Bellas obras que engalanan plazas y cementerios fueron impulsadas por los propios vecinos de Buenos Aires en una práctica que se perdió a mediados de los años 30.
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En la Buenos Aires de finales del siglo XIX y principios del XX, hubo un sentimiento de extroversión social único que se manifestaba en la arquitectura y la escultura, y cambió la fisonomía del “skyline” aldeano al de una metrópoli europeizante. Tres grandes grupos motorizaron la transformación hacia la ciudad con mayúsculas, el primero fue la Generación del 80, que a partir de la Ley de Federalización de Buenos Aires, edificó escuelas-palacios, casas de gobierno, tribunales, ministerios, asilos, puertos y todos los establecimientos de los tres poderes con miras al Centenario del Primer Gobierno Patrio. También comisionaron a los artistas Hernán Cullen Ayerza, Ernesto de la Cárcova y a Eduardo Schiaffino para buscar y traer esculturas desde Europa que embellecieran las plazas y parques porteños. Hay que recordar que, hacia 1870, Buenos Aires apenas tenía el monumento ecuestre del General San Martín en el Campo de Marte frente al Cuartel Retiro, “ópera” del francés Joseph Daumas.
En segundo lugar, las grandes familias terratenientes, se unieron en pujantes empresas que levantaron los bancos, navieras y aseguradoras de la city porteña, las casas de renta y hotelitos de San Nicolás, Monserrat y la Boca, también las barracas del sur de la ciudad y los palacetes de Retiro, Recoleta y todo un eje costero de las Avenidas Cabildo y Maipú, hacia la ribera del Plata hasta Punta Chica, un continuo de grandes clubes, caballerizas, casas de fin de semana, hoteles particulares y bóvedas dignas del más lujoso cementerio monumental del norte italiano. Y el aporte insoslayable, ya fuera de la ciudad, de más un millar de cascos de estancias, manoirs y chateaux salpicados por la pampa húmeda y productivamente fértil.
Y en tercer lugar: los inmigrantes que formaban la pujante burguesía comercial contrataban a arquitectos e ingenieros de sus comunidades para erigir vistosas casas de renta, chalets, tiendas departamentales con escaparates metálicos, teatros, asociaciones de socorros mutuos, panteones sociales, fábricas y clubes, dando vida a Balvanera, San Cristóbal, Almagro y Caballito. Exponían así el orgullo de haber progresado, lo que trasuntó en miles de construcciones de estilos neorrenacentista, neoveneciano, art nouveau y academicista.
El patrimonio construido entre 1880 y 1930 conformaba ese mapa porteño, al que se sumaban las “islas” de las ciudades que tocaba el ferrocarril: la municipalidad, la iglesia, las sucursales del Banco Nación, el Banco Provincia, el teatro de la comunidad inmigrante, el club social y las casonas de los “ricos” del pueblo, se arremolinaban a metros de la estación. De hecho, así se ubicaban las estancias en las guías de la época o en el código postal, consignando el nombre y ramal de la estación.
A estos tres factores que motorizaban la construcción de la ciudades –estatal, privado criollo y privado inmigrante–, se suma un cuarto motor de la belleza arquitectónica y escultura porteña, algo totalmente novedoso, producto del impacto de los medios de comunicación escrita que tenían grandes tiradas, tanto diarios nacionales como libros, revistas, publicaciones políticas, satíricas y semanarios de cada comunidad en su propio idioma, movimiento editorial que hizo que muchos personajes de todos los rubros fueran muy populares.
Los porteños de los albores del siglo XX eran muy participativos, las calles rebalsaban de curiosos en cuanto algún suceso quebraba la rutina. Está ampliamente documentado cómo miles de personas se volcaron en las calles para la recepción del Presidente de Brasil, Manuel Ferraz de Campos Sales, en 1901, o en las variadas Exposiciones del Centenario de 1910, en la llegada del avión Plus Ultra desde España o la entronización de la estatua de Palas Atenea en el remate del edificio del diario La Prensa.
Por eso, va aparecer la suscripción popular como generador de arquitectura y escultura, canalizando el aporte económico de miles de personas comunes se sentían participes de su tiempo y agradecidas, aportaban lo que tenían a su alcance para homenajear a un personaje célebre.
Sus orígenes
Por supuesto, las colectas no nacieron con los grandes monumentos, pero, hasta entonces, tenían un carácter absoluto de pertenencia, en tres niveles:
-Pertenencia religiosa: lo demuestran los miles de ladrillos de la Basílica de Luján con los apellidos de las devotas familias donantes grabados en su superficie, y los templos anglicanos del sur a la vera del ferrocarril británico y la mayoría de parroquias levantadas con el aporte de los feligreses.
-Pertenencia comunitaria: los gallegos juntaron 100.000 pesos de 1917 para comprar el solar de avenida Belgrano y Pasco, los italianos que levantaron su hospital en Gascón entre Potosí y Cangallo con una colecta millonaria y los agradecidos inmigrantes de Estados Unidos, Francia, Italia, España, Francia, Suiza, Alemania, Reino Unido y los Sirios-Libaneses que se habían “hecho la América”, nos legaron los conocidos Monumentos del Centenario.
-Pertenencia social: en capital y en las grandes ciudades de la República había una verdadera industria del agasajo, de los banquetes, llamadas “demostraciones”: la mediana y alta sociedad, celebraba a sus eminencias que se jubilaban o a los extranjeros que la visitaban. Cada arquitecto, profesor, ingeniero, doctor, profesor, funcionario, diplomático o presidente de una empresa que se retiraba, pasaba a ser el centro de homenajes varios de pares y discípulos. En esos casos, las colectas no pasaban de financiar una medalla de oro o un busto para el homenajeado, a lo sumo dotar de un dispensario o salita médica un pueblo o barrio en su memoria. Esto fue documentado profusamente por Caras y Caretas y la Revista PBT justificando el auge de tantos restaurantes y confiterías en el centro de la ciudad.
Pero la Suscripción Popular pasó de nivel cuando los fondos recaudados sobrepasaron las tres esferas descriptas y llegaron a ser destinados al mobiliario urbano público. Ya no era una medalla que se guardaba en un cajón a rematar por los descendientes del distinguido o el ala de un hospital remoto, ahora la gratitud popular dejaba un hito físico para la posteridad, entraba en escena el sentido de trascendencia de homenajeados y “homenajeadores”, que desafiaba la contemporaneidad compartida.
Decidida la empresa, se convocaba a una “comisión de notables pro monumento”, con un personaje de intachable honestidad a cargo de la Tesorería, y si bien la mayoría de los aportes eran de acaudalados amigos o conmilitones del homenajeado, los ciudadanos comunes participaban de a miles, aportando sus pesitos moneda nacional en memoria a la figura fenecida. A veces, un diario de tirada nacional se hacía cargo de la recolección del dinero, poniendo su prestigio en juego.
Cuando alguno de esos personajes moría, los homenajes se petrificaron en monumentos, esculturas y cenotafios, algunos de ellos con una recaudación tan alta que se contrataban a escultores o arquitectos que habían sido Premio Roma en la Escuela de Bellas Artes de París, o egresados de la Accademia di arti di Brera en Italia.
Suscripción popular en el mundo
Por supuesto, el fenómeno no fue un invento argentino. Otras ciudades del mundo tenían iniciativas similares: en 1900 en Alemania se juntaban marcos para la erección del monumento tributo al Canciller de Hierro, Otto Von Bismarck, la figura del escritor Rubén Darío convocaba la contribución monetaria de sus admiradores para su escultura a entronizarse en Managua, el imponente hemiciclo columnado que homenajea a Alfonso XII frente al lago del Parque del Retiro madrileño también fue financiado por los agradecidos súbditos monárquicos, las víctimas del Titanic tuvieron su tributo de 25 toneladas mármol financiadas por la gente común en 1914 en el East Potomac Park de Washington.
El 10 de marzo de ese mismo año la sufragista Mary Richardson se coló en la National Gallery de Londres y acuchilló siete veces ‘La Venus del espejo’, obra que había sido adquirida por el Museo por suscripción popular. En Chile, el monumento a los héroes de la batalla naval de Iquique en Valparaíso, también fue pagado por los vecinos, uno de los monumentos más interesantes de Madrid es el de Emilio Castelar político, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874, en una rotonda del Paseo de la Castellana, obra del escultor Mariano Benlliure, promovida por el estado ibérico y oblada por ayuntamientos, bancos, colegios profesionales, cámaras de comercio y sobre todo, por entusiastas particulares, tanto españoles como extranjeros.
En nuestro país
El primer ejemplo de suscripción popular en nuestro país corresponde a la estatua ecuestre de Manuel Belgrano. Sarmiento y Mitre integraron la comisión que lo impulsó. Se inauguró en 1873. En su inauguración, Mitre afirmó: “Ha sido fundida con el óbolo del pueblo, como deben serlo las estatuas de los grandes hombres en una nación libre. En ella está incorporada la moneda de cobre del más pobre ciudadano argentino, como en el alma grande de Belgrano se refundieron las nobles pasiones y las generosas aspiraciones de sus contemporáneos…”.
En 1899, y no sin polémica, se inauguró el Monumento a Sarmiento en el lugar que ocupó el caserón de Juan Manuel de Rosas en Palermo. Obra del gran Auguste Rodin, el pueblo lo rechazó porque halló que la escultura no se le parecía, ni lo honraba.
En 1901 el pueblo juntó los fondos necesarios para construir el mausoleo de Belgrano que se ubica en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo.
En 1907 se consolidó la comisión que construiría el monumento al General Mitre, recién inaugurado en 1927. Las obras fueron autorizadas por Ley 9099 del 11 de agosto de 1913, según consta en la placa al pie de la obra. El primer artista fue Davide Calandra, formado en la Accademia Albertina di Torino, quien falleció en 1915. Lo siguió Edoardo Rubino, discípulo de grandes artistas del cincel como Lucio Belli, Odoardo Tabacchi y Leonardo Bistolfi. Rubino también es el autor del sepulcro de Mitre en la Recoleta y la estatua de la cripta de Antonio Devoto en la Iglesia San Antonio de Padua de Villa Devoto, reproducción de “El último adiós” escultura funeraria del sepulcro de la familia Remondini en el cementerio de Torino, reciente hallazgo de este cronista.
Menos conocido, pero erigido de la misma forma fue el monumento a Eduardo Costa en el Parque 3 de Febrero. Costa fue un hombre de estado: procurador de la nación, interventor federal de Santiago del Estero, Diputado y ministro de Justicia e Instrucción Pública, del interior y Canciller de los Presidentes Mitre, Pellegrini y Saénz Peña.
Monseñor Benavente, obispo de Cuyo y fundador del Colegio Lacordaire en Buenos Aires, descansa en un mausoleo de la Iglesia de Santo Domingo. El escudo episcopal de la obra, hecho de bronce, fue barreteado y robado a plena luz del día en julio de 2014.
En 1914, el monumento a Carlos Pellegrini, entre el Jockey Club y la Embajada de Brasil, también se construyó de esta manera. Es obra de Jules Coutan, ganador del Premio de Roma en 1872. La Escuela de Bellas Artes de París tenía un convenio con la Villa Medicis y cada ganador iba becado gratis por haber recibido este galardón. Miembro de la Academia Francesa del Arte y maestro del argentino Rogelio Yrurtia, Coutan eligió mostrar a Pellegrini sentado, rodeado por la Guerra, La Justicia, La República y el Comercio. En la parte de atrás está escrito: “levantado por la gratitud nacional. Inaugurado el 12 de setiembre de 1914″. Coutan engalanó con sus estatuas tres sepulcros en la Recoleta: los del periodista y editor del diario La Prensa José Camilo Paz, el general Luis Mará Campos y el presidente Nicolás Avellaneda. El reloj y la estatua de Mercurio de la Grand Central Station de New York también lleva su firma.
Arte funerario
Por supuesto, la muerte violenta o natural de algún prohombre, motivaba la inmediata gratitud pública, y estos son algunas de las esculturas célebres en los cementerios porteños.
Lucio Vicente López. Historiador, escritor, político. Se batió a duelo con el Coronel Carlos Sarmiento, en diciembre de 1894, luego de haber denunciado al militar por la compra-venta fraudulenta de tierras en la Provincia de Buenos aires de la cual el nieto del autor del himno nacional, era interventor. Murió en su casa por las heridas de las balas de Sarmiento, que nunca pagó por el crimen. Su sepulcro en el cementerio de la Recoleta, lleva una estatua femenina del gran escultor francés Jean-Alexandre-Joseph Falguière , premio de Roma 1859, discípulo de Albert-Ernest Carrier-Belleuse y maestro a su vez, de Emile Antoine Bourdelle.
Juan Alberto Lartigau. Secretario del Comisario Ramón Falcón, sufrió el atentado que el anarquista Simón Radowiztky ejecutó en Callao y Quintana el 4 de noviembre de 1909. Ambos murieron horas después. Su mausoleo en Recoleta es obra de tres destacadísimos profesionales galos: los arquitectos Eugene Gantner y Albert Desiré Guilbert (autores del Pasaje Roverano, la aseguradora La Sud América) y del escultor Emile Peynot, premio de Roma de l´ Ecole des Beaux Arts 1880.
Juez Virgilio Tedín. Famoso por su lucha contra el fraude electoral y la corrupción política, fue un magistrado de altísimo perfil, que mandó a detener a Leandro N. Alem, entre otros fallos. Murió a los 42 años. El escultor italiano Vincenzo Michelangelo Sansebastiano, hizo su mausoleo en 1899, con un imponente sillón y la representación femenina de una Justicia guerrera. Reza “Al juez Virgilio Tedín. Homenaje nacional”. “Mantuvo incólume la potestad de la ley en que reposa el verdadero bienestar de la Patria” y “Dio a cada uno lo suyo, vivió honestamente y a nadie dañó”.
Toribio Ayerza. Médico vasco. Fundó junto al Dr Guillermo Rawson, la Cruz Roja argentina e introdujo en nuestro país la técnica de la traqueotomía. Otra obra realizada 1889 en mármol de Carrara, por el escultor genovés Vincenzo Michelangelo Sansebastiano (Novi Ligure 1852 – Genova, 1908), egresado de l’Accademia Ligustica di Belle Arti di Genova.
En la Chacarita, por su parte, es de una belleza conmovedora el sepulcro de Jorge Newbery. Newbery fue ingeniero eléctrico educado en Estados Unidos y discípulo de Thomas Alva Edison, escritor, hombre de ciencia, funcionario a cargo del alumbrado público local y pionero del boxeo, la aviación en globo, entusiasta de la natación, el esgrima, el remo en equipo y la aviación de mono y biplazas. Murió en Mendoza a los 38 años.
Su sepulcro, obra de Hernán Cullen Ayerza, muestra un hombre alado en la falda de una montaña, observado por un grupo de cóndores. En su base reza:
“Animador sin igual el deporte argentino” “Para perpetuar su memoria, se ha erigido este mausoleo por suscripción popular”. Manos anónimas se han llevado la cadena que rodeaba el sepulcro y varias placas conmemorativas. Su legado fue tal que medio centenar de barrios, clubes, escuelas, calles, avenidas y plazas, llevan su nombre, hasta el aeroparque doméstico de CABA y en 1980 recibió un premio póstumo de la Fundación Konex.
La práctica de la suscripción popular cayó en desuso a mediados de la década del 30.
En pleno siglo XXI con las app y las billeteras virtuales, vuelve con el modo del “crowdfunding”, que, realmente sería una gran oportunidad de recuperar edificios con aporte de ciudadanos interesados y no tanto dependiendo del estado, jaqueado por la realidad económica nacional y el orden de prioridades imperante en el contexto de crisis.
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