casi cien años, en ese barrio que todos asociamos con techos de tejas, fachadas de piedra y referencias a lo vasco, lo normando y lo británico.
No fue un arquitecto, sino la legendaria escritora Victoria Ocampo, parte de la vanguardia de la modernidad artística y estética en la Argentina, quien hizo carne (o ladrillo) aquella primera expresión de una nueva arquitectura blanca y sin ornamentos que había conocido en la Europa de entreguerras. Sin embargo, en aquel verano de 1928 la novedad no sería aún ni comprendida ni aceptada por la tradicional sociedad que vacacionaba en las variopintas casas de estilo que poblaban La Loma. Faltaba mucho aún para que los conceptos de “modernidad” y “exclusividad” fuesen tomados como compatibles. Aun así, este primer traspié en la apreciación pública no sería finalmente más que un mero dolor de parto que progresivamente iría quedando atrás ante el creciente auge renovador.
En cuestión de pocos años, aquella revolución tan estética como ideológica denominada luego “Movimiento Moderno”, fue ganando terreno en la moda y el sentido común de manera ya irreversible. Primero entre arquitectos y artistas, y luego entre sus clientes, particulares, corporativos e institucionales. Mar del Plata no sería ajena a este proceso mundial, incluso cuando a la vez se mantendría como una ciudad en la que se siguió apelando a formas y materiales más tradicionales (y ya ciertamente nostálgicos) para construir, incluso hoy en día.
Para aclarar algunos porqués de todo esto, es clave tener claro que mientras Buenos Aires ya era una naciente metrópolis con edificios en altura para 1930, Mar del Plata haría su transición de pequeño balneario a ciudad de masas en coincidencia con el boom de la arquitectura moderna, la cual tendría su apogeo justamente a lo largo de los cincuenta años posteriores. El mayor auge edilicio marplatense se extendería, en efecto, hasta finales de los años 70. Entonces coincidiría –una vez más– una crisis generalizada en el mundo arquitectónico y artístico a nivel mundial, el Posmodernismo, con el fin de la época más optimista y efervescente a nivel local. Curioso paralelismo histórico, clave para que en la imagen que todos tenemos de la Perla del Atlántico pesen tanto los simpáticos chalets como los grandes bloques de departamentos modernos.
Ante el boom de la construcción, algunos estoicos se refugiaron en Los Troncos, el Golf o Playa Grande. Otros se mudaron a la joven Pinamar o a Punta del Este, nueva preferida de la clase alta.
Como estudió la historiadora Elisa Pastoriza, fue a lo largo de los años 30 que comenzó a prepararse el terreno para un cambio de perfil del hasta entonces exclusivo balneario. La crisis económica y social, disparada desde Nueva York y en plena expansión al comienzo de aquella década, fue el evento bisagra a nivel mundial y en muchos sentidos a la vez. Por un lado, empujó a la quiebra a muchas de las familias argentinas “tradicionales” que dependían de la economía agro-exportadora reinante durante los anteriores cincuenta años. Además, puso en jaque la relación simbiótica que se había tejido con el Reino Unido, y al mismo tiempo llevó al Estado a hacerse cargo, a través de la obra pública y la infraestructura siguiendo la propuesta de Keynes y Roosevelt en Estados Unidos, a tomar la iniciativa en el proceso de industrialización que aún estaba comenzando, engrosando y multiplicando los sindicatos obreros mientras que en 1933 se establecían por ley las vacaciones pagas. En el marco de este completo cambio de época, muchas de las antiguas residencias marplatenses de veraneo de aquella Belle Époque inicial comenzarían a desaparecer, mientras brotaban los primeros hoteles gremiales, algunos instalados reciclando aquellas mismas casonas que ya no eran propiedades deseables ni sostenibles para sus dueños originales (y entre estas, la ya mencionada casa moderna diseñada por Victoria Ocampo).
El gobierno bonaerense del conservador Manuel Fresco tuvo un papel clave en esa primera modernización marplatense, inaugurando la pavimentada Ruta 2 y comenzando el monumental complejo urbano de Hotel Provincial y Casino Central. Las bases quedaron sentadas en este período inicial de la modernidad en “La Feliz”.
Durante las presidencias de Juan Domingo Perón, la consolidación de Mar del Plata como ciudad tomó verdadera velocidad para ya no detenerse en las décadas siguientes. La expansión de la clase media en términos estructurales, junto al turismo social como política de gobierno, pero fundamentalmente la sanción de la Ley de Propiedad Horizontal en 1948, fueron disparadores claves del proceso urbano que sobrevino en estas costas, y que sin embargo tuvo su mayor desarrollo edilicio en el inestable período siguiente, entre gobiernos radicales y militares. En coincidencia, el crecimiento de la población permanente en un casi 80% en ese tiempo nos confirma el ya mencionado pasaje de balneario estival a gran ciudad, con peso productivo y social propio independiente del tema vacacional, y de una manera explosiva.
En respuesta a semejante expansión, e incluso a veces corriendo detrás de ella, el Estado debió actualizar y fortalecer los servicios públicos urgentemente. La comunicación postal y las operaciones financieras crecieron, mientras la línea de teléfono propia pasaba a ser ya objeto de deseo para cotizar bien un departamento. Para todo lo recién dicho, ya la arquitectura moderna fue la elegida definitiva en los nuevos edificios de las empresas de servicios nacionalizadas, así como para los bancos Provincia y Nación.
Los años 60 serían para Mar del Plata una década frenética en cuanto al crecimiento edilicio. El historiador especializado Víctor Pegoraro lo sintetiza bien en sus recomendables trabajos enfocados en este tema, resumiendo que mucho este desarrollo tuvo que ver con un “mercado inmobiliario del ocio”. Esto fue consecuencia de aquel balneario de masas al cual media Capital Federal y alrededores parecían mudarse en las temporadas de verano. Así, los turistas sobrepasaban por lejos a los propios vecinos marplatenses durante tres meses.
El casco histórico, otrora poblado de aquellas residencias de las grandes familias del 1900, fue en ese ciclo de apenas treinta años completamente arrasado y reedificado. Prácticamente no quedó rastro alguno de lo que allí había existido hasta hacía no tanto tiempo. En respuesta al proceso imposible de detener, aquella elite que protagonizó la primera Mar del Plata exclusiva tomó diversas acciones. Algunos estoicos se refugiaron en el barrio Los Troncos, el sector del Golf y Playa Grande, reacios a abandonar “su” ciudad. Otros comenzaron a poblar la naciente Pinamar, buscando un perfil más apacible, arbolado y novedoso en su propuesta urbana. Por último, otros “cruzaron el charco” hacia las selectas arenas uruguayas, para darle envión al desarrollo de la hoy icónica Punta del Este, favorita de la clase alta porteña.
Por su parte, la ciudad continuó creciendo en población y ritmo de construcción. Fue en esos años que se difundió la leyenda de que Mar del Plata era la ciudad donde más se estaba edificando en el planeta entero (los argentinos, siempre propensos a la grandilocuencia).
Contingentes cada vez más abundantes de turistas elegían la ciudad para el descanso (¿o el ajetreo?), y en aquellos años de apogeo de una clase media que aún acostumbraba a trasladarse a su departamento de veraneo por varias semanas en temporada, se replicaba en las calles del centro marplatense, sus playas y sus nacientes bowlings, boites y boliches bailables las dinámicas sociales que el resto del año regían la vida en la metrópolis porteña. Hacia mediados de los años 60, comenzaron a aflorar otros hitos arquitectónicos de una escala aún mayor: torres cada vez más altas y bloques cada vez más voluminosos de viviendas en alta densidad. Las constructoras como Nicolás Dazeo e hijos, Domingo Fiorentini y hermanos y Demetrio Elíades Construcciones (DELCO S.A.), junto a profesionales de la arquitectura como Antoni Bonet, Juan Antonio Dompé y Débora di Veroli, fueron las encargadas de los hitos más icónicos de estos años en los que Mar del Plata pasó a tener más edificios de gran altura que cualquier otra ciudad de la Argentina que no fuese Buenos Aires. El Demetrio Elíades, conocido por las multitudes como “edificio Havanna” por su eterno cartel de neón que incluso orienta a las embarcaciones que llegan al puerto hoy en día, con 125 metros de altura, fue el cénit en ese racimo de torres que competían mano a mano en la carrera por el récord nacional con las grandes construcciones de la capital.
En los años 70 se darían los últimos dos picos en los registros de actividad edilicia marplatense –uno al principio y el otro al final de la década– que dan cierre a esta “época dorada” en cuanto a la actividad, la renovación, el crecimiento y cierto optimismo propio de la posguerra y de los años del desarrollismo. Al mismo tiempo, para los nostálgicos y los amantes del patrimonio y la arquitectura de la Argentina del 1900, este ha quedado estigmatizado como un período negro en el cual se depredaron vorazmente las mejores obras “de estilo” de la primera Mar del Plata para dar lugar a la especulación inmobiliaria. Dos caras de una misma moneda, y es que los procesos históricos siempre traen consigo paradojas de este tipo. En medio (o hacia el final) de esta etapa que elegimos para cerrar, el evento de relevancia internacional de la Copa Mundial de la FIFA, que dejó a la ciudad el gran elefante blanco del Estadio Minella, que hoy en día replica los problemas en torno al mantenimiento posterior que también tuvieron estadios impulsados por los gobiernos y no por clubes, como el Maracaná o el Único de La Plata.
A lo largo de los años 80, y en adelante, si bien se dieron ciertos repuntes en la construcción, nunca volverían a alcanzarse los niveles meteóricos de las décadas aquí recorridas.
Las que siguen son algunas obras muy significativas de este período clave, en el que Mar del Plata fue una de las ciudades con mayor ritmo de la construcción en toda la Argentina.
La Casa “Cubo” de Victoria Ocampo
La primera casa de veraneo moderna que irrumpió en Alberti y Pellegrini, en el monocorde escenario de chalets la Loma de Stella Maris, no podría haber pertenecido a otra persona que no fuese Victoria Ocampo. La vanguardista escritora –que por esos años estaba viviendo un escandaloso y oculto romance con Julián Martínez, primo de su marido– decidió proyectar ella misma su “casa cubo” y encargarla al constructor Pedro Botazzini, que trabajaba levantando galpones y tinglados.
En un estilo influido por la legendaria escuela alemana de diseño Bauhaus (adaptado a las circunstancias locales y a las posibilidades que el medio ofrecía), Victoria estrenó su refugio en el verano de 1928. Los testimonios de la época reflejan la idiosincrasia de los veraneantes de esos años.
Poco importaba que el propio arquitecto suizo Le Corbusier –referente a nivel mundial de la vanguardia moderna– hubiera ponderado esta obra. Los prejuiciosos y pacatos turistas, no paraban de mofarse del novedoso objeto. Grupos de gente se presentaban a la hora del té, a pie o en auto, para observar esta controvertida construcción y reírse de su propietaria.
“Algunos y –me figuro que tanto atrevimiento debía ser fruto de una apuesta– llegaban al extremo de tocar el timbre para preguntar al sirviente que respondía al llamado, si esa construcción era usina o un establo”, recordó años después la escritora.
Pero poco le duró esta casa a Victoria Ocampo. Al año siguiente se la vendió a Jorge Atucha (h), hermano de Tota, otra vanguardista amiga de Victoria Ocampo. Estos nuevos habitantes la mantuvieron hasta 1960, cuando el sindicato de Empleados del Tabaco amplió y reformó totalmente la polémica casa para abrir un hotel llamado curiosamente Realidad.
Muchos años más tarde, ya instalada en su tradicional casa familiar de Los Troncos, Victoria le pidió al arquitecto e historiador local Roberto Cova: “No me hable de mi ex casa moderna. Trato de no mirarla cuando paso por ahí. Es una monstruosidad.”
La urbanización de Playa Grande
Para poder tomar dimensión de la envergadura de esta monumental obra, es necesario ponerse en contexto de la década de 1930 en la provincia de Buenos Aires, donde transcurría la gobernación de Manuel Fresco (1936-1940), durante la cual la ciudad dejó de ser un balneario exclusivo de la aristocracia, para recibir por primera vez grandes contingentes de turistas.
La antigua Playa Grande, de anchas playas y escarpada costa, ya había sufrido en la década del 20 una importante alteración ambiental con la construcción de la gran escollera del flamante puerto.
A finales de 1936, el naciente gobierno de Fresco decidió encarar esta monumental obra, terminada justo para el inicio del verano de 1939, cambiando de una manera radical la fisonomía de esta área marplatense.
Aprovechando la rocosa barranca existente, el proyecto planteó seis edificios muy similares, que serían ocupados por los nuevos balnearios. Entre estas construcciones estuvo la nueva sede del Ocean Club, que dejaría su antiguo reducto en la vieja rambla francesa frente al Hotel Bristol.
Pocos años más tarde, en el extremo sur, se completaría este interesante conjunto con la sede del Yatch Club Argentino, en estilo Art Decó. En dirección opuesta, hacia el norte, se ubicó un gran restaurante llamado Normandie, que fue por años lugar de encuentro y diversión de las jóvenes generaciones que se reunían allí después de la playa.
Lo más destacable de todo sea tal vez el estacionamiento cubierto para mil autos, que se proyectó aprovechando el importante desnivel del terreno. Esto nos habla de que ya en la década del treinta el automotor y su estacionamiento eran una preocupación a resolver.
La topografía de Playa Grande quedó para siempre modificada con esta gran obra de urbanismo. A través de los años, sus escaleras, desniveles y terrazas fueron el escenario de innumerables desfiles de moda, galas y otros eventos.
Pese al imparable crecimiento de la zona, esta obra de gran vanguardia sigue recibiendo, año tras año, a los felices veraneantes que eligen Playa Grande como balneario preferido.
Automóvil Club Argentino
La sede marplatense del Automóvil Club Argentino, en Av. Colón entre Santa Fe y Almirante Brown, fue la más grande del país, después del edificio principal de Av. del Libertador en Buenos Aires.
Está ubicada en una manzana completa, donde anteriormente se encontraba la quinta Bel Retiro, propiedad del gran impulsor marplatense Pedro Olegario Luro.
El desafío del proyecto era poder dar asistencia a los 50.000 socios de entonces, que solo usarían esta sede durante los tres meses de la temporada veraniega. Por eso, su costo de construcción no debía ser demasiado elevado, prescindiendo de terminaciones lujosas y espacios inútiles.
La versión original del Ing. Antonio U. Vilar –quien llevó a cabo la mayoría de los edificios y estaciones de la época para el A.C.A– dejaba en ambas esquinas de la avenida Colón dos jardines, preservando así cedros que habían pertenecido al parque original de la residencia Luro. Sin embargo, el edificio quedó chico al poco tiempo de inaugurarse, en 1942, desvirtuándose por completo el proyecto original y su acertada escala urbana, al sumarle una inmensa ampliación, mucho más tosca en su arquitectura.
Los años 40
La primera gran transformación urbana y edilicia de Mar del Plata transcurrió durante los diez años de esta agitada década. El desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, que impidió a los argentinos más pudientes viajar a Europa, y el surgimiento del peronismo, que habilitó el veraneo para las clases populares, transformarían para siempre la fisonomía de la ciudad.
En la producción arquitectónica, estos años fueron particularmente confusos, y de cierta regresión en comparación con el modernismo progresista de la década anterior, y esto fue un proceso a nivel internacional.
Una supuesta “vuelta al orden” retrocedió las nuevas corrientes arquitectónicas a modelos más clásicos y monumentalistas. Un ejemplo contundente fue el proyecto del arquitecto Alejandro Bustillo para el Hotel Provincial y el Casino.
También la Torre de Agua de la Loma o Torre Tanque nos confirma aquella regresión al pasado y a los modelos historicistas. Sin embargo, en estos años algunos buenos ejemplos de modernismo en pequeña escala surgieron aisladamente, de forma marginal a aquella corriente imperante. La década cerraría con la célebre Ley de Propiedad Horizontal, casi coincidiendo con un cambio de época en un sentido más profundo. El acceso de las grandes masas al departamento propio sería un antes y después para la Argentina, y para Mar del Plata particularmente.
La Casa sobre el Arroyo
El arquitecto Amancio Williams construyó entre 1943 y 1946 la que se conoció como Casa sobre el Arroyo, destinada a su ya anciano padre, el compositor Alberto Williams.
Recién recibido, sin casi ninguna experiencia profesional, y acompañado por su esposa y colega Delfina Gálvez, Amancio había comenzado el diseño de la mítica casa en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial.
Para ello, contó con un lote de casi dos manzanas en lo que entonces eran las afueras de Mar del Plata, y hoy es un barrio conocido como “Pinos de Anchorena”. El terreno se encontraba surcado por el pintoresco arroyo Las Chacras.
El proyecto consistía, en síntesis, en una estructura tipo puente que unía las dos orillas de dicha vertiente. Amancio concibió esta vivienda como una conjunción de tecnología, diseño y respeto ambiental, colocándose en una vanguardia no alcanzada anteriormente por ningún otro arquitecto argentino.
La construcción no fue demasiado grande en sí, pero la implantación sobre ambas márgenes del arroyo y la liviandad visual que Amancio produjo al apoyarla sobre el mencionado puente logró que la planta (de nueve metros de ancho por veintisiete de largo) pareciese mucho más grande en su totalidad.
La Casa sobre el Arroyo es el resultado de un comitente desprejuiciado, como fue Alberto Williams, y el talento de su hijo Amancio como arquitecto.
Las entradas a la casa/puente, se ubicaron a ambos extremos, de forma simétrica y el living abarcó los 27 metros del largo completo de la casa, quedando delimitado por un inmenso ventanal que cubrió todo el perímetro. Según las propias palabras de Williams, su objetivo era lograr una estructura totalmente liviana, aérea y transparente que al mismo tiempo fuera “honesta” en el uso de los materiales.
En esta obra se dieron una serie de variables que sumaron el éxito de la propuesta.
Primero, un comitente como el padre de Williams. Un músico y compositor de avanzada, sin los prejuicios tan instaurados en su generación. Luego, un ámbito natural de excepción, con una añosa arboleda que enmarcó al conjunto; y por último, un talentosísimo arquitecto recién recibido con el entusiasmo y la audacia que sólo se tienen después de graduarse.
En la década del ‘70, la emisora LU9 transmitía desde este lugar sus programas radiales con un pegajoso jingle que decía: “…desde la casa del puente /un puente hasta su casa”, y esto hizo que popularmente se la conociese como “La casa del puente”.
Probablemente el trabajo obsesivo de Amancio, quien había testeado en laboratorios la calidad del concreto que utilizó para la estructura, haya sido lo que impidió que la casa desapareciese luego del voraz incendio que sufrió intencionalmente hace años atrás, además del ultraje y vandalismo que durante un par de décadas recibió sin piedad.
Recientemente restaurada, la Casa del Puente (o sobre el Arroyo) es parte del conjunto de arquitectura moderna más representativa del patrimonio no solo marplatense, sino de todo el país.
Los años 50
Dos obras sirven para representar esta década: el Terraza Palace del Arq. Antonio Bonet y el de Correos y Telecomunicaciones de Av. Luro y Santiago del Estero. El primero fue, hacia 1956, uno de los primeros edificios de propiedad horizontal de la zona de Playa Grande.
También, una construcción muy controvertida en su momento, debido a su singular silueta escalonada y su poco correlato con el entorno circundante. Inmediatamente recibió el apodo popular de “la máquina de escribir”.
Fuertemente influida por la arquitectura del maestro suizo Le Corbusier, sus departamentos con vista al mar se van escalonando acorde al perfil de la fachada. Hoy, la profusión de torres sobre el Bulevar Marítimo le ha quitado protagonismo y singularidad, pero su particular silueta sigue siendo un clásico componente de la arquitectura de la zona.
El de Correos, por su parte, resultó disruptivo y pionero en romper con el concepto pintoresquista de no afectar al entorno ni al paisaje, imponiendo su presencia en una esquina bien céntrica.
La modernidad terminó definitivamente con estas premisas, cambiando la idea de “interacción” por la de “contraposición”. Los edificios se pensaban en sí mismos, sin contemplar el entorno inmediato de cada caso.
La expansión de la clase media, el turismo social y la sanción de la Ley de Propiedad Horizontal, en 1948, fueron disparadores claves del proceso urbano que sobrevino en Mar del Plata.
Si vemos las fachadas de este proyecto de los Arqs. Francisco Rossi, Juan C. Malter Terrada y Héctor González Laguingue, notaremos que forman pares opuestos. Hacia la avenida Luro, una gran cara vidriada (en inglés curtain wall) y por contraposición las fachadas menores son muros cerrados revestidos en la famosa piedra local.
El edificio está rematado por una gran visera, una cinta en hormigón sostenida por columnas que la despegan del último piso de oficinas.
Esta estructura formó parte de una secuencia de edificios que Correos y Telecomunicaciones encaró en las grandes ciudades argentinas durante las presidencias de Juan Domingo Perón, siempre manejando un mismo código formal y funcional, siguiendo las premisas del Movimiento Moderno.
El Estadio Mundialista
Esta importante obra, realizada en tiempo récord, fue sede de seis partidos en el Mundial de fútbol de la FIFA de 1978, muy recordados por los marplatenses. La ciudad ya era sede de eventos internacionales desde hacía años, y su infraestructura hotelera y su cercanía a Buenos Aires la hicieron elegida frente a otras, a pesar de que en pleno invierno sus playas no fueran una opción muy tentadora para los brasileños, italianos y españoles que viajaron a ver a sus seleccionados.
La propuesta disruptiva del Estudio Antonini-Schon-Zemborain fue invertir la lógica de cualquier estadio, construyendo al Mundialista como una gran plataforma que asoma solo dos metros con respecto a las calles a su alrededor, semi-enterrando el campo de juego. En consecuencia, la única parte reconocible desde lejos fue el techado de la tribuna oeste, armado por dos estructuras tubulares metálicas superpuestas, que quedaron sostenidas por seis mástiles de hormigón de 50 metros de altura, unidos transversalmente en dos grupos por importantes vigas. La cubierta fue hecha en un material plástico reforzado semitransparente.
Aunque, 45 años más tarde, ya su modernidad y tecnología no nos sorprendan como al principio, fue uno de los edificios mejor construidos para tal evento. Por ello resultan penosos los sucesivos reclamos desde la comunidad marplatense que ponen en relieve el deterioro y el abandono parcial que sufre esta inmensa obra, en manos del gobierno municipal que no ha podido resolver su mantenimiento de manera exitosa.
Su implantación urbana, en una zona de baja densidad lo hace sobresalir aún hoy sobre el conjunto, principalmente compuesto por casas y chalets, destacando su llamativa forma y su inmensidad.
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