Ana Bolo Bolaño y Josefina Donadío se asociaron para inaugurar, en 2013, este particular local donde se luce la pasta casera.
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En 2013 abrieron un restaurante de pastas en el lugar menos pensado: Ilha Grande, una isla frente a Angra dos Reis donde la cocina italiana no era parte de la realidad cotidiana. Cuando tuvieron la idea hicieron lo mismo que haría una visionaria, seguir adelante sin reparar en lo que alguien pudo haber dicho: “Vos estás loca, ¿hacen 40 grados de calor y vas a sentarte a comer pastas?”. Le pusieron un nombre inolvidable: Las Sorrentinas, que no eran más que ellas: Ana Bolo Bolaño y Josefina Donadío.
Se conocieron ahí, en 2010. Una paseaba en bote con amigas y tuvo una sencilla epifanía, “Chicas, yo quiero vivir acá”; la otra había ido de vacaciones, pero estudiaba gastronomía en Azul, muy cerca de Olavarría, su ciudad natal. Una era productora de televisión, trabajaba con modelos, desfiles, moda, y quería algo diferente; la otra traía encima la tradición de los sorrentinos amasados por la abuela. “Era juntarse los domingos a comer en la quinta y la abuela siempre amasaba fideos y cuando estaba muy inspirada, los sorrentinos. De ahí nace el amor por la pasta”. Pero hubo algo que las unió, probablemente, más que cualquier cosa: la decisión de quedarse a vivir en Ilha Grande. Y mientras Ana se preguntaba qué podía hacer, cómo ganar dinero, Josefina le servía sorrentinos en la cocina de su casa. ¿Y si ponemos un restaurante de pastas?, dijo la productora. ¿Por qué no hacemos sorrentinos? se le cayó de maduro a la chef. “Es lo único y lo mejor que sé hacer. Entonces, aprovechemos esa virtud”, pensó.
Lo abrieron en la posada donde Josefina trabajaba. Al principio se paraban en la puerta y les decían a los turistas. “Hola. Hay un restaurante acá arriba”. Tenían cuatro mesas que eran las mismas que usaban en el desayuno, en la planta baja. “Las mesas subían y bajaban. A la noche estaban en el restaurante y a la mañana tenían que volver otra vez para servir el desayuno”. De cuatro mesas pasaron a ocho, a doce, y ya están atendiendo 57 cubiertos por turno. “Empezamos con lo que era el piso ese de piedra, después agregamos un deck, después agregamos otro deck. Ahora pusimos ese de allá; ahora ese cuarto lo vamos a sacar y vamos a agrandarlo también”. Comer pasta en Brasil resultó ser una idea genial. Las chicas tienen propuestas para abrir réplicas en Río de Janeiro, São Paulo, Búzios, Arrial do Cabo, y consiguieron dos cosas que ya podrían coronarlas: los brasileños adoran los sorrentinos; los italianos se emocionan cuando prueban un relleno con gorgonzola y nueces. “¡Somos italianos, vinimos a Brasil y comimos las mejores pastas!”.
Historia del origen
Josefina aprendió a hacerlos mirando a su abuela Beba, Isabel Concepción Fresta, en la quinta donde se juntaban con la familia. En Ilha Grande, donde vive hace quince años, los cocinaba para las amigas y amigos que iban a su casa. Cuando decidieron abrir el restaurante con Ana, ella sintió una leve brisa –como cuando a las hojas las mueve el viento–, tal vez algo de vértigo, “Ta, yo soy chef”, dijo, “pero sinceramente he trabajado poco en la cocina quemándome las manos”, y después la seguridad de la que sabe y quiere, “lo que sí sé hacer y me sale muy bien son las pastas. Todo lo que sea masa, dejalo conmigo que tengo buena mano”.
Las dos amigas empezaron a buscar un lugar y no tardaron en encontrarlo. Josefina trabajaba hacía cinco años en Paloma, la posada que su tía tenía en la isla. Y abracadabra, dicen que las sandías se acomodan con la carreta andando: la tía le ofreció la administración de la posada a cambio de un alquiler, Josefina aceptó la honrosa propuesta. “Obviamente, era una muy buena oportunidad. Me venía rompiendo bastante el alma también como para ganar ahí un mérito, una confianza. Cuando surgió esto de alquilar la posada le digo a Ani, “ya fue, lo hacemos acá en la varanda (deck en portugués)”. Así (y ahí) nació Las Sorrentinas.
Chicas multitasking
Al principio se ocupaban de la publicidad, el servicio de mesa, la elaboración de la masa, rellenos y salsas. “Cocinábamos de día la producción para la noche, durante varios años”, recuerda Ana. A la hora de atender al público, Josefina se metía en la cocina y Ana servía las cuatro mesas originales. “En ese momento era muy a pulmón: una cocina de fuego de alta presión, una olla y un freezer creo que fueron las cosas que pudimos comprar.”. Y el detalle mayor: Josefina había metido un tesoro en la valija: la Pastalinda de la abuela Beba que surcó los cielos y aterrizó en Río de Janeiro.
Otro derrotero fue conseguir las materias primas. Lo que en una ciudad puede resultar fácil, en esta isla, hace diez años, no lo era tanto. “Teníamos que ir a Río o a Angra, al continente a comprar las cosas. Hoy en día todo llega en barco hasta acá y nuestro carreteiro va, las busca, las trae”, dice Ana. Antes, usaban harina brasileña, ahora consiguen italiana, “con los años fuimos encontrando las marcas cruciales”, y también empezaron a producir intercaladas, con ayuda de terceros. “De a poquito empezamos a ir delegando tareas. Fue bien paulatino. Pensá que Las Sorren tiene nueve años. Un montón”.
Todos quieren a Las Sorrentinas
El restaurante no conoce la temporada baja. “Los que vienen a la isla comen acá por lo menos una vez. La gente espera, espera y espera.”, dice Ana. Las chicas no solo escuchan propuestas para abrir el mismo restaurante en otras partes de Brasil, hay alguien que las quiere llevar a Lisboa.
”En este caso es una persona que tiene una propiedad allá, en el centro histórico y quiere que nosotras abramos unas Sorrentinas. Digamos, nos lo está entregando así, en bandeja”, como un buen plato de pasta, ¿no? Pero ellas no se apuran, piensan, tienen reglas propias. Por ejemplo, en el restaurante no ponen música en vivo, “no porque no nos guste sino porque necesitamos que la rotación sea rápida. Porque come mucha gente, y hay mucha lista de espera”. Pero tampoco se quedan con las ganas: el que quiere música en vivo, tragos, comida argentina, puede ir a Júlia Surtô, el bar-restaurante que Ana, Josefina y Nicolás, amigo de ambas, abrieron en un rapto de buena locura (“surtô” quiere decir enloquecer en portugués), hace muy poquito, en Praia da Julia, una playa que era muy serena hasta que Júlia Surtô.
La vida en la isla
Con todo, ambas todavía tienen tiempo de dedicarse a lo que les gusta de vivir en la isla. Ana pasa tiempo con Felipe, su hijo de siete años que tuvo con un amor brasileño. En la piel, se hizo el tatuaje de dos sirenos: son ella y Felipe nadando en el mar de la Costa Verde. También tiene el dibujo de una víbora porque ama las víboras, “miren dónde vivimos. Me encuentro cobras, corales de todo lo que te puedas imaginar... Yo la veo y digo, me vuela la emoción, la filmo, le veo todos sus movimientos... Todavía no conocí un lugar más lindo para vivir que este”. Josefina agradece lo que la isla le concedió: la vista desde el balcón de su casa en la pousada Tagomago, los veleros en el mar. “Si me preguntás, sinceramente, no sé si pensé en trabajar con dos posadas (N de la R: Tagomago y Paloma), tener un restaurante, abrir un bar. No, para nada, yo simplemente quería viajar”.
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