En las remotas montañas de Tian Shan, descubrió una profunda conexión con la naturaleza y la importancia vital de preservar la vida salvaje en su estado más puro. Cómo es la convivencia con el pueblo kirguis y qué aprendió de los nómades.
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La ambulancia alemana reconvertida en motorhome avanzaba por un inhóspito camino de Kirguistán. Alrededor, todo blanco: la tormenta de nieve en todo su esplendor. En el apuro, la urgencia por salir rápido y no quedar atrapados a 4 mil metros de altura, Luciano Foglia y su pareja, Caroline, sólo miraban hacia adelante, tratando de descifrar el trazo de la ruta apenas visible. De repente, como una aparición fantasmal e imponente, un leopardo de las nieves pasó por delante del parabrisas, recortando de manera perfecta el fondo blanco del paisaje. Quedaron petrificados, conmovidos. Rápidamente, Luciano tomó los binoculares, mientras el animal trepaba apenas la ladera rocosa de una montaña al costado del camino. Fueron unos segundos de intercambio visual, estático y eterno.
Luciano y Caroline sabían muy bien que encontrarse con un leopardo de las nieves es una suerte de bendición. Este mítico animal, en estado vulnerable de conservación y habitante de las montañas asiáticas, es una de las más esquivas y difíciles de ver. Por eso, la aparición fue una suerte de confirmación del rumbo que le habían dado a sus vidas apenas unos años atrás, cuando decidieron dejar la comodidad de la vida europea para encarar un viaje por las indómitas tierras de medio oriente, camino hacia Mongolia, con el objetivo de convivir con las poblaciones nómadas. En el medio, la pandemia y las sorpresas del camino, el autodescubrimiento, una ultra conexión con la naturaleza, redundaron en la decisión de dedicarse a la conservación ambiental en una reserva de Kirguistán que trabaja para salvar al leopardo de las nieves.
Los inicios del viaje
Pero retrocedamos un poco. Luciano es argentino, aunque bien podría definirse como un verdadero trotamundos. En 2001, plena crisis, se fue a probar suerte a Europa. “Siempre me gustó el diseño y el arte”, cuenta. Autodidacta, comenzó haciendo los avisos del suplemento Sí de Clarín. Con ese bagaje, y el espíritu de buscador, vivió en Inglaterra, Alemania, España, Holanda, donde trabajó en estudios de diseño y como freelance. En el medio, conoció a Caroline, una inglesa de madre vietnamita, y se enamoró.
“Estábamos con la idea de ir hasta Mongolia para conocer la vida de los nómades. Queríamos hacer el Mongol Rally, a nuestra manera”, dice, acerca de los inicios de esta aventura. Era el año 2018. Compraron una ambulancia de 30 años de antigüedad en Berlín y encararon hacia el este europeo, mientras continuaban trabajando desde el motorhome. “Somos de hacer muebles, así que fuimos adoptando el interior de la camioneta… es una especie de estudio-ferretería andante”, explica.
“Estábamos muy aburridos de Europa: queríamos ver realmente lo que había detrás de lo que se decía de esta parte del mundo”, cuenta. El primer descubrimiento fue la gente. La amabilidad de los extraños, del contacto desinteresado cuando desaparece el intercambio turístico. “Una familia de ancianos granjeros de Turquía nos invitó a la casa, nos hicieron de comer, nos invitaron a dormir, llamaban a los vecinos para que nos vinieran a ver. Fue hermoso”, recuerda.
El viaje avanzaba con Mongolia como norte. Para lograr el objetivo, tenían que calcular varias cuestiones. Por ejemplo, para llegar a ese país por vía terrestre, es necesario hacer el cruce en verano. “Mongolia es realmente el medio de la nada, sin carreteras marcadas. Tenés que ir con GPS y siguiendo las marcas de los que pasaron”, cuenta.
Un invierno en Kazajistán
El invierno boreal previo a la pandemia los agarró en Kazajistán. “El frío era terrible, no pudimos aguantarlo en la camioneta, así que decidimos alquilar. Es un país muy grande, que tiene montañas y la Tundra, que es un llano donde no crece nada”, dice Luciano.
En el cordón de Tian Shan, que divide Kazajistán y Kirguistán, consiguieron una casa en una zona militar, que “era un sueño”. Una zona virgen, donde no había nada de nada y donde convivieron con lobos salvajes. Allí estaban cuando estalló la pandemia de Covid-19. El gobierno de Kazajistán ordenó que salieran todos los extranjeros del país; Luciano y Caroline no tuvieron otra opción que ir hacia Kirguistán.
En realidad, ya habían tenido contacto con el país que los terminaría cobijando. En una parada de la ruta, casualmente un checkpost en defensa de los leopardos, conocieron a Zholdoshbek, un kirguís clave en esta historia. Zholdoshbek hablaba inglés y se convirtió en un aliado de la pareja para adentrarse en la cultura de este pueblo nómade. La relación se selló cuando Luciano lo ayudó a arreglar unos paneles solares. La camaradería no conoce fronteras, ni barreras idiomáticas. Por eso, cuando el Covid arreciaba, Zholdoshbek les ofreció refugio.
Vivir con los kirguís
“Nos quedamos viviendo en su granja. Bancamos ahí, en la montaña, con su familia”, recuerda. El contacto con el pueblo kirguís fue una experiencia transformadora. “Son un ejemplo”, no duda Luciano. Luego de la caída de la Unión Soviética, Kirguistán tuvo que reencontrarse con sus orígenes. La experiencia soviética había transformado la sociedad, creando ciudades y fábricas e introduciendo nuevas pautas culturales. Con el desmoronamiento del comunismo, los kirguís lograron sobrevivir recuperando sus hábitos ancestrales: la cría de animales en la montaña y una economía basada en la supervivencia.
“Es todo muy rústico, pero funcional”, explica. “No ves a nadie desnutrido, no reciben ayuda de nadie, pero sobreviven muy dignamente”, ensaya Luciano. “La pobreza de las ciudades es injusta, esto para mí no es pobreza. Acá no sentís que haya injusticia, son laburantes, no paran un segundo para alimentar a su familia”, agrega. Dice, además, que con Caroline decidieron vivir en Kirguistán porque sienten que aprenden algo todo el tiempo: “Cuando vivíamos en Europa, se nos había achicado el mundo. Hace cinco años que estamos en Asia, cuando salgo de acá veo exceso y lujo en todos lados. Me cambió la vara”.
Una de las costumbres que más impresionaron a Luciano fue la vida en las Yurts, las carpas familiares, que se arman y desarman, seis meses arriba de la montaña y seis meses abajo. “Están hechas a mano, con material de sus propias ovejas y prensado. Las Yurts no se pueden tirar, se heredan de generación en generación. En las montañas hace 40 grados bajo cero, pero adentro te tenés que sacar la ropa del calor”, cuenta.
“Veo que hay grandes organizaciones que quieren explicarle a los kirguís qué tienen que hacer, pero ellos son un verdadero ejemplo de cómo vivir simple, de cómo no depender de productos industrializados. Tendría que ser al revés: una abuela kirguisa debería ir a dar clases a las oficinas de las Naciones Unidas”, dice, convencido.
El encuentro con el leopardo de las nieves
Cuando la pandemia comenzó a aflojar, Luciano y Caroline decidieron quedarse en Kirguistán. Le habían tomado cariño al lugar, en especial a su nuevo amigo, Zholdoshbek, quien además colaboraba con Pantera, una ONG que trabaja en la conservación de felinos.
Mientras continuaban haciendo algunos trabajos a distancia, se dedicaron a recorrer los paisajes casi vírgenes de este país, como por ejemplo un lago que se formó hace 10 años por un corrimiento de tierras, en la frontera con China. En el medio, confeccionaron un manual de traducción de inglés a kirguís, escrito en fonética cirílica, con situaciones de vida relacionadas con lo que ellos viven a diario.
Entonces se produjo el encuentro fortuito con el leopardo de las nieves. Y todo cambiaría.
La pareja se mudó a un conjunto de Yurts, donde entraron en contacto con Baaterbek, “Batu”, un kirguís con el que se sellaría una amistad inquebrantable. Batu había logrado armar la primera y única reserva de Kirguistán, Baiboosun, y era el encargado de monitorear las cámaras-trampa ubicadas en la montaña para controlar la actividad de los leopardos. Luciano no tenía dudas. Su destino estaba ahí.
El desembarco en la reserva
Luciano se ofreció para “hacer lo que sea”. Se propuso entonces documentar todo, hacerles una linda página web y ayudarlos con la difusión. Además, comenzó a colaborar con una organización que, explica, es “bastante improvisada”. Y tiene lógica. Los kirguís no tienen una tradición de profesiones formalizadas. La decisión de armar una reserva estaba orientada justamente a mediar en el conflicto entre la ganadería -ya que suelen llevar a sus animales bien arriba en la montaña- y la fauna salvaje. En un país donde, además, hay una gran tradición cazadora. “Suelen cazar a las cabras salvajes de montaña, que es la presa del leopardo, entonces el leopardo termina atacando al ganado doméstico”, explica.
Luciano encontró en Batu un verdadero aliado. “Es un genio, tiene una visión muy integrada, pudo armar la reserva cuando era un sueño casi incumplible”, dice. Se metió de lleno en la actividad de la reserva. “No sabemos a ciencia cierta cuántos ejemplares hay, la World Wild Life (WWF) hizo un estudio y dijo que hay 11 en la zona, pero desde nuestro punto de vista el estudio fue ineficiente. Baiboosun es un puente, un cruce entre las comunidades del norte y del sur de leopardo, que migran constantemente. Estas reservas son importantes porque terminan funcionando como corredores”, detalla.
Vida en la naturaleza
Desde entonces, Luciano encontró un nuevo eje. Trabajar en conservación apareció como una vocación que había permanecido oculta hasta la aparición del leopardo de las nieves. Dice que la montaña es un “lugar sagrado” y que siente que le dio “asilo”. “La naturaleza me tranquiliza; fue algo que desarrollé ahora, no lo tenía”, revela. Mucho tuvo que ver el leopardo, asegura. “Es un animal que pertenece a ese mundo mágico, fuera de la cultura humana. Ahí entendí que si está el leopardo es porque todo lo demás está sano. Es un animal místico, una presencia fantasmal… es casi imposible verlo. Si lo ves, es porque estás tocado por la varita”.
Como en todo reducto prístino de naturaleza, de los pocos que quedan en el mundo, surge la pregunta indispensable: ¿por qué es necesario conservarla? ¿Qué se perdería la humanidad con la desaparición de ambientes y animales salvajes que habitan esta geografía? Luciano encontró en Kirguistán una respuesta que no sabía que podía llegar a elaborar. “Si se pierde esto, no hay balance; sin naturaleza salvaje, no tenemos cable a tierra, no tenemos con qué compararnos como especie”, elabora. “Y nos volveríamos locos -continúa-, es como vivir sin cielo, sin estrellas”.
Para él, respetar la naturaleza es un desafío gigante. “Siempre avanzamos para beneficio personal, y de repente decís: ‘Esto no se puede tocar’. Es complejo. La gente no se puede aguantar. Aceptar y apreciar esto es un desafío espiritual”.
Así, este argentino, ciudadano del mundo, habita las montañas de Kirguistán, con la bandera del leopardo como insignia. Tal vez, su condición de nómade encontró en los nómades kirguís una conexión necesaria de tribu, un lugar para expresar la verdadera naturaleza que nos habita. Desde allí, desde las montañas de Tian Shan, Luciano Foglia hace su camino con varios proyectos en carpeta: recibir a la BBC para filmar un documental sobre el leopardo de las nieves y crear una ONG internacional para la conservación en paisajes remotos, donde no hay reservas formadas. “La naturaleza no tiene fronteras, nosotros no deberíamos tenerlas tampoco”, cierra.
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