Vidriados y estrechos, se construyeron a principios del siglo XIX cuando la Ciudad Luz era un enjambre de callejuelas sin cloacas ni iluminación.
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Caminar sin rumbo, dejarse llevar por el ritmo de la ciudad, asomarse a las vidrieras, relojear a los paseantes: el verbo francés flâner no tiene traducción, pero combina el arte de perderse entre las calles, de observar, de fusionarse con las multitudes. Se trata de un arte que solo aplica a las ciudades y a aquellos espíritus errantes dispuestos a dejarse llevar por la poesía, la intuición y los sentidos. Esa exquisita manera de pasear nació en París en el siglo XIX, en un laberinto de pasajes y galerías que se construyeron con las nuevas técnicas arquitectónicas de la época, calles con techos de vidrio, estructuras de hierro, pisos de mosaico e iluminación a gas.
Los viajeros del siglo XXI dispuestos a viajar en el tiempo y perderse entre anticuarios, librerías de viejo, reparadores de paraguas y muñecas, coleccionistas de objetos, museos de cera o teatros de variedades, aún podrán “flanear” (acuñemos el verbo en español) entre las preciosas vidrieras de la Galerie Vivienne, la majestuosa cúpula vidriada de su vecina la Galerie Colbert, o el Passage des Panoramas, famoso punto de encuentro de filatelistas, entre muchos otros pasajes escondidos entre la Bolsa de Comercio, los grandes bulevares y el Palais Royal.
Tras los pasos de flâneurs y flâneuses
Los primeros pasajes de París se construyeron a comienzos del siglo XIX, cuando la ciudad aún era un laberinto de trazado medieval con calles angostas de tierra, sin cloacas y sin iluminación. Los pasajes surgieron de la mano de la ascendente burguesía como refugios para comprar, pasear, tomar café, conversar, curiosear oficios y objetos escondidos detrás de sus vidrieras. Estas galerías, con sus techos vidriados y sus lámparas, permitían pasear sin ensuciarse ni ser perturbado por el griterío y el tráfico de la ciudad. Allí se podía caminar de noche sin andar a tientas, mirar el cielo sin mojarse con la lluvia, marchar sin el apuro de los carruajes y comprar como en los bazares de Oriente.
En estos lugares surge la figura del flâneur, definido de esta manera por el poeta Charles Baudelaire en su libro El pintor de la vida moderna (1863): “La multitud es su elemento, como el aire para los pájaros y el agua para los peces. Su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, (...) contemplar el mundo, estar en el centro del mundo, y sin embargo pasar inadvertido —tales son los pequeños placeres de estos espíritus independientes, apasionados, incorruptibles, que la lengua apenas alcanza a definir torpemente”.
En la época de esplendor, llegaron a existir más de cincuenta pasajes. Estos centros comerciales fueron la inspiración de otros que surgieron en Europa a fines del siglo XIX como la Galeria Vittorio Emanuele de Milán o las galerías GUM de Moscú. En París, las proporciones fueron más pequeñas y muchos de ellos fueron demolidos en la ambiciosa reforma urbana del Baron Georges-Eugène Haussmann, que durante el Segundo Imperio de Napoleón III, a partir de mediados del siglo XIX, derribó gran parte del trazado medieval de la ciudad para construir los monumentos, bulevares, avenidas, parques y edificios que hoy la caracterizan. Sobrevivieron una veintena de pasajes, luego opacados por la aparición de los grandes centros comerciales como las Galeries Lafayette, Le Bon Marché y La Samaritaine.
Entre 1927 y 1940, los pasajes de París eran lugares secretos y decadentes que inspiraron el monumental e inconcluso Libro de los Pasajes, del filósofo alemán Walter Benjamin, que los tomó como una metáfora de la vida moderna. Allí sobrevivían prostitutas, coleccionistas y toda clase de “oficios envejecidos”, como los bautizó.
En la década del ‘60, Julio Cortázar incluyó los pasajes en el cuento El otro cielo: “Me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda”.
Patricia Pellegrini, expresidenta de la Asociación Marianne de mujeres franco-argentinas rescata esta anécdota: “Baudelaire paseaba una tortuga por los bulevares de París para marcar el ritmo exacto de los paseos del flâneur”. La Asociación Marianne acaba de lanzar el fanzine “Flâneuses” (flâneur en femenino) donde reivindica el arte de caminar sin rumbo también para las mujeres, situación impensable en tiempos de Baudelaire. “¿Qué pasaba en la época de Benjamin o Baudelaire si una mujer salía a la calle solo a contemplar edificios, puertas, ventanas o a la gente agrupada en algún sitio? “, se pregunta Vivian Lofiego, escritora y miembro de la Asociación, en el primer número de la revista, y reivindica el derecho al paseo de las mujeres: “Hubo que hacer camino al andar, y nunca mejor dicho. Ver a una mujer saborear de un paseo sin un objetivo fijo, entrar a un bar o comer sola en la mayoría de los lugares civilizados ya no despierta la atención. Hoy somos todas un poco como la señora Dalloway –el personaje de la novela de Virginia Woolf– y, con un corazón de dandies, saboreamos la belleza del mundo que nos rodea”.
Calles sin tiempo
Para los hombres y mujeres que quieran sumergirse en estos túneles del tiempo, aquí va uno de los recorridos posibles:
Cerca del Museo del Louvre, en el 19 de la rue Jean-Jacques Rousseau, está la Galería Véro-Dodat (1826), que deslumbra con el lujo de los mármoles y espejos, las vidrieras de madera oscura y el techo ornamentado con pinturas enmarcadas por molduras de oro. Allí el flâneur/flâneuse podrá visitar las distinguidas tiendas de decoración, arte, instrumentos musicales, la célebre boutique de muñecas antiguas de Robert Capia, o el taller-tienda del diseñador de calzado de lujo Christian Loboutin, con sus míticos zapatos de taco aguja y suelas coloradas que suelen usar celebridades para pisar las alfombras rojas. Luego podrá sentarse a tomar un té en el “Café de l’Époque”, que alguna vez frecuentó Gérard de Nerval.
La segunda parada será en la Galérie Vivienne (1823), la más elegante de París, en el 4, rue des Petits Champs. Allí se maravillará ante las vidrieras semicirculares de vidrio repartido, los dibujos de los pisos hechos de mosaicos del artista italiano Faccina, las columnas ornamentadas y la rotonda con esculturas de ninfas y diosas. Podrá hojear libros antiguos, degustar vinos o tomar chocolate caliente en “L’A Priori Thé”. En una de las entradas está el bar Le Bougainville, que evoca al marino Louis-Antoine de Bougainville, que en el siglo XVIII dio la vuelta al mundo, pasó por la Patagonia e incluso tuvo un proyecto para colonizar las islas Malvinas.
Frente a esta galería está su competidora, la Galerie Colbert (1826), con su gran cúpula vidriada de 15 metros de diámetro sobre una rotonda cubierta. Esta galería es propiedad de la Biblioteca Nacional y, a diferencia de las otras galerías parisinas, no tiene tiendas. Está abierta al público que, con un poco de suerte, puede curiosear alguna clase detrás de las paredes vidriadas o tomar una cerveza en Le Grand Colbert, con decoración art nouveau, en la entrada de la galería, catalogada como monumento histórico y escenario de distintas películas.
Los pasajes Verdeau, Jouffroy y des Panoramas, están ubicados sobre el mismo eje, íntimos y al abrigo de la ciudad que se desplaza ajena por el Boulevard Montmartre. En el pasaje Jouffroy encontrará negocios de venta de postales antiguas que aún conservan la caligrafía en tinta negra de sus remitentes, un comercio de venta de bastones de colección y varios comercios de pequeños adornos. A la hora de hacer una pausa se puede tomar un té con un macarron en la famosa casa Le Valentin. En el mismo pasaje se podrá visitar el Museo Grévin, con sus figuras de cera al estilo Madame Tussaud, y si la noche avanza, se puede descansar en el acogedor Hotel Chopin, cuya habitación 409 ofrece una maravillosa vista de la galería.
El pasaje Verdeau con su techo acristalado en forma de espina de pescado alberga antigüedades, libros usados, diarios de época y una boutique Kodak de 1901 que vende cámaras de fotos antiguas.
La última escala será en el Pasaje de los Panoramas (1799), el más antiguo, frecuentado por Eugène Delacroix y Alejandro Dumas. Debe su nombre a los “panoramas”, inmensas telas pintadas en las que se representaban paisajes desconocidos para los parisinos, que lo decoraban en una época en la que aún no existía la fotografía. Allí conviven tiendas gourmet, artesanos, artistas, coleccionistas de tarjetas postales, monedas, autógrafos y sellos antiguos. Vale la pena detenerse en el local de la antigua chocolatería Marquis y en Stern, una de las imprentas más antiguas de París. Si la idea es entretenerse, se puede sacar una entrada para ver alguno de los espectáculos que ofrece el Teatro des Variétés, inaugurado en 1807.
Los pasajes siguen allí como hace casi dos siglos, con su encanto detenido, con sus tiendas que invitan a la flânerie, a la caminata por uno de los pocos espacios que aún quedan fuera del tiempo.
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