Las fotografías de Vincenzo Mascio, acompañadas por el relato de Fray Doroteo Giannecchini –inédito durante casi cien años– permiten reconstruir parte de la vida cotidiana en las misiones chiriguanas de Tarija y Potosí.
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Estuvo casi un siglo inédita. La Historia natural, etnografía, geografía, lingüística del Chaco boliviano, escrita en 1898 por el misionero franciscano Doroteo Giannecchini fue, desde siempre, una suerte de Biblia para el estudio del Chaco boliviano.
Giannecchini nació en 1837 en Pascoso di Pescaglia (Toscana, Italia), y llegó en 1860 a Cochabamba, donde se ordenó sacerdote. Se abocó a estudiar la lengua de los chiriguanos –que, según decía, llegó a hablar mejor que el castellano– y también estudió la de tobas y noctenes antes de emprender su misión evangelizadora. La avanzada partía de los Colegios para la Propagación de la Fe de Tarija y Potosí y se abría en abanico en misiones que se adentraban en un vasto territorio de lo que hoy es Bolivia. Fue conversor en San Francisco Solano entre tobas, en Tarairí, Chimeo y Aguairenda entre chiriguanos, y en Caiza entre criollos mestizos. La mayor parte de esas reducciones fueron diezmadas durante la Guerra del Chaco (el enfrentamiento que libraron Bolivia y Paraguay entre 1932 y 1935 por el control del Chaco Boreal), y hoy están en ruinas, pero fueron muy significativas hasta entonces.
Según explica Isabelle Combès, antropóloga dedicada a la etnohistoria del Chaco boliviano y de la Chiquitania, en su artículo “Seis bárbaros en Turín. La primera etnografía chiriguana” (2020), “Giannecchini se apasionó por entender, aprender y difundir la vida, la lengua y la historia de sus neófitos indígenas. Las cartas que enviaba regularmente a su familia en Italia mezclaban casi siempre anécdotas de su vida con datos etnográficos sobre ellos. Trabajó largamente en la elaboración de un Diccionario chiriguano-español y español-chiriguano, que dejó inconcluso cuando falleció, el 9 de abril de 1900, en Tolomosa, cerca de Tarija”.
Una exposición en Turín
En 1895, el Parlamento italiano concibió la idea de una Exposición General Italiana que se desarrollaría en Turín en 1898, para conmemorar los 50 años del Estatuto Albertino. La iniciativa no fue recibida con mucho entusiasmo por la iglesia local, que contrapropuso reunir la exposición general con otra, de “Arte Sacro y de las Misiones y Obras Católicas”. El cardenal David Riccardi pidió colaboración a sus obispos y sacerdotes. Era preciso armar colecciones de objetos, textos, fotografías e incluso indígenas de carne y hueso en todo el mundo para ser exhibidos en la muestra. “A inicios de 1897 la convocatoria llega al padre Sebastián Pifferi, comisario general de los franciscanos en Bolivia. Súbitamente todos los franciscanos tienen algo urgente que hacer, tareas pendientes o impedimentos insoslayables. Todos rehúsan el encargo”, explica con humor Combès.
Pifferi convocó al padre Bernardino Turbessi, prefecto de misiones del Colegio de Tarija, pero Turbessi enseguida alegó «incapacidad y falta de tiempo» y, sin leer siquiera la misiva, la pasó al padre Santiago Romano de su Colegio.
Esta “desbandada de frailes” –tal como la llama la antropóloga del Instituto Francés de Estudios Andinos– hizo recaer el encargo sobre Doroteo Giannecchini. “Era, sin duda, el más indicado para la tarea, pero solo la aceptó a regañadientes, en nombre de la obediencia franciscana. Fray Doroteo tenía 60 años, y casi cuatro décadas de vida chaqueña a sus espaldas habían hecho mella en él: las cartas a su familia hablaban de fiebre terciana, de molestias estomacales; en 1885, a la edad de 48 años, Giannecchini ya había perdido toda su dentadura”, asegura la experta.
“Acababa de volver de un viaje a Italia precisamente, realizado en 1895-1896 en busca de nuevos misioneros y, aun con la esperanza de volver a ver a su «adorada mamá», la perspectiva de emprender de nuevo semejante viaje no le entusiasmaba. El padre sabía perfectamente lo que le esperaba: interminables recorridos a caballo, burro o mula; sacar fotografías cuando no existía ni el material adecuado y ni siquiera el fotógrafo; recolectar objetos, describirlos, despacharlos a Buenos Aires y, de ahí, a Turín; responder por escrito a las innumerables preguntas del programa; y todo eso sin hablar de la mayor dificultad: llevar indígenas desde las misiones hasta Italia”.
Comenzó así un desventurado periplo. Desde junio de 1897 hasta marzo de 1898 recorrió las misiones en busca de objetos y organizando sus escritos e investigaciones. El resultado fueron los cinco cuadernos y 800 páginas de la Collezione Sanfrancescanna di storia naturale, etnografía, geografía, lingüística dei Collegi di Propaganda Fide di Santa Maria degli Angeli di Tarija e di San Antonio di Padova di Potosí (Bolivia) America Meridionale.
El largo viaje
El asunto de las fotografías se resolvió pronto gracias a la aparición providencial del fotógrafo napolitano Vincenzo Mascio en Tarija. El material fotográfico se encargó a Buenos Aires. Entre el salario del napolitano (5 bolivianos diarios), su manutención, los gastos de viaje y el material importado, se gastaban en la empresa «la conspicua suma de casi dos mil liras».
Partieron el 8 de junio de 1897. Pese a «las innumerables dificultades que hallábamos a cada paso, en estas regiones, o del todo bárbaras o semibárbaras; la falta de gente racional e inteligente que nos ayudase a recoger la colección, su embalaje y su transporte», el viaje de 1.740 km en mula produjo un total de 115 fotografías y siete cajones llenos de objetos (500 piezas). El 6 de noviembre Giannecchini despachó los negativos de las fotografías a Turín, y el 26 hizo lo propio con los objetos, que envió en mula hasta la primera estación de ferrocarril argentino, en tren hasta Buenos Aires y, finalmente, en barco hasta Italia.
“Pero el mayor dolor de cabeza para el franciscano fue reunir y llevar a los indígenas reclamados por los expositores. Los italianos exigían la presencia de ocho a diez indígenas, que debían cumplir con ciertos requisitos: ser «típicos y escogidos entre los mejores por constitución física y moral»; tener un oficio manual, que puedan ejercer en Turín durante el certamen; «vestir el vestuario de su nación»; y los organizadores no dudan en exigir incluso, que sepan hablar, aunque sea un poco, italiano”, informa Combès.
Tal como bien refiere: “En otras palabras, deben ser lo suficientemente exóticos para ser reconocidos como bárbaros o salvajes, pero demostrar a la vez el éxito del proceso civilizatorio franciscano por el que han pasado. Sin referirse siquiera al último requisito, impensable para los chiriguanos, que con suerte balbucean algo de castellano, fray Doroteo, en primer lugar, decide reducir el número de los participantes: los indígenas serán cuatro, «o al máximo cinco»”.
Finalmente eligió dos hombres y dos muchachas adolescentes, ambas de 15 años. Eran Prudenciana Mbaisseiru, de la misión de Tarairí, «que bordó el blasón de San Francisco»; Petronila Tuye, de la misión de San Francisco, también bordadora; Lorenzo Pairemma, carpintero de San Francisco; y Fortunato Cuarassimimmi, de Aguairenda, «gobernador, flautero, guapo y canastero», casado, de 40 años. Todos chiriguanos, (Giannecchini ni siquiera parece haberse planteado la posibilidad de llevar a Europa a tobas o noctenes, que eran catecúmenos mucho menos dóciles).
Allá vamos
Nadie, más allá de Fray Doroteo, parecía preocuparse mucho en cómo solventar los gastos de la empresa. Las misiones de Tarairí, San Francisco y Aguairenda pagaron una cuota de mil pesos cada una, y pusieron también montura, ropas y avío para sus neófitos.
Otro tema que desvelaba al cura era la seguridad de los chiriguanos ya que «una vez montados en tren, serán los cuatro como pollitos salidos recién de la cáscara». Le apesadumbraba vigilar a las jóvenes que despertarían, con certeza, el apetito de algún viajero en el camino. Para protegerlas, solicitó la compañía de alguna monja o maestra mujer. Les aseguró a sus superiores que si le otorgaban esa presencia daría un brinco de 10 m y marcharía «alegre y contentísimo, pronto a sufrir y aguantar todas las peripecias inevitables de esta larga, peligrosa y fatigosa comisión. Dios le ilumine». “Pero Dios no ilumina ni a Turbessi, ni a Pifferi ni mucho menos a los superiores de Roma, que aseguran a Giannecchini que lo hará muy bien solo y le piden que resuelva sus problemas siguiendo su consciencia”, sigue Combès.
El 4 de abril Giannecchini se lanzó a la aventura totalmente desanimado. “Por mi parte y en mi vejez, haré el último servicio y esfuerzo para las misiones. No desconozco que, si esta comisión es honrosa, será molestísima, fatigosísima, y me abreviará la vita [sic]. Mas supuesto que ni la he buscado ni pedido, y debo hacerla con el mérito de la Santa Obediencia, espero en Dios y San Francisco que me ayudarán”, decía.
El misionero y los tres chiriguanos de Tarairí y San Francisco salieron de la misión de San Antonio a orillas del Pilcomayo, rumbo a Aguairenda, a menos de 90 km al sur. Llegaron al día siguiente. Un solo día bastó para desanimar a Lorenzo Pairemma. “Felizmente –dice Fray Doroteo– en Aguairenda espera Fortunato, y ahí mismo se une finalmente una pareja a los viajeros: Antonino Yumbire de 27 años, vicemaestro, cantor y catequista, y su esposa María Manuela Cappairu, de 22 años”.
Todos juntos salieron el 11 de abril, rumbo a la primera estación del ferrocarril argentino en Pampa Blanca. Este primer tramo a caballo duró dos semanas. El 25 de abril, de Pampa Blanca tomaron el ferrocarril a Salta, donde los hombres se alojaron en el convento franciscano, y las mujeres, en el colegio de las hermanas terceras.
El 29 salieron en tren hacia Buenos Aires, adonde llegaron, tras 54 horas de viaje ininterrumpido, el 1º de mayo. Mientras tanto, al otro lado del mundo, la exposición de arte sacra abría sus puertas. El 15 de mayo se embarcaron en la embarcación lllamada Perseo y, tal como auguró el fraile, en las tres semanas de travesía debió pedir la intervención del capitán para que los impertinentes pasajeros dejaran en paz a las jóvenes chiriguanas. Llegaron a Génova el 4 de junio y, sin demora, tomaron esa misma tarde el tren para Turín.
Bárbaros en Turín
Cuando la delegación arribó a la exposición se encontró con que sólo había cuatro fotos de las 115 enviadas, los objetos de los chiriguanos aparecían entremezclados con los de pueblos del Mato Grosso y las 800 páginas del manuscrito estaban en el Museo Egipcio de Turín.
A pesar del fastidio y desasosiego, el misionero y sus jóvenes compañeros pusieron todo en orden y participaron de la muestra. Se quedaron cuatro meses, hasta septiembre de 1898.
“En estas exposiciones, que pudieron ser descritas como zoológicos vivientes, los indígenas formaban parte del espectáculo al igual que los arcos y flechas o las muestras de minerales exóticos llevados a Italia por misioneros de todo el mundo. Su existencia y su presencia en el certamen debían demostrar al público el éxito y la utilidad de la obra misionera, que lograba transformar al salvaje, amansarlo y civilizarlo”, explica Combès.
Pese a las muestras etnográficas pacientemente colectadas, organizadas y explicadas, al público no parecía importarle demasiado quiénes eran los exóticos personajes de la exposición. Algunos aseguraban ver a ocho tobas ahí donde había cinco chiriguanos, que durante cuatro meses «han tenido que estar de la mañana a la tarde como de blanco a millares de curiosos espectadores de toda clase y condición, que muchas veces con sus impertinentes observaciones y preguntas los indignaban y escandalizaban».
Y junto con ellos se exhibía fray Doroteo, obligado a contestar a las «estúpidas preguntas» del público, «aun de parte de aquellos que ostentaban ínfulas de ilustración y doctrina».
“Algunos, temerosos y emocionados a la vez ante los salvajes, pensaban que la baranda que les separa del público es una jaula y preguntan: «¿Son malos, son antropófagos?». Otros, más desubicados o acaso más impertinentes, admiraban la buena dentadura (postiza, en todo caso) del misionero, «señal evidente que debe haber comido mucha carne humana», «de manera que, para un italiano a la moderna, el misionero católico en lugar de civilizar y cristianizar a los antropófagos, ha sido barbarizado y convertido a sus horribles costumbres por los mismos!».”
Tal como señala Combès: “A ojos de los turineses, el franciscano es tan exótico como sus indios y, al igual que estos, parte del espectáculo. Definitivamente no encaja; no logra explicar su precario mundo chaqueño a los refinados intelectuales italianos, ni reconoce como suyo el moderno mundo de Turín. Se siente tratado como mercancía, al igual que sus neófitos”.
Un largo camino a casa
Al llegar el mes de septiembre se acercaba la fecha del retorno. Giannecchini todavía no había pagado el importe de los pasajes fiados de los chiriguanos, y la comisión no le había reembolsado tampoco los gastos de su vestimenta ni las 2.000 liras de las fotografías que ni siquiera logró exponer. El 10 de agosto y de nuevo el 13 de septiembre, el franciscano escribió al barón Manno reclamando el dinero prometido.
Hasta que, en los últimos días de su estadía turinense, la comisión le entregó 5.500 liras italianas: los gastos reales se elevaban a 18.831 liras, con 50 céntimos, sin incluir «monturas, animales, propios, alimentos, enseres, etc., etc., ni mi trabajo personal de dieciocho meses, pues todo ello fue subministrado gratis por los PP conversores y por los conventos del tránsito».
El 1 de octubre los viajeros embarcaron finalmente en Génova rumbo a Buenos Aires. Luego, el largo periplo en tren, y a caballo. El 10 de diciembre, el franciscano entregó a la última integrante de su comitiva a sus parientes en Tarairí y dio por concluida la aventura. O casi: todavía faltaba el informe del viaje.
Escribió en la misión de San Francisco Solano las 30 páginas de sus Apuntes que están fechadas 31 de diciembre de 1898. Con un tono amargo, su conclusión fue que las misiones dentro de la Exposición «les sirvieron con sus indígenas, como la lechuza al cazador, para atraer a los visitantes a la muestra y hacer negocio».
Las imágenes, por su parte, habían sido recuperadas, con mucho esfuerzo, por Giannecchini. En Roma, el padre Pifferi tuvo acceso a ellas y confeccionó algunos álbumes. Se conocen al menos tres: uno para la provincia franciscana de Roma, otro para el doctor Luis Paz, notable tarijeño protector de las misiones (el que se conserva en el Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia en Sucre, y es el que fue publicado en 1995) y otro, que ilustra estas páginas, para Miguel de los Santos Taborga, arzobispo de La Plata (Sucre), que perteneció al coleccionista César Gotta.
En cuanto a los manuscritos, tras un tiempo en la Curia General de los frailes menores en Roma donde Giannecchini los mandó «a fin de que otros no se aprovecharan», fueron llevados al archivo franciscano de Florencia por el padre Ciro Cannarozzi.
Sin embargo, durante décadas, fueron varios los autores que tomaron las palabras de fray Doroteo y las usaron como propias. Hasta que, en 1995, el sociólogo franciscano Lorenzo Calzavarini logró publicar las fotografías de Mascio con el texto de fray Doroteo, dándole el crédito correspondiente, y consagrándolo como el autor más importante de la etnografía chiriguana.
- Agradecemos a la antropóloga Isabelle Combès, en cuyo texto “Seis bárbaros en Turín” está basado esta nota. Por consultas sobre la colección fotográfica de César Gotta, fiquigotta@gmail.com
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