Albertina Rahm es hija del suizo Alberto Rahm y de la alemana Carolina Kromer, inmigrantes que llegaron a la Patagonia a principios del siglo XX.
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“A veces digo: ‘¿Cómo no le pregunté a mi papá por qué se vino?’”, esgrime Albertina Rahm mientras recorre la hostería que supo ser de su familia. “Eran muy callados. No expresaban sus sentimientos. Todo era trabajo, trabajo y trabajo”, agrega sobre su padre suizo y su madre alemana, pioneros en Bariloche. Entonces con orgullo señala los rincones más bonitos de la Hostería Los Notros que montaron en 1950. Y que hoy, setenta años después, con otros dueños, hace gala de la nobleza de su construcción para recibir huéspedes bajo el nombre de Posada Los Juncos.
Instalada en Bariloche desde siempre, Albertina está de visita en la antigua hostería de sus padres porque Lucas Bozzano, actual responsable de Los Juncos, impulsa un documental sobre la historia del lugar. Con 80 años de vida y varias décadas de docente, Albertina, la única hija viva de los fundadores de la posada, es una fuente inagotable de conocimiento y un manojo de emociones. Al encuentro, que es excepcional –“hace mucho que no venía”, comenta– acude con fotos antiguas, planos y documentación de la época.
“Mi padre se llamaba Alberto Rahm. Llegó solo a Buenos Aires en 1919, a los 21 años, después de dejar en Basilea a sus padres y a sus cinco hermanos”, cuenta sobre el hombre que para ella siempre tuvo nombre en castellano. “En Bariloche ya había algunos suizos y por eso se vino para acá, a trabajar a la estancia Huemul, como tornero. Ahí conoció a mi mamá, Carolina Kromer, que era alemana y trabajaba como doméstica”, relata Albertina conmovida por la oportunidad de este pequeño homenaje a sus padres inmigrantes.
“Mis abuelos Kromer habían llegado de Alemania en 1903, porque el gobierno de Julio Argentino Roca le otorgaba a los europeos terrenos en la Patagonia a cambio de que se instalaran. Llegaron después de un largo viaje en barco, que los dejó en el puerto de Valdivia, en Chile, después de cruzar el canal de Beagle. Vinieron mi abuelo, mi abuela –embarazada de mi mamá–, y sus tres hijitos. Mi mamá nació en octubre, en un pueblito que se llamaba Pritrufquen, cerca de ahí. Como la cordillera todavía estaba demasiado nevada y los caminos eran de cornisa, esperaron al verano para cruzar a caballo. Se lanzaron en diciembre, llevando a mi mamá en una canastita, con apenas meses de vida”, rescata Albertina sobre los pioneros que a cambio de semejante odisea –y con la promesa de trabajar la tierra– recibieron 35 hectáreas cerca del lago Moreno, en lo que hoy es Hostería Valle del Sol. “Pero pronto cambiaron las tierras, no sé por qué y ni a quién, para instalarse donde estamos ahora”, señala en relación al enclave de la hoy Posada Los Juncos, a 20 kilómetros del centro de Bariloche.
Laboriosa desde chica, Carolina se casó con Alberto y en los terrenos de los Kromer levantaron una casita de material revestida con troncos de ciprés quemado que todavía está, a 20 metros de la hostería, y que es del hijo de Albertina pero está alquilada. “Ahí nacimos mis dos hermanos y yo”, apunta la docente y detalla que tenía cocina, comedor, baño y una sola habitación. “Nos amontonábamos”, agrega con dulzura por aquel tiempo en el que su madre gringa –”chiquita de ojos celestes, pero más criolla que la tuna”– tenía una vaca que ordeñaba, gallinas, gansos, pavos, patos y huerta. “Entonces papá decidió cumplir el sueño de su vida: poner una hostería tipo las de Suiza. Pidió un préstamo al Banco Hipotecario en 1950 y la hizo con los mejores materiales. Tenía cinco habitaciones con baño privado –que era un lujo entonces– y un gran comedor. Le puso un techo de tejas que era precioso, pero con las heladas no resistió y se cambió por uno de chapa. Hizo un muelle donde alquilaban botes de madera para salir a remar. Agregó vestuarios para cambiarse en la playa. Mi papá era un adelantado para la época”, afirma Albertina.
Cuenta además que Alberto Rahm hablaba en dialecto schweizerdeutsh y lo usaba con su esposa. Que sus hermanos mayores lo dominaban, pero ella casi no, aunque lo entiende. “Mi mamá era una mujer sufrida. Cuando era chica en su chacra se cultivaba trigo y ella hacía pan. Aquellos eran tiempos duros en la Patagonia. No había gas. La leña a veces estaba húmeda. El frío siempre era extremo. En mi casa había cocina económica y esa era toda la calefacción que teníamos. Sin embargo, yo no tengo recuerdo de haberla pasado mal”, asegura Albertina sobre un tiempo en el que el turismo no era masivo y mucho menos fuera del núcleo de la ciudad rionegrina.
Entre aquellos cimientos que la vieron crecer y con el recuerdo vivo de sus padres y hermanos que ya no están, la maestra revela: “Antes de poner la hostería, mi papá puso la primera fábrica de dulces de Bariloche. También la llamó Los Notros, porque estaba fascinado con este árbol que en diciembre se pone rojo y tiñe la montaña. En nuestro terreno había un bosquecito de notros”. Agrega entonces, que el negocio de mermeladas de frambuesa, grosella y otros frutos patagónicos no funcionó porque Rahm los hacían a la antigua –sólo con azúcar– y no pudo competir con las fábricas que luego le ponían colorante y espesante.
“Mi mamá era la cocinera en Los Notros. La hostería tenía un salón de té donde se servía un riquísimo té con pan casero. Hacía un huevo poché sobre tostada con una salsa rosada que nunca más comí. Además, preparábamos nuestro propio chucrut. Teníamos una plantación de repollo. Lo cortábamos finito con una mandolina de dos metros. Y lo poníamos intercalado con sal en un barril de madera, tapado con trapos y piedra. Se dejaba dos meses en el galpón, al fresco, para que fermente. Así nos preparábamos para pasar el invierno. Además, carneábamos un cerdo. ¡Era maravilloso! Venían los vecinos y hacíamos jamón, panceta, chorizos. Se ahumaba en una casillita. Yo hacía el humito. Y cuando el jamón estaba listo, poníamos la pata entera arriba de la mesa de la cocina para empezar a cortarlo. Esa era nuestra reserva de comida”, recuerda Albertina, que ya no cocina chucrut pero cada tanto va hasta una colonia alemana de la zona y lo compra.
Además de los sabores como aliados de los recuerdos de su infancia, en su relato hay algo de epidemias y muertes intempestivas. “No me olvido de lo que pasó en 1956, cuando la poliomielitis afectó a buena parte de Buenos Aires. Muchas familias se mudaron a Bariloche por meses y la hostería estaba llena de chicos. Tampoco me olvido de un invierno, fuera de temporada. Nosotros solíamos alojar empleados del flamante casino que funcionaba en el Hotel Llao Llao. Una mañana, ante la demora de uno de ellos para bajar a desayunar, subieron a buscarlo a la habitación y lo encontraron muerto. Fue un gran impacto ver la ambulancia y los malabares que hacían para bajarlo por la escalera, angosta y con curva”, relata Albertina sobre el difunto, que era obeso y había sufrido un ataque al corazón.
“Mi papá siempre decía que había venido a la Argentina ‘a hacerse la América’. Era un dicho muy repetido en Europa, que hacía alusión a venir a hacer dinero entre tanta tierra”, asegura la hija del hombre que alguna vez juntó unos pesos para volver a visitar a su familia en Suiza, pero que finalmente no quiso y que jamás volvió a verlos. “Era muy argentino. Tomaba mate, hacía asado y fumaba pipa. Siempre fue muy respetuoso de nuestro himno. Una vez le llamó la atención a alguien que no se sacaba el sombrero mientras sonaba”, apunta Albertina, que se casó en 1969, poco después de la muerte de su papá. “Me vine a Bariloche centro y mi mamá se quedó en la hostería, con mi hermana. Pero era campo… Y mi mamá tenía la ilusión de venir a la ciudad. Así que la vendimos para que se compre una casa más cerca de sus hijos y nietos”, precisa sobre los últimos años de Carolina, que murió en 1991.
Sucesores de un sueño
Enamorado del lugar que hoy preside, Lucas Bozzano –que es de Buenos Aires– interviene en la charla para contar cómo sigue la historia de la posada. Detalla que los Rahm la sub alquilaron primero a un viverista, Bruno Polastri, luego a una escritora Raquel Reggiani, y que la vendieron en 1982 a su actual dueño, Wolfgang Smekal, quien a su vez la sub alquiló a Machi Gonzalez Venzano, renombrada decoradora del Hotel Llao Llao, y a su hijo Gonzalo Fernández Iramain. Refiere que ellos la remodelaron y le cambiaron el nombre de Hostería Los Notros a Posada Los Juncos, como una metáfora de su resistencia. Y que, desde entonces, cada habitación representa un elemento de la naturaleza. Cuenta que más tarde el fondo de comercio fue vendido a una de las empleadas de la posada, Flavia Michelini –que se enamoró de un huésped y se fue a vivir a Hong Kong– y a Gabriel Sagrado, su hermano chef. Ellos fueron quienes la posicionaron como una de las posadas predilectas por los turistas americanos y europeos. Más tarde el fondo de comercio quedó en manos de una SRL. Y, finalmente, desde hace seis años la maneja Lucas –licenciado en hotelería–, junto a su esposa, Lucía Martínez.
Apasionada por la gramática castellana y estudiosa de la literatura, Albertina escribe cuentos patagónicos –así los define– y publicó en tres libros. Nervaduras, del Fondo Editorial Rionegrino, ganó el primer premio de narrativa de la provincia en el año 2000. Según cuenta su autora, es ficción inspirada en personajes de la zona y vivencias de su infancia. Viuda, madre de cuatro y abuela de ocho, reflexiona: “Yo la pasé muy bien de chica porque era la menor. Mis hermanos tenían 12 y 14 años más que yo y pudieron hacer solo la escuela primaria. En cambio yo tuve la chance de hacer el secundario y estudiar. Eso sí, los tres fuimos muy felices en aquel rincón de la tierra lleno de árboles, donde no había televisión y solo una radio para escuchar Tarzán –con el auspicio de la chocolatada Toddy– cuando volvía de la escuela”.
Con esa firmeza de toda docente y una ternura inalterable por la memoria de los que ya no están, Albertina recorre la posada de sus padres con los ojos vidriosos. “Venir me emociona terriblemente”, asegura mientras señala el cuarto donde cada tanto dormía con su hermana, cuando en el hotel no había pasajeros, y para jugar a tener una habitación propia. “Me gusta venir. Me sirve para confirmar que el sueño de mi papá se hizo realidad. Este lugar es el paraíso. Es una de las bahías más lindas del lago Nahuel Huapi, con muy poco viento”, reflexiona Albertina sobre los logros de aquel suizo que ‘vino a hacerse la América’ y, aunque no se hizo millonario, dejó una hostería tan sólida como el espíritu de sus pioneros.
Datos útiles:
Posada Los Juncos. Queda en Av. Bustillo 20.063. T: +54 9 294 495-7871. Consultas por web.
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