Excepcional pure malt de raro nombre y características tan sorprendentes como inimitables, el favorito de Carlos II es además un club de amigos que otorga el privilegio de obtener un pedazo de Islay, la isla donde se elabora.
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Se hizo famoso por mérito propio, mucho antes de que Carlos III -el rey que mañana será coronado- lo catalogara como su favorito. No es liviano ni, mucho menos, lineal. Por empezar es un “pura malta”, antítesis del blend, ese eficaz invento comercial que hizo posible la difusión del whisky a nivel mundial. Al Laphroaig (pronúnciese “láfroig”) se lo tilda de raro, fuerte, salvaje, muy mineral… a causa del dejo ahumado y ligeramente salado que lo caracterizan. Convengamos en que este destilado tampoco es uno más en la lista de los pure malt escoceses. Distinto, sí, y además muy distante.
Su cuna es Islay, territorio insular de poco más de 600 km2 de las Hébridas Interiores, bañadas por el Atlántico al amparo de la cálida corriente del Golfo.
En cada botella de Laphroaig viene un código para registrar un pie cuadrado del terreno donde se encuentra la destilería. A través de la web, se puede ingresar a un “club de amigos” que permite acceder a varios beneficios, desde percibir un trago (“dram”) anual hasta obtener un certificado de propiedad con plano incluido para encontrar una banderita con el nombre del cliente en la isla.
Turba + agua + cebada
La riqueza de Islay son el birdwatching y las nueve destilerías de pure malt que pueden visitarse previa reserva. Una de ellas es la venerable Laphroaig, donde se elabora, desde 1815, el whisky más salvaje de Escocia.
El suelo de Islay es un turbal, material orgánico oscuro y rico en carbono. Laphroaig cuenta en sus fueros con una buena calidad de esa masa esponjosa y liviana (que delata rastros de los vegetales que la originaron) y lo usa como combustible, recurso ancestral aquí vigente.
Un solo cubito de hielo alcanza para que el sabor del Laphroaig se “abra” con docilidad y depare un paso de boca más amable, pero amplificado.
Y está el agua que tanto necesita el whisky. La del arroyo Kilbride en este caso, liviana, no mineralizada; la que se usa como refrigerante en todo el proceso de elaboración; la que se requiere para mezclar la cebada, condensar los vapores alcohólicos (y así transformarlos de nuevo en líquido durante la doble destilación), rebajar el nivel de alcohol fuera del alambique, etcétera, etcétera. Esta preciadísima agua llegó a los tribunales cuando, en 1939, otras destilerías buscaron desviar el curso del Kilbride en detrimento de su beneficiario natural, que logró ganar la batalla en la llamada “guerra del agua”.
La pureza del arroyo, los apretados bloques de turba cortados a mano, la cebada siempre malteada en el piso, los hornos de ahumado en frío, los siete alambiques de cobre, las complejidades que acarrea el envejecimiento en roble, según haya sido usado para bourbon, vino de Jerez, en las cavas de Cognac o en las de Oporto. El de diez años, por ejemplo, pasa por cuatro tipos de barricas. De todos estos detalles se nutre el espíritu de Laphroaig, el que sale de la botella transmutado en un luminoso líquido de 40°, pletórico de tonalidades crepusculares.
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